Por José Luis Aliaga Pereira*
12 de noviembre, 2022.- Alfredo Mires me obsequio su libro "El hombre que curaba", el día en que intervino como ponente en la escuela de líderes y lideresas "Hugo Blanco", realizada en la provincial de Celendín. Era la segunda vez que lo veía.
Al leer el título de la obra imaginé al personaje principal como un gran curandero de los muchos que tenemos en nuestro Perú. Al inicio de la lectura de este relato, me pareció que no iba a tratar ese tema. El texto cuenta de un hecho que sucedió en Alemania: Helmut Muller, un joven al que se le agolparon los males, fue atendido por un curandero al que encontró, por esas casualidades de la vida, bajo un árbol de roble, en un parque llamado Mainauen en Würzburg, al sur del país europeo. Se miraron. Fue como una mágica aparición. Helmut lo adivinó recordando las palabras de su maestro de Tai Chi. Luego, cuando el hombre empezó a caminar, siguió sus pasos.
Ya en el cuarto del extraño personaje, en el momento en el que tuvo que aspirar, por tres veces, el envoltorio que le presentó el curandero, en el que habían cuatro hojas ovalanceoladas, pensé que eran de coca que habían volado desde el Perú hasta Europa. Días después, Helmut, contó a su familia y amigos de su milagrosa curación, por un Shaman, en sencillísima ceremonia.
Al continuar la lectura de este relato, comprobé que no me había equivocado. Una increíble historia llevó por aquellos lugares a este peruano que entre otras cosas llevó por el viejo mundo la divina hoja de coca que lo convirtió, como lo narra Alfredo, en "El hombre que curaba".
Conocí a Mires Ortiz en el año 2012, en el XI Encuentro Nacional de Escritores, "Manuel Jesús Baquerizo", organizado por el GEP, en Cajamarca. Quedamos anonadados con su ponencia: "HASTA QUE EL PUEBLO LO CUENTE: REFLEXIONES DESDE LA TRADICION ORAL Y LA LITERATURA”. Varios de los principales organizadores del evento, se preguntaban admirados: ¿dónde estuvo escondido este intelectual de polendas? ¿Por qué no figura en algún cuadro político partidario o de intelectuales?
"El libro se instauró —dijo Alfredo Mires en su ponencia— en nuestra tierra con visos de cesarismo, como férula intimidatoria e investido de sapiencia. Las formas de comunicación oral y natural en los Andes se hallaron a quemarropa con el libro como fetiche del conocimiento ajeno y como un heraldo de dominio devastador de los invasores.
En lo sucesivo, la palabra escrita se utilizó fundamentalmente para mentir la historia de los indios y para despojarlos de sus derechos tradicionales. (...)
A pesar de pesares, nuestra cultura persiste, y persiste aún en espacios como el nuestro, donde no solo comenzó la conquista sino que la letal ambición por el oro ha renovado sus dentelladas destruyendo la tierra, el agua y la conciencia (...)
(...) estamos hechos de chacra, de manera que soslayar la tierra es atentar contra los pueblos y contra toda la sabiduría acumulada en su relación con ella.
La intervención de Alfredo Mires se llevó a cabo el viernes, 16 de noviembre de 2012, a las 10 45 am., en el local del I.S.P "Hno. Victoriano Elars Goicochea", en Cajamarca.
"Cuando en la capital se refieren a las provincias, se habla del interior del país, como si fuera Lima el exterior del país", aseveró, Alfredo Mires, en el taller que realizara, años atrás, en 'La Casa de las Bibliotecas Rurales': "Hacia una Prehistoria de Cajamarca". ¿Cómo podemos saber lo que es civilización si no sabemos lo que no es civilización?, preguntó. Después, continuó con su alocución: "Se hace una división entre ciudad y campo, capital y provincias; se habla del interior del país, como si Lima fuera el exterior".
"Nos hemos ido formando —dijo— como sociedades extremadamente episódicas, coyunturales y, por otro lado, los acontecimientos suelen ser absolutamente inconexos"
"No estamos conectando las medidas inmediatas a los procesos más significativos de lo podrían generar estas medidas".
"Una suerte de división entre las sociedades, entre los que vivimos en el campo y quienes vivimos en la ciudad, pensando supuestamente que los que vivimos en la ciudad vivimos en mejores condición que los del campo".
"Hacia Una Prehistoria de Cajamarca", local de la 'Red de Bibliotecas Rurales'.
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Tengo en mis manos la obra de la Biblioteca campesina "Soy Pajita de la Jalca", tomo 12, publicada en 1992 en la que Alfredo Mires Ortiz escribe una especie de editorial titulado LA CHACRA DEL INKARRY:
"El problema es "simple", nos dice, cuanto más se cortan las plantas, más desierta se vuelve la tierra. Cuanto más desierto haya, más fuerte se refleja el sol, más se calienta el aire, más se espantan las nubes. Menos, entonces, llueve. Nada verdea. Se vuelve triste incluso la tristeza".
(...)
"Quién no ama la hierba no ama a sus hijos. Quien destruye su sombra ofende al cielo. No merece consuelo quien muerde la mano que le da el sustento".
"Siglos, miles de años tardó la naturaleza en preparar toda su belleza para la fiesta de la vida. Segundos tardan los hombres en destruirla en nombre del progreso ".
"Donde había prados, montes, bosques y jardines naturales, "el hombre civilizado" instala basurales, fábricas que fabrican más fábricas y edificios donde se edifican adefesios".
(...)
"Como que no basta con las penas de cada día. El hombre se empeña en creer que el verde de los dólares es mejor que el verde de los árboles. No ve la diferencia entre dolor y dólar".
(...)
"En nuestros pueblos, los mayores cuentan que todas las plantas las fue sembrando el Inca Rey o Incarry. Luego, años más tarde, los invasores españoles asesinaron a Incarry, le cortaron la cabeza y por algún lugar lo enterraron".
"Pero dicen que bajo la tierra, Incarry sigue creciendo, de la cabeza a los pies, que cuando se complete volverá, se levantará ".
¿Cómo será? Tal vez es cierto. Tal vez es más que nosotros tenemos que crecer, juntarnos. Que aún es posible restituir la vida sembrando. Tal vez es así, que la vida es posible haciendo más fértil la chacra de Incarry.
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No eran simples palabras las que moldearon los labios de Alfredo Mires. Cada una pesa su significado en hechos. Sus ponencias nunca fueron refutadas, el aplauso seguía y sigue a cada una de ellas.
Le preocupaba estar donde la gente preste atención, donde se interesen por el tema. Un verdadero profeta.
Alfredo Mires fue como sus obras lo son: un hombre honesto, respetuoso, un campesino sencillo como las plantas de papas que florecen en el surco de una chacra regadas, ¡queridas!, por las manos campesinas. Sus frutos son, están y estarán siempre entre nosotros.
Sin irse, Alfredo Mires, se despidió sonriendo, comprendiendo a los que, desde arriba, premian sin comprender aún que el mejor halago es el que se recibe del hombre del campo; del que quiere, del que ama, del que hace la vida.
Tano (relato)
Ese Tano tocaba el checo como nadie. Aquellas manos oscuras de palma rosa le daban gloria al retumbe del pellejo templado en esa enorme calabaza convertida en tambor. Era un gorjeo en son mayor.
Exhumaba gracia: era un derroche de salero el Tano, ese querido negro.
Su fama se fue extendiendo como tam—tam por el regocijo hormonal y los meneos que provocaban sus tamboreos y el escucharlo cantar.
Por eso, un día lo mandó llamar el dueño, el patrón, el gamonal, el señor de medio mundo entero:
— Te voy a pagar, negro. Diviérteme. Canta y toca, a ver, sobre ese famoso checo. Echale, lo que mejor sepas, negro.
Quimboso, Tano se sentó sonriendo. Acomodo el tambor y le pasó los dedos por los costados, como excitándolo. Levantó esas manos como dos palomas silvestres que se revelaban para aletear contra el sosiego. Una figura de encanto desató la copla:
Mi patrón me debe un medio
mi patrón me debe un rial
que patrón pa' tan tramposo
que no me quiere pagar.
Pareció que al patrón le picó un tábano en el glande; pegó un brinco padre y se abrió a gritos de padre y madre:
— Yo no te debo nada, negro de mierda!, yo no le debo nada a nadie, esclavos malditos!, ustedes han nacido para servirme desgraciado; vienes a insultarme en mi propia casa, cabrón!, te voy a poner el cepo!
La patrona y los serviles corrieron a traer agua de azahares y a abanicar sumisos al blanco amoratado.
Tano miró sonriendo y con lástima a ese pobre infeliz patrón grasiento, levantó su checo y se alejó en silencio.
(Páginas 72 y 73 del libro "El hombre que curaba").
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