Servindi, 16 de abril, 2023.- La corrupción es un mal que se ha extendido por toda la sociedad envileciendo el alma de las personas. Sin duda, es una expresión de la crisis moral que apareja la crisis social, política y económica que nos desborda.
¿Causa o consecuencia? Al parecer la corrupción anida en el alma hasta de los que parecen incorruptibles. ¿En qué medida la corrupción puede ser controlada, atenuada, amenguada?
Son dudas que nos asaltan a partir del cuento “Diálogos recónditos” que esta semana nos comparte José Luis Aliaga Pereira y que puede motivar una reflexión sobre el flagelo de la corrupción en los diversos niveles y espacios de la vida.
Diálogos recónditos (cuento)
Por José Luis Aliaga Pereira*
— Sospecho que a él también lo asesinaron —me cuenta Lipa—. Como lo hicieron con otros que se mantuvieron firmes en la defensa de nuestro territorio, de su agua, de nuestra vida
— Pero, ¿por qué no denunciar estos casos si estás seguro que sucedió así?
— Todo se mueve alrededor de la maldita corrupción.
— Tal vez haya un buen juez que nos escuche, no creo que todo esté podrido.
— No seas inocente, Joselo, ¿no vez cómo han caído los que estaban arriba? ¿Los que prometían un cambio en nuestro país? Todos los ex presidentes sentenciados por corrupción, todos.
— La parca nos espera, si cruzamos la línea. No somos como ellos.
— En todo este tiempo que pasó, desde que se inició esta movida, está lucha, hay compañeros que fueron encontrados muertos, asesinados. Estoy seguro, aunque no lo puedo probar, fue así. No lo vas a creer. Son varios de los cuáles la justicia no dice nada.
— Cuéntame, hermano. Para eso estamos. Como dicen: "pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla". Es muy grave lo que afirmas.
— Si, es grave. Sucede en nuestras narices. Celendín es un pueblo chico. Todo se sabe. Líderes que, de la noche a la mañana cambian. Se desaparecen sin decir nada, sin rendir cuentas de nada. En silencio, un día ya no están más. Ni hablar de los candidatos que prometen una cosa y, cuando llegan al poder, hacen otra. Tu lo sabes igual que yo. Presidentes, congresistas, alcaldes, gobernadores, consejeros, regidores, Prefectos, subprefectos ¡Todos!
— No creo que estés exagerando. Cuéntame de dos para tener claro el asunto.
— Ya te lo dije; los primeros que sucumbieron ante el poder del dinero fueron los presidentes. ¡Todos! En segundo lugar están los del Poder Judicial; luego los Congresistas. Lo estamos viendo. Cómo cambian de un partido a otro, cómo se prestan para votar a favor de exonerar impuestos a grandes transnacionales. Venden su voto y todos saben lo que hacen, no es que sean inocentes, lo saben.
Esta es una mafia que se ha enquistado en nuestra sociedad desde 1990, con el llamado chinito. Empresas que sobornan y candidatos que cambian. Todo bien calculado. Es muy triste lo que viene pasando. Si no te sometes llegan las amenazas, la criminalización de la protesta, los amedrentamientos, las persecuciones, detenciones arbitrarias, las calumnias y finalmente la cárcel o la muerte.
— Tienes toda la razón. ¿Entonces? ¿Qué hacer?
— Los que nos metemos en esto tenemos que saber todo lo que pasó y pasa en nuestra sociedad. Existe gente sana que exige un cambio. No hay que defraudar a nuestro pueblo. Nada se puede ocultar bajo el sol.
— Háblame de los que fueron asesinados y que sus casos quedaron impunes.
Lipa inició un relato trágico, increíble. Casos de asesinatos; uno a uno, incluso, desde antes que se iniciara la lucha y que la prensa y el poder judicial no investigaron, por el contrario, callaron. Muertes que han quedado con su dolor, regadas por el camino como la pena del pobre. Muertes que, seguramente, algún día, sostendrán diálogos recónditos, dolorosísimos, con los espíritu de sus autores.
— El compañero Francisco, por ejemplo, el que quiso postular a presidente de rondas y estaba tratando de organizarlas como Federación Rondera, porque la vió entregada a intereses subalternos, luego que sus líderes participaran de un evento minero (pasantía) del que, notoriamente, regresaron cambiados, contrarios a la esencia para la que fue creada: el cuidado de su territorio. Pancho —repito— era un insobornable líder de las rondas campesinas, y una mañana apareció muerto en una acequia. Nadie de las autoridades de aquel tiempo investigó nada.
— Tartán, otro líder fiel a su pueblo, discusiones más, discusiones menos con sus familiares, fue otro compa que apareció muerto en el valle llanguatino. Ni la policía, ni el poder judicial dijo esta boca es mía. Dos casos que sucedieron en diferentes años. Pero lo que mas conmovió a la sociedad fue el asesinato de Esteban Machuca; un joven agricultor que llegaba, en su mulo bayo, desde Ucuncha.
Sí, desde el Marañón. Atrás le seguía una hermosa yegua para menguar el trabajo del mulo. Esteban Machuca era muy conocido al igual que sus animales.
Todos sabían de su amor por sus bestias de carga. "Son mis segundos amores" —decía, acariciando a sus dos animales que entendían claramente el mensaje. Esteban Machuca los quería, más que a él mismo; se deshacía por ellos y cuando se trataba de alimentarlos y faltaba, en la ciudad, el dinero para el forraje, eran sus engreídos los primeros en saciar su hambre, él podía esperar. Igual pasaba con los pájaros, los árboles y campos, Esteban Machuca, sabía que ellos entienden cuando uno les habla y los trata como si fueran uno mismo. Les silbaba las mas hermosas canciones, hasta bromas les hacía; según decía para que rían; porque, afirmaba, las plantas también ríen, entienden. En fin, así vivía: en armonía con la naturaleza, era feliz.
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— ¿Qué esperamos? —preguntó Artemio, cansado de caminar entre cerros y quebradas.
Marciano Abanto lo calló llevando el índice derecho a los labios.
— No te preocupes —le dijo—. ¿No escuchas tararear una canción? Es él. ¿Te acuerdas del que te hablé? Por eso estamos aquí. Hoy nos tendrá que pagar todo. Es un asunto pendiente por el que recibiremos buena lana. Y este más fácil porque lleva los ahorros de su vida en los lomos de sus animales.
— ¿Ahora? ¿Cómo se te ocurre? Nos demoraremos mucho. Tenemos que cruzar el río y largarnos de una vez.
— Todo está arreglado. No te preocupes. De lo contrario, con qué crees que nos mantendremos todos estos días y, además, no es poco, nos sobrará para estar en Lima. Ya lo verás.
— Si no hubiera escuchado tu conversación con el principal, no te creería. No nos queda más que tener paciencia. Cumplimos este encargo y nos vamos. Nadie nos debe ver por estos lugares.
— Resolvemos esto y nos largamos —Esteban también se sentía cansado pero le preocupaba dejar cabos sueltos y compromisos por cumplir. El camino era largo y, por experiencia había aprendido, las cosas tenían que quedar las zanjadas.
Tras una lomita colorada, cerca a un ralo bosque de eucalitos, en un recodo del camino, dió la vuelta Esteban Machuca y sus animales. Marciano Abanto ya los había visto y escuchado: en el silencio del campo, de cerro a cerro, el avanzar de las acémilas y la voz de los campesinos se escuchan nítidos.
— ¿Como estás, Esteban Machuca? —preguntó Marciano Abanto.
Era un hombre viejo, de barba y pelo grises, un poco pesado y colorado por el sol. Robusto como casi todos los hombres que trotan caminos y chaquinianes.
El campesino movió la cabeza, indiferente. Ni bien ni mal, quiso decir con ese gesto.
— Tú nunca te callas, me conoces y te conozco. Deja los gestos para los que no saben quién eres —era una invitación directa, sin medias tintas.
— Para los amigos, con mucho gusto me detengo —respondió Esteban Machuca. Su voz era gruesa como su cuerpo y parsimoniosa como su andar. Detuvo el mulo.
— Soooo, está bien, está bien —dijo cariñando, con la palma de su mano, el largo cuello del mulo.
La yegua que venía atrás también se detuvo.
Esteban Machuca lo reconoció al instante, su cara nunca la pudo olvidar. Marciano Abanto era un operador minero, un delincuente acusado de varios delitos, que se prestaba para todo si ganar de dinero se trataba.
En los campos y montañas, en esos días, podías dormir tranquilo sin preocuparte por picaduras de insectos, arañas o mordeduras de serpientes: un poco de fuego y los auyuentas. Sin embargo, por estos mismos caminos, es al hombre extraño al que hay que temer, no importa que vista de policía o autoridad alguna. La ambición por el oro ha convertido en fieras salvajes a muchos de ellos. Son pocos, pero se prestan para todo.
Muchas veces, bajando por esas quebradas y montes, don Esteban, se preguntaba solitario: ¿Cómo llegará mi muerte? Su respuesta siempre fueron las palabras vejez y tristeza; lo acompañarán — imaginaba—, por su soledad, hasta la llegada del suspiro final. Pero pensaba, más le preocupaba sus animales. Qué pasará con ellos si llegarían aquellos momentos? —se preguntaba.
Los animales comenzaron a pastar.
Artemio, se hizo el desentendido observándolos; mientras, Marciano Abanto, empezó a burlarse del viejo.
— Tú, ¿quieres a tus animales? —le preguntó.
El viejo ni pestañeó.
Marciano Abanto pensó encontrar miedo en el semblante del anciano. Nada. Esteban Machuca guardaba la calma. Al bandido, acostumbrado al temor de sus víctimas, le molestó la reacción del campesino.
De pronto, se escucharon tres balazos que sorprendieron Esteban Machuca e, incluso, al mismo Marciano Abanto.
Era Artemio el que había apretado el gatillo de su revólver. Fueron tres certeros disparos los que acabaron con la vida de los dos animales. Al mulo le bastó con uno que le atravesó los parietales y al otro tuvo que darle un tiro más en la cabeza.
— ¡Cobarde! ¡Eres un cobarde! —Esteban corrió y arrodilló ante sus "hermanos", lloró.
Marciano Abanto, aprovechó este momento de descuido, para de una vez, terminar con la vida de Esteban Machuca, disparándole seis tiros por la espalda.
El viejo quiso mirar a los ojos de su verdugo, pero ya no pudo. Cayó y abrazando a su mulo, compañero de toda la vida, exhaló el último suspiro.
—¡Así mueren los socios de los antimineros, de los antitodo! — gritó Marciano Abanto.
Artemio y Marciano, acostumbrados a estos "quehaceres", escondieron sus armas entre sus ropas.
—¡Tu que te "llevaste" a los animales! —gritó Marciano, apuntando con su revólver a su compañero—. Llévate lo que tienen sus alforjas! —le dijo—. Yo me llevo lo que hay en sus bolsillos y billetera.
—¿Y que hay en sus bolsillos? —preguntó Artemio.
— Eso no te importa —contestó Marciano.
Iban a empezar la huída: dos disparos la interrumpieron, dos balazos que nacieron de la ambición que anidaba en los corazones de ambos sujetos que, segundos antes, se consideraban amigos.
Las autoridades, que llegaron, luego de 24 horas, informaron que, al no encontrar dinero o algo de valor en el lugar de la tragedia, que fue un tercer individuo el que había, finalmente, apretado el gatillo.
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* José Luis Aliaga Pereira es comunicador y escritor cajamarquino. Es autor del libro “Grama Arisca, cuentos, relatos y anécdotas” y el cuento largo “El milagroso Taita Ishico”. Próximamente publicará "El cazador de viudas frescas y otros cuentos".
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Foto: Agencia Andina
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