Por Efraín Jaramillo Jaramillo*
11 de marzo, 2015.- A pesar de la estela de ilegitimidad que dejan tras de sí los gobiernos de Colombia y la poca credibilidad de la clase dirigente del país, los partidos políticos y movimientos sociales progresistas no han logrado conquistar el corazón de esa gran masa de marginados y desencantados con las corruptas prácticas políticas de siempre.
No han conseguido por ejemplo que en Colombia se experimenten cambios en las formas de percibir los fenómenos políticos. Y sin cambios en las formas en que los ciudadanos se explican la realidad social, serán estériles los esfuerzos por construir una nueva hegemonía. De la Antropología hemos aprendido que las personas no actúan de acuerdo a como se presenta la realidad política, sino de acuerdo a la forma como la perciben, es decir, a la explicación que esas personas se dan sobre los acontecimientos políticos. Y esa lectura que hacen de esos acontecimientos, la definen los horizontes culturales y simbólicos en los cuales las personas están inmersas.
“Ser uno con todo, esa es la vida de la divinidad, ese es el cielo del hombre. Ser uno con todo lo viviente, volver en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza”. F. Hölderlin |
La política sería la forma de interpretar los acontecimientos sociales a partir de una nueva lectura que transforma las explicaciones existentes, con el fin de involucrar a la población en la construcción de una hegemonía. Esto es lo que hace que la política este tan cargada de incertidumbres. En política nadie tiene asegurado nada. Pero hace también que la política sea tan interesante y despierte tantas pasiones. Buenas y malas.
Sin rupturas en los marcos de lo cultural y lo simbólico, que conduzca a que veamos de manera diferente los acontecimientos políticos, es difícil construir una nueva hegemonía que permita a sectores subalternos levantar un escenario para luchar por el poder político. Construir hegemonía sería entonces un proceso de cambio cultural que inspira a las personas a abandonar los parámetros que tienen para percibir los fenómenos políticos y adoptar una nueva lectura de esos acontecimientos. Y aquí es donde surge la pregunta sobre las razones por las cuales en determinados momentos cambiamos de paradigmas o de perspectivas para leer los acontecimientos políticos y comencemos a ver las cosas con otra lente.
Muchas veces los paradigmas comienzan a resquebrajarse por la fuerza de las circunstancias, por el surgimiento de nuevas ideas, o adecuaciones del pensamiento al conocimiento científico. La cuestión agraria en Colombia puede ofrecernos un ejemplo para comprender este fenómeno.
En la época de la movilización campesina por la tierra de finales de los años sesenta del siglo pasado, la consigna programática que empujó la toma de tierras fue “la tierra pa’l que la trabaja”. Este lema ha perdurado hasta nuestros días, pues es un hecho, que en el país hay una alta concentración en la tenencia de la tierra, lo que conduce a que muchas familias campesinas carezcan de ella. Pero el punto es también que en esta consigna subyace además otra idea, y es que habría gente que no tendría derecho a la tierra, pues no la trabaja.
Pero de repente aparece en el horizonte social una gente que nos ofrece una forma distinta de ver la tierra, los pueblos indígenas. Ven otra realidad que esta latente en el concepto tierra y que hace palidecer el viejo paradigma de que sólo tienen derecho a la tierra aquellos que la trabajan. Este nuevo paradigma que comienza lentamente a abrirse paso, surge de la noción de que la tierra es la madre de todo cuanto existe y que por lo tanto debe ser respetada, cuidada y protegida. Este paradigma sugiere entonces que además de ser trabajada, la tierra debe ser conservada y protegida, si se aspira a tener legitimidad sobre su tenencia. Los pueblos indígenas proclaman ser los precursores de este nuevo paradima. Y tienen razón. En parte.
“Generalmente” los pueblos indígenas han mantenido una relación bastante adaptada a los ciclos naturales y a las exigencias ambientales que imponen los espacios de vida que habitan. Esto se debe a que sus sistemas productivos descansan en técnicas adecuadas al medio ambiente. Para que estos sistemas productivos funcionen, los pueblos indígenas requieren de amplios territorios, ocupados de forma dispersa y pautas culturales que respondan a la necesidad de conservar la naturaleza para las siguientes generaciones. Este sistema exige además que no existan diferencias sociales con base en la tenencia de bienes, entre ellos los bienes ambientales.
Colocamos “generalmente” entre comillas, pues la realidad es que este sistema de uso integral de los recursos de un territorio, se ha venido abriendo al sistema de mercado que impone otras reglas y se regula con otros parámetros, en abierta contradicción con sus modelos culturales y en detrimento de la agricultura de pequeña escala, que se realiza en forma de policultivos con rotaciones permanentes, respondiendo a las necesidades de alimentación, vivienda, salud, etc., de las familias. La búsqueda de excedentes en las actividades económicas, en un escenario de escasez de tierras aptas para la agricultura, como se presenta en la zona andina, lleva a una mayor intensidad en el uso de los suelos, a una deforestación de los territorios y a un paulatino agotamiento de los bienes ambientales.
Por su parte, en las zonas selváticas del Pacífico, de la Amazonia y de las llanuras de la Orinoquia, el sistema productivo de los pueblos indígenas, de una ‘horticultura itinerante’ que es complementada por actividades de caza, pesca y recolección, sufre una creciente presión de agentes económicos externos por los recursos naturales. La minería, la explotación de hidrocarburos y la tala de bosques destruye el habitat natural de estos pueblos indígenas. También se instalan allí cientos de miles de familias de colonos que también cazan, pescan y comercializan recursos naturales. Esta presión se hace también sobre los suelos para ganaderías extensivas y cultivos de plantación, incluida la coca.
El agotamiento de sus suelos en unos y la presión externa sobre sus recursos en los otros, vienen resquebrajando los sofisticados códigos de uso y conservación que habían heredado de sus ancestros y que les habían permitido vivir ‘de’ la naturaleza y sobre todo, ‘con’ la naturaleza de sus habitats de forma sostenible por muchas generaciones.
En Colombia, como sucede también en casi todos los países latinoamericanos, los gobiernos se encuentran desarrollando modelos económicos de corte neoliberal, privilegiando la industria extractiva de minerales e hidrocraburos para satisfacer demandas externas de países que experimentan un rápido crecimiento industrial, como China, Corea del Sur y otros países del Sureste asiático. Esto, como todo el mundo conoce, ha provocado un saqueo generalizado de los recursos naturales y bienes ambientales de muchas regiones del país, incluyendo los de los territorios de los pueblos indígenas.
Pero no se trata solo de un saqueo de recursos, inducido por una política que favorece el extractivismo. Se trata de prácticas económicas que están causando estragos en comunidades negras, indígenas y campesinas por los impactos ambientales, económicos y sociales que generan y que auguran ser similares a los causados por la violencia paramilitar para apropiarse de tierras. La diferencia es que esta vez serían ‘desplazados ambientales’, porque sus tierras, dadas en concesión para la explotación minera se convierten en paisajes lunares, con aguas contaminadas, suelos devastados y vida silvestre arrasada (¿les dice algo el Casanare?).
En ninguna región pobre de Colombia, se han presentado ‘despegues económicos’ con base en la explotación de sus recursos naturales. Peor aún, las poblaciones se han empobrecido más. El petróleo empobrece (¿Alguien se acuerda de los indígenas de Arauca?). El oro también (Alguien se acuerda de las comunidades negras de Zaragoza en el río Dagua?. Y el carbón también (¿Conoce alguien si las comunidades Wayuu tienen agua potable?). Aquellas regiones con abundantes recursos naturales, con muy pocas excepciones, son hoy pobres.
Esto ha conducido a que el paradigma se actualice, se perfeccione, se ponga a tono con la situación ambiental que vive el país y sus poblaciones: La tierra no debe ser sólo para los que la trabajan, conservan y protegen, sino que la tierra no puede estar en manos de los que la destruyen y crean pobreza a su alrededor.
Crear hegemonía es ir ganando terreno en el marco de lo cultural y lo simbólico, para que las personas comiencen a cambiar de paradigma, identificándose con nuevas lecturas sobre lo que sucede con las tierras del país.
Valdría la pena conocer cómo se está abordando este tema en las conversaciones de la Habana. Sabemos que de parte del gobierno el asunto está ya definido. La locomotora minera sigue. No hay razones para pensar que va a haber un cambio de posición. Pero, y aquí viene la ‘pregunta de Gretchen’: ¿Qué piensan las FARC al respecto?. Pues sabemos que ellas viven en la selva, pero conviven con dragas, motosierras y cultivos de plantación (y no precisamente de banano y palma aceitera) y hacen uso también de cianuro, mercurio para el oro y utilizan acido sulfúrico y otros insumos tóxicos para sus cultivos de plantación. Y de nuevo Gretchen arremete: ¿Cómo se imaginan las FARC que funcionarán ambientalmente las Zonas Reserva Campesina?. Esas zonas de propiedad colectiva que exigen para redimir a la población campesina de la explotación capitalista y depredadora de los recursos naturales, que viene destruyendo de forma irreversible la naturaleza.
Toribío, marzo de 2015
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* Efraín Jaramillo Jaramillo es antropólogo colombiano, director del Colectivo de Trabajo Jenzerá, grupo interdisciplinario e interétncreadoico a finales del siglo pasado para luchar por los derechos de los embera katío, vulnerados por la empresa Urra S.A. El nombre Jenzerá, que en lengua embera significa hormiga, fue dado al colectivo por el desaparecido Kimy Pernía.
Comentarios
Gracias Efrain por el artículo.
Todavía recuerdo con tristeza lo que vos decís (en la consigna "la tierra pal que la trabaja" "subyace además otra idea, y es que habría gente que no tendría derecho a la tierra, pues no la trabaja"). Esto le dio pie a los colonos para ocupar la reserva indígena Kofán en el Putumayo, reduciendo dicha reserva a menos de la tercera parte, tercio sobre el que luego atravesó la cerretera para el puente de San Miguel.
un abrazo,
luis javier
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