Por Gisella Evangelisti*
“En 1988 fui con mi grupo ucraniano de bailes folclóricos a Grecia, para un encuentro internacional de danzas. Teníamos vestidos bordados de flores, y fue un triunfo de juventud y colores. No podíamos imaginar, en Ucrania o Grecia, que nuestros países hubieran tenido que vivir, treinta años después, momentos tan duros".
Anna Paroviak, 42 años, ucraniana, habla con una expresión orgullosa, casi dura en sus ojos azules, las manos enrojecidas por los detergentes, cuando comienza a contarme cómo su historia personal, con la h minúscula, se ha mezclado con la Historia grande, la de h mayúscula, de revoluciones, caídas de imperios, hambrunas y resurrecciones, en el país que, siendo el corazón geográfico de Europa, se ha encontrado en el cruce de los opuestos intereses económicos, culturales y religiosos de las grandes potencias. Ucrania es un país grande, es dos veces Italia, con solo 46 millones de habitantes, e inmensas planicies tan fértiles que Hitler hacía amontonar las tierras que podían caber en trenes para llevárselas a Alemania.
Anna es una de las millares de mujeres rubias y tituladas que se han movido en bus desde uno de los países del Este europeo, adaptándose a recoger manzanas, lavar letrinas o (con suerte), cuidar de ancianos o niños en los países “ricos” del Oeste de Europa, teniendo que olvidarse de sus títulos de abogacía o medicina, prácticamente no reconocidos en el Oeste. Pero no siempre fueron pobres.
“Fui muy feliz de niña”, cuenta Anna. “Crecí en un kolkoz de un pueblo cercano a la frontera con Polonia, pastando vacas, y riendo con mis hermanos. Ellos eran mayores que yo, y tenían sus tareas domésticas por hacer, sin importar si eramos hombres o mujeres: la cocina, los animales, la colada. Si alguien no las cumplía como era debido, podías oír los gritos de mi mamá desde la casa de los vecinos. A mí me tocaba pastar las vacas pues era la más pequeña, y me encantaban los animales".
El kolkoz era una gran extensión de tierras colectivas, en que se trabajaba pagados en dinero o en especies, y a parte de eso, cada familia tenía su parcela, su huerta y sus animales. Todos, chicos y chicas, teníamos que estudiar para un trabajo intelectual o manual, preparándonos para ser útiles a la sociedad. No eramos ricos pero no nos faltaba nada, desde los alimentos, los estudios, los chequeos dentales anuales, (de los que me escabullía), y mucho deporte. Estudié historia y derecho en la universidad, y mi propósito era volverme una dirigente escolar.
En los libros de historia leí que en Ucrania, integrada a Rusia en 1922, (después de una guerra civil tras la cual fue dividida de Polonia) hubo una gran carestía en 1932, que provocó la muerte de una multitud de personas. Lo que no contaban los libros fue que, al contrario, había alimentos suficientes para todos, pero Stalin los retiró para doblegar el pueblo ucraniano contrario a la colectivización de las tierras. Así, murieron de hambre diez (digo: DIEZ) millones de personas, un día tras otro, una familia tras otra. Fue el Holodomor. Una anciana sobreviviente a esos tristes años, nos contó que yendo a visitar una familia amiga donde un niño había muerto de hambre, vio como al día siguiente estaban cocinando sus restos para tratar que sobrevivieran los demás hijos. Otros 6 millones de personas fallecieron durante la segunda guerra mundial, cuando los ucranianos combatieron algunos al lado de la Armada Roja, y otros, una minoría, al lado de la Wermacht de Hitler.
En 1937 la colectivización había llegado también a mi pueblo, en la frontera con Polonia. El padre de mi mamá, un noble polaco, no quiso entregar sus tierras gratuitamente al gobierno ruso y fue fusilado. Mi mamá creció sin padres, adoptada por una vecina, y aprendió a defenderse y organizar la familia como si fuera un cuartel. No teníamos mimos ni ternura, pero la estimábamos y respetábamos. Mi mamá me decía siempre: “Que ningún hombre te pegue, hija. Si se lo dejas hacer una vez estás perdida, siempre lo hará”. Y, por orgullo, no quería que aceptáramos por regalo ni un caramelo.
Así crecí, espigada y rubia como nuestro grano, y dura como un soldado en primera linea. Lo único que me molestó en mi juventud fue el miedo obsesivo que nos metían las autoridades contra Estados Unidos, que, según nos decían, de un momento a otro podían presionar el botón de las bombas atómicas y en pocos segundos pulverizarnos. Por eso había que armarse, construyendo bombas tras bombas. Y tú me dices que en esos mismos años, los Ochenta, en esta misma bellísima plaza donde estamos conversando, las asociaciones pacifistas italianas se manifestaban contra las armas nucleares, quemando simbólicamente cohetes de papel cartón, y danzando alrededor del fuego. Esta paranoia de la posible guerra atómica entre Este y Oeste, la Guerra Fría, fue lo único que enturbió mis sueños en la juventud. A veces tenía pesadillas. ¿Hubiera llegado el mañana? Pero, por suerte, nunca vimos en el cielo el maldito hongo atómico. Más bien, en abril del 1986, un espantoso desastre en la central nuclear de Chernobyl esparció en el aire tanta radioactividad como 500 bombas de Hiroshima. Hubo 56 muertos y millares de enfermos.
Cada mañana, a pesar de todo, el sol seguía levantándose. Así, me volqué con toda mi energía a la carrera de profesora. Teníamos que investigar las mejores metodologías para llevar adelante niños y niñas de diferentes talentos. A veces me pasaba noches estudiando. Quería llegar a ser una buena dirigente didáctica. Me casé con un chico atractivo, que estudiaba ciencias, pero a diferencia de mí, no tenía agallas suficientes para superarlas dificultades, y por eso tuve que cargármelo en las espaldas también físicamente, cuando comenzó a tomar alcohol. Y ya teníamos una niña.
De repente, en 1989 llegó la caída del Muro de Berlín y en los años siguientes la Unión Soviética se desintegró. Ucrania obtuvo la independencia en 1991. ¿Hubiéramos sido más felices y libres? Nos preguntamos. No fue así, en absoluto. Con la caída del Muro se derrumbó también nuestra economía. Había que cambiar todo el sistema económico, privatizando de nuevo las tierras, las fábricas, y apostando a una mayor producción de gas y petróleo. No fue fácil. Nuestros productos tradicionales, como grano, lino, acero, entre otros, fueron vendidos como siempre, pero los capitales, fueron reinvertidos en otras partes: los almacenes se quedaron vacíos, la producción cayó, mientras los precios subían y subían. Hubo una inflación de más del 10.000 %. Pagar un Kg. de queso el correspondiente de 7 euros mientras ganabas unos 50 euros mensuales, significaba hambre. ¿Qué hacer? Nos ingeniamos con mil estrategias. Quien producía leche podía intercambiarlo con aceite, o con pan, pero quien no tenía productos por vender aprendió a querer recibir coimas para integrar sus escasísimos sueldos: el maestro las pedía a los padres, pero a su vez tenía que pagar algo al director de la escuela, y éste a los dirigentes escolares superiores, en una cadena sin fin. Se armó entonces todo un sistema corrupto, perdiendo de vista el bien común, pues se trataba solo de sobrevivir. Mientras tanto, unas pocas familias se enriquecieron de manera descomunal, con los contratos de gas o la especulación financiera. El presidente (re) elegido en 2010, Viktor Yanukovith, (que en su juventud fue miembro de una banda criminal, entró en el Partido Comunista en 1980 gracias a documentos falsos, hizo fraude electoral en 2004, y otras amenidades), tenía hasta hace poco en su mansión un garaje con auto del valor de 2 millones de dólares, un helipuerto, un zoo, un galeón, hasta sanitarios de oro, mientras el pueblo se debatía en la penuria.
A no tener lujos estábamos acostumbrados, pero cuando no supe como comprar zapatos a mi hija, y comenzaba a nevar (sobre mi país capaz de construir trenes, misiles y naves espaciales), me dije “basta”. Justo cuando fui nombrada dirigente didáctica, y hubiera tenido que entrar a ser parte del sistema de coimas, decidí intentar la suerte, con mis cuatro idiomas, migrando a Alemania. Dejé mi hija a una vieja tía, pero el contrato en Alemania duró poco, y allí, si te encuentran ilegal, al día siguiente vas a la cárcel. Por eso me fui en bus a Italia del sur, donde mi esposo había ido como peón para recoger naranjas. Yo confeccionaba cajas. El impacto con el machismo del pueblo de Rossano Calabro fue muy fuerte. Si un hombre me ofrecía un café frente a otros hombres, significaba que yo estaba disponible para la cama, y los hombres se reían entre ellos. Así, cuando uno me lo ofreció, a la “rubia extranjera”, respondí que se lo tragara él, yo podía ofrecerle dos.
En una escuela de Venecia hablé a los estudiantes sobre cómo nos sentimos las mujeres de países del Este europeo, como Ucrania o Rumanía, que, olvidándose de su profesionalidad, se sacrifican por años viviendo en un país extranjero, lavando letrinas, o (de tener suerte) cuidando a niños o ancianos, con tal de hacer estudiar a los hijos e hijas. Y les dije que, si pensaban que yo les robara el trabajo, les devolvía las letrinas que limpiaba. Chicos y chicas me miraron sorprendidos, y después de unos instantes de silencio, vinieron a estrecharme la mano. Reconozco que en Italia no hay esta corrupción generalizada que veo en mi país. Si conoces las leyes, las reclamas y te respetan. La corrupción en Italia, está más enquistada en grupos de poder como ciertos políticos, banqueros, grandes empresarios, mafias, en una palabra, “la casta”.
Imagen: Periodismo Humano: http://periodismohumano.com
Y ahora, la revolución en la plaza Maidánde Kiev. La gente ha bajado a la calle porque, a pesar de la reactivación económica de los últimos años, falta trabajo y pan. Y democracia, mientras abunda la corrupción. El país está al borde de la bancarrota. El presidente Yanukovich suspendió un acuerdo de asociación con la Unión Europea, diciendo que no era favorable a Ucrania. Haciendo las cuentas, tenía algo de razón. La Unión Europea propuso a Ucrania, en el acuerdo del noviembre del 2013, 160 millones de euro al año por cinco años, y condiciones desfavorables para las exportaciones ucranianas; Rusia, en cambio, entregó tres billones de dólares de los 15 prometidos, el resto lo congeló por las protestas. Pero la gente estaba harta de ser pobre mientras una “casta” (incluyendo la señora Timoshenko, protagonista de la “revolución naranja” del 2005) prosperaba gracias a los recursos del país, y siguió bajando a la calle a protestar. También los pobres juntaron lo poco que tenían en casa, alimentos, dinero, medicinas, para apoyar los manifestantes. El comité de lucha organizaba los turnos para quien tenía que pasar la noche en la plaza, en febrero, con temperaturas que podían llegar a los veinte bajo cero. Yanukovich irritó el pueblo promulgando leyes anti-protesta permitiendo el uso de armas de fuego a la fuerza pública. En los enfrentamientos con la policía, los “berkut”, murió un centenar de personas. Aunque yo viva en Italia, no podía dejar de pensar en esta plaza, hasta me sentí en culpa por no poder estar allí. Vivo “aquí”, y pienso “allá”.
Yanukovich fue declarado decaído, y desapareció del mapa. Solo de momento, como vimos después. La gente, en la plaza Maidán, se reunió en asamblea para definir cómo tenían que ser los futuros políticos: que no fueran corruptos, que no hubieran violado los derechos humanos, que no estuvieran entre los 100 más ricos del país … Un sueño, ¿no? ¿Cuántos países pueden decir lo mismo?”
Contradicciones, por cierto, no faltan en la revolución de Kiev. En la plaza, favorables a asociarse a la Unión Europea, hay también fuerzas filo nazi, proteccionistas y racistas (sobre todo contra rusos y hebreos), como el partido “Svoboda”, (Libertad), que tiene más del 10% de los votos, o “Pravyi sector” (Sector Derecha), que exalta un “héroe” de los años Treinta, Stepan Bandera, que colaboró con Hitler. Esto da escalofríos a la Unión Europea, que nació después de la segunda guerra mundial (desencadenada por Hitler y terminada en un baño de sangre con 56 millones de muertos), justo con el propósito de superar los nacionalismos, terminar de una vez con las guerras, y fundar una convivencia basada en la democracia y el bienestar social.
Lamentablemente, en tiempo de crisis, han resurgido en varios países europeos movimientos ultra derechistas que acusan a “los de afuera” de traer pobreza y delincuencia, en vez de preguntarse por qué “los de adentro” no saben gobernar bien, y si es justo un sistema económico que produce el desempleo de millones de personas.
Ucrania es un país complejo, con muchas etnias, que hasta ahora han convivido sin demasiados problemas: los ucranianos son el 77% de la población, seguidos por rusos, (un quinto de la población), bielorusos, tártaros (musulmanes), hebreos, moldavos, rumanos. Tiene también tres iglesias ortodoxas, rivales entre ellas, y otras religiones. En el país se habla ucraniano y ruso.
Después de las protestas en la plaza Maidán, Janukovich se refugió en Rusia, que sigue considerándolo legítimo presidente, aunque ya “quemado”. Pero hay razones geopolíticas: Rusia quiere una unión económica euroasiática, que no puede hacer sin Ucrania, que es el segundo país industrial de la ex URSS. Y no le agrada que una de sus ex repúblicas se afilien a la Alianza Atlántica, (OTAN), su eterna rival de la Guerra Fría, que llegaría a sus fronteras. ero, después de la caída del Muro de Berlín y la desaparición del “peligro comunista” ¿no habíamos llegado a una distensión entre las potencias, rebajando el número de las armas nucleares?
Mientras tanto, los rusos han enviado tanques, misiles y tropas para proteger su flota en Sebastopolis, un puerto de la Crimea, en el Mar Negro, que tienen alquilado por muchos años más, y favorecer la secesión de Crimea de Ucrania. Hay que decir que Crimea fue regalada a Ucrania en 1954, por el premier ruso de ese entonces, Krushev, al parecer, después de haber tomado más copas de lo debido. Crimea está poblada por rusos, y su Parlamento ha avisado que quiere integrarse a Rusia. Por otro lado el nuevo presidente de Ucrania, para no perder Crimea, se dice dispuesto a la guerra civil.
Obama (¿qué pintan Estados Unidos aquí? Ah ya, la OTAN, y no solo…) truena que “los rusos están del lado equivocado de la Historia”, Putin responde que tampoco Estados Unidos pueden considerarse los Justos del Planeta, con tantas guerras ilegitimas que han desencadenado (como la de Iraq, por ejemplo). En este juego de espejos, la tensión internacional ha subido a mil. “El riesgo que pueda explotar una guerra mundial hacer revivir las pesadillas de mi juventud”, confiesa Anna. Ahora está reunido el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, (15 estados miembros) para encontrar posibles salidas a la crisis.
Pero el nudo del conflicto está en la energía. Por Ucrania pasa el gas ruso hacia la Unión Europea, y esto es una tremenda arma geopolítica, pues Rusia podría decidir cerrar los grifos a Europa, poniéndola en dificultad. A la vez, Ucrania es un enorme terreno de exploración de shale gas, el gas producido con la controvertida tecnología de fracking, promovida por Estados Unidos. Contratos millonarios de coproducción de este tipo de gas han sido firmados en noviembre pasado con Chevron y Shell, según fuentes de Conservative Home, esquivando el tema ambiental. En el Este todavía el modelo energético se basa en carbón y gas.
“La situación es muy complicada”, sigue Anna. “El FMI propone un préstamo para evitar la bancarrota de nuestra Ucrania… estos préstamos que pueden asfixiarte, como a Grecia. Peor aún, sería que explotara una guerra entre Este y Oeste, pues en una guerra todos perderíamos. Espero que prevalezca la razón. Las tres iglesias ortodoxas del país, rivales entre ellas, ahora rezan juntas por la paz. Unos equipos de fútbol formados por hinchas de dos equipos famosos, el Dynamo Kiev, filo occidental, y el Sahaktar Donetsk, filo ruso, han jugado en estos días un partido amistoso en el estadio vacío de Kiev, y al final se han abrazado, para dar una señal de paz a los políticos. Yo, ciudadana de a pie, no quiero más violencia, ni que mi país se divida en dos o tres. Pido, y pedimos, solo trabajo y dignidad. ¿Pedimos la luna?”.
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*Gisella Evangelisti es escritora y antropóloga italiana. Nació en Cerdeña, Italia, estudió letras en Pisa, antropología en Lima y mediación de conflictos en Barcelona. Trabajó veinte años en la Cooperación Internacional en el Perú, como representante de oenegés italianas y consultora del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF, en inglés) en países latinoamericanos. Es autora de la novela “Mariposas Rojas”.
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