Por Dina Ananco*
Un miércoles a la una de la mañana el aire refresca los poros de mi piel retocando cada curva de las heridas abiertas.
La luna, resplandeciente, cubre el camino de los transeúntes. El camino despejado, intrigante y a la vez hermoso se abre de par en par ante la mirada del desconocido que juguetea en los racimos del aguaje.
Yo, como de costumbre, venía de visita. Mi amada vive en la esquina de la comunidad. Sus padres nunca aprobaron nuestro amor por dos razones: primero porque aspiraban para ella un hombre con cualidades muy elevadas y segundo no tenían una buena relación con mis padres porque años atrás tuvieron una disputa muy fuerte el día de las elecciones. Mi propio padre se oponía a la relación porque mi amada había tenido una vida furtiva cuando era adolescente mientras yo me encontraba estudiando fuera de la comunidad.
Todos los jóvenes hacemos esto, lo sé porque he confirmado esto conversando, en muchas ocasiones, con mis amigos y primos. La noche es una maravilla porque se complementa con la luna y son nuestra guía para emprender los deseos.
Se escucha el ronquido de los viejos. Se oyen los ladridos de los perros en cada puerta rota de la casita de algún comunero. Estamos cerca de la casa de mi primo que queda al lado del colegio.
Hace mucho un primo me contó que en el colegio, sobre todo en las noches, las almas celebran sus fiestas. Viven en la escuela, siempre ordenan las carpetas después del banquete y con frecuencia organizan fiestas en las aulas y si te ven por ahí te matan, así de simple. También dicen que estas almas no caminan sino vuelan. Son almas sonrientes que coquetean a sus novios ebrios que descansan desprevenidamente en cada esquina de las aulas.
Cerca de la casa del papá de mi enamorada, porque él tiene otra mujer y con ella cinco hijos, vi a una mujer muy hermosa sentada en el tronco del caimito. Llevaba puesta un vestido largo y blancuzco parecida a una chaqueta, esos que se ponen los doctores que pasan el tiempo enamorando a las enfermeras y a nuestras mujeres en la posta, igualito. Mi corazón latía seguidito y era incontrolable, mi piel se puso como de la gallina pelada. Las ganas de gritar fue cada vez más intensa pero era inútil porque mi boca y mis labios se me habían entorpecido. Sentía tiesa la lengua. Esto es una pesadilla pensé.
Fue impresionante cuando intenté moverme, asustado, sin fuerzas, mis ojos dieron con cinco personas vestidas de blanco que se deslizaban en las ramas de los caimitos. Comprendí que no eran las aves que picoteaban los frutos de los aguajes y los caimitos; porque una mañana oí a Juanita decir que las aves habían arrojado las frutas mientras llevaba a la casa los canastos llenos de agua También murmuraba a menudo que eran los murciélagos que mordisqueaban las frutas y pasaba el día maldiciendo a los desventurados mamíferos.
Los desconocidos bajaron del árbol y se dirigieron hacia la escuela. Al fin pude estirar la pierna y corrí al principio despacio y luego con más fuerza como si alguien me siguiera. Cuando faltaban unos pasos para llegar a mi casa me crucé en el camino con una jovencita que quien sabe qué andaría haciendo a esa hora. Pálida y nerviosa me abrazó y lloró sin consuelo y sí, lloramos juntos sin percibir la existencia de aquel sujeto.
Pasado unos segundos la joven dijo:
Me están persiguiendo, son ellos, viven en la planta del mango, me quieren matar, me van a matar -gritaba la pobrecita.
La tomé de la mano y nos sentamos en la esquina del camino. Fue entonces que vimos la silueta de una mujer blanca y agraciada, con un manto blanco y deslumbrante. Con la mirada fija al río avanzaba con paso lento hacia nosotros. Nos miramos y coincidimos que nos buscaba a nosotros. La desconocida se detuvo como quien tropieza con algún conocido de hace muchos años y nos dirigió la mirada. Fue increíble. Mis abuelos siempre me contaban que el alma nunca descubre su rostro, pero ella quiso mostrar su belleza singular; en su semblante terrorífico emanaba una sonrisa fulminante como los rayos del sol al mediodía. Nos cegó la vista y de repente caímos desvanecidos sintiendo tan solo el latido de nuestros corazones.
La mujer nos dijo al oído:
Las noches son nuestra luz. Si otra vez los veo pasar por este camino les mato a los dos o cualquiera que interrumpa nuestra fiesta. Mírame, soy yo, tu novia y vivo en este mango, es mi casa, mi hijo también vive conmigo pero duerme con su padre.
No recuerdo cómo llegué a mi casa. Pero apestaba a pura mierda. Mi ropa desgarrada y unas heridas profundas me imposibilitaban levantar las piernas. Por un momento creí que aquella desconocida con figura misteriosa había disfrutado a su manera de mi febril cuerpo en los ensueños fantasmales. Sí, es una pesadilla, no puede ser mi novia –pensé.
Llevo cinco meses y nunca he vuelto a caminar de madrugada. Mi novia murió hace poco, mi hijo está hospitalizado, el doctorcito me acaba de confirmar que necesita un transplante del corazón. No, no sería capaz de tener a mi hijo con el corazón de un desconocido y prefiero contarle la verdad, a través de esta carta que le preparé con la ayuda de mi primo, que su madre le espera. Espero que mi primo haya pintado todo lo que dije sin dejar escapar ningún detalle.
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* Dina Ananco es awajún wampís. Egresada en Literatura (UNMSM). Escribe poemas y cuentos. Trabaja en Servindi.
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