"Lo bueno del rugido de la Mama Tungurahua es que ahora el gobierno y los periodistas saben que aquí hay pobreza", me comenta Dolores en la comunidad El Santuario mientras escuchamos los quejidos del volcán, semejantes al rugido de un animal herido en el que se mezclan el dolor y la rabia.
No es un ruido aterrador como dicen algunos periodistas, es un ruido de mucho respeto, parece un llamado de atención. "Es un ruido de mucho dolor por ella, por nuestras tierras sequitas y flaquitas, por nuestros cuycitos, nuestras gallinas, por nosotros que nos mantenemos en pie", asegura Dolores, luego mira hacia el volcán, acaricia el perro flaco que se le acerca y agrega:
"Aquí los únicos que estamos firmes somos nosotros y la cebolla. Nosotros que resistimos desde hace 500 años y debemos seguir viviendo con volcán o sin volcán, y la cebolla que también es fuerte y resiste a la tierra sin agua, al frío, a la ceniza, al cascajo y a los tiros de la Mama Tungurahua que cada tiempo le habla a las autoridades por el olvido".
La voz de Dolores conmueve por su sabiduría, sabe que ni ella ni la mayoría de las familias de esta comunidad se van a ir a vivir a alguno de los refugios improvisados porque está es su tierra, perdida y encontrada en este rincón del Ecuador olvidado como tantos otros. "Aquí estamos y cuando mi hijo me vino a decir que le habían dado la llave de un cuarto para que se vaya con la familia a Quero a protegerse, le dije que no me movía de aquí, y también sus hijas le dijeron que no se movían de aquí. La tierra se mueve pero nosotros y la cebolla estamos firmes", señala Dolores casi en el mismo momento en que un hongo de
ceniza sube hacia el cielo desde el volcán y el rugido se apaga por algunos segundos.
Sus ojos marrones parecen haber vivido todas historias de la Mamá Tungurahua. Su voz transmite calma, su tranquilidad parece de otro lugar. Algunos curiosos nacionales y extranjeros que se animaron a subir hasta aquí, llegan para "observar al volcán y su gente" como si se tratara de un espectáculo, y estuvieran viviendo una de aquellas viejas películas de Hollywood en las que explotaba un volcán y la pareja de protagonistas se salvaba corriendo río abajo mientras los nativos que los perseguían eran absorbidos por la lava. Alcanzo a decirles que este no es un espectáculo. Algunos entienden, otros se sonríen.
A pocos metros Dioselinda junto a sus hijos de uno, tres y cuatro años, dice que ella no tiene miedo porque conoce al volcán como si fuese un abuelo que a veces les cuenta de su historia y otras veces les rezonga, "pero los guaguas en la noche lloran cuando ruge así... como ahora". Sus ojos serenos y tristes observan las gran nube gris que sube y que tal vez en poco tiempo estará desparramando su ceniza por la zona.
"El otro día cuando el volcán dio el tiro, el cascajo y la candela cayeron hasta aquí y tuvimos que correr a cubrirnos en la casa. También cogimos a los cuyes y los llevamos adentro. Hay que tapar a los animales. Fue como un cañonazo que hizo doler hasta las orejas, pero pasó. Todo pasa...", comenta y mira a su hijos. Los niños observan extrañados alrededor de su madre, se sonríen como si todo se tratara de un cuento. Nunca más que inocente, nunca menos...
El gris se apodera del paisaje, de los animales, de los cultivos, de las casas. A lo lejos hacia la derecha del Tungurahua el blanco de la cumbre de un nevado es el único color vivo, diferente. A cincuenta metros una señora da algunas sobras de comida a dos cerdos que permanecen atados a un palo pero se mueven nerviosos ante el grito del volcán y el temblor que provoca. Más acá Angel dice que lo peor es no tener con qué alimentar y como proteger a los animales que sirven de sustento. "Siempre tenemos poco, pero ahora tenemos menos", asegura con cierto pesar pero sin pedir consuelo. Ningún comentario se parece a una queja. Nadie pide que las autoridades lleguen con
limosnas. No creen en la autoridades, creen en su propio camino, aunque este se tiña de gris como ahora y como tantas veces. Como cuando no tiene créditos ni ayuda gubernamental para producir. Como cuando no tienen agua para sus cultivos ni médicos para pelear contra las enfermedades. Como cuando la educación no llega, y solo se encuentra en el discurso distante. Como cuando sobreviven a pesar del olvido de todos.
Como siempre.
Aquí están, como salidos del cráter de un volcán que los hace públicos, que los da a conocer a las autoridades nacionales y a los medios de comunicación,
siempre distantes del país, siempre lejos de la gente.
En Sucúa la desolación es total, gran parte de la gente se marchó. Dejaron todo y no dejaron nada. Aunque eso es mucho cuando es lo único que se tiene. "Ya no tenemos nada. El ganado y las gallinas se han muerto, los cultivos están destrozados ¿De qué vamos a vivir?", comenta José mientras junta algunas ropas antes de irse para un refugio en Pingüe. Allí Isabel de 22 años muestra su dolor por la muerte de Stalin uno de sus hijos de dos años que tuvo una afección cardíaca. Algunos dicen que es consecuencia del rugido del volcán, "de que su corazón tan pequeño no resistió al miedo". Pero su madre niega que su muerte haya sido provocada por el Tungurahua. "No culpen al volcán, mi hijo murió como mueren tantos guaguas, por el abandono en que nos tienen", dice sin derramar una sola lágrima.
Cada comunidad, cada poblado, cada rincón de los afectados por la Mama Tungurahua tiene una historia que no viene de ahora, que no surgió con el repentino interés de los medios de comunicación y de las autoridades nacionales, es una historia semejante a la de muchos rincones de un país desconocido y olvidado, postergado y escondido... con fría conciencia. El otro país, el país real, el de las inmensas mayorías, el país que espera...
Fuente: Quincenario Tintaji Nº 95, Quito, Segunda Quincena de Julio de 2006
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