Por Saúl Bermejo Paredes (Bajo la lupa)
Dicen que los indígenas no entendemos de desarrollo ni de interés colectivo, somos unos irracionales que nos oponemos a la inversión y al desarrollo del país. No obstante, la racionalidad indígena permitió por miles de años convivir armónicamente entre el hombre y la madre naturaleza. La naturaleza estuvo “intacta”, libre de contaminación y calentamiento global. Aún persisten las taras xenofóbicas que discriminan y excluyen y redundan en la marginación de los pueblos.
El reconocimiento oficial se limita a considerarnos en las estadísticas como los pobres y los extremos pobres (aquellos que se tutean con la muerte), aquellos que no producen arte sino artesanía, los que no desarrollan cultura sino son folclóricos, los que no hablan idiomas sino dialectos, los que no tienen religiones ni conocimientos sino supersticiones y pseudociencia. De este modo, la exclusión, en contextos de gran polaridad e injusticia económica y social se enquista en lugar de ceder. No hay desarrollo ni democracia posible si esta situación no cambia.
La presencia indígena no puede ser pretexto para la marginación y la desigualdad social; por el contrario, debe convertirse en una vitalidad para dinamizar y renovar el Estado y la democracia. Los indígenas merecemos respeto y consideración por pensar, sentir y actuar diferente. El respeto es permitir que todo y todos sean a plenitud lo que tienen que ser; es permitir y participar en el circuito de la fuerza vital, que anima la buena marcha de la sociedad y la naturaleza. Ese respeto es radical y concierne a todo ser humano; no está supeditado a estatus económico, pertenencia étnica o reconocimiento social. El respeto también comprende, la construcción de una sociedad verdaderamente inclusiva y democrática, capaz de reconocer, articular y transformar toda su diversidad a través de un Estado Plurinacional, que profundice el enriquecimiento mutuo y la comprensión entre diferentes, basado en los derechos humanos, el buen vivir, la madre naturaleza, la solidaridad, la lucha contra la pobreza, y la distribución social igualitaria de las diversas oportunidades y servicios. En este marco, el derecho y la política, las instituciones y las relaciones interpersonales requieren ser revisados en su concepción y en su ejercicio a la luz del principio ético del “respeto”.
El siglo XXI no puede ser visto con las mismas concepciones y políticas que caracterizaron al siglo anterior, es necesario una apertura hacia el cambio y la reforma, junto al derrumbe de los dogmas y los paradigmas tradicionales. Nuestros pueblos atesoran y son la fuente milenaria de experiencias, sabiduría, ciencia y tecnología que queremos aportar y conjugar con el mundo globalizado. La ciencia y la tecnología moderna, no pueden darse el lujo de ignorar y desestimar aquello que implicó miles de años de vida del hombre de estas tierras. Los cambios tanto estructurales como cognitivos o jurídicos, tienen que organizarse y operar desde las mismas condiciones culturales, lingüísticas, económicas, culturales y socio-históricas en el que se encuentran nuestros pueblos e insertarse creativamente en la sociedad de la información y del conocimiento.
Un desarrollo disociado de su contexto humano y cultural es un crecimiento sin espíritu. En la concepción indígena no cabe la mercantilización de la madre Tierra para aspirar al desarrollo, esto equivale _entre otras acepciones_ a decir: “no se puede vender a quien da la vida y provee de sustento para vivir sólo el ahora sin importar lo que vendrá después”. En la epistemología indígena no existe un concepto lineal de vida _sino holístico y cíclico_ que establezca un estado anterior y posterior. No es admisible pensar: “estamos mal ahora, estaremos bien después”. Lo lógico en nuestra cultura es: “tenemos que estar bien ahora para seguir bien en el futuro”. Bajo este pensamiento, no se trata de vivir como sea (con plomo en la sangre para arañar migajas de bienestar), sino vivir con DIGNIDAD. Esto es el buen vivir, que supera al concepto de desarrollo.
Paradójicamente, en la coyuntura actual, el concepto de desarrollo está asociado al crecimiento económico. Los indicadores de crecimiento económico, dependen _en nuestro país_, de la venta o concesión de los recursos naturales (materia prima), a las grandes transnacionales o capital extranjero. La actividad minera ha demostrado ser la más rentable en los últimos años. Sin embargo; el costo (no económico) social, ambiental, cultural, etc. es incalculable e irreversible. Este modelo de desarrollo está depredando e hiriendo de muerte a la madre naturaleza al contaminarla y dejar sin vida a nuestros ríos y lagos, principalmente. Y por otra parte, ha permitido el empobrecimiento sistemático de nuestros pueblos, particularmente indígenas, a pesar de tantas ganancias retiradas. No existe ninguna evidencia, para mostrar al mundo que la minería ha sido responsable (con la madre naturaleza en particular) en nuestro país; por el contrario, ríos cobrizos sin vida y niños con plomo en la sangre abundan por todas partes donde está la actividad minera (La Oroya por sólo citar un ejemplo).
Definitivamente, requerimos de otro modelo de desarrollo, de otro orden jurídico, de otro tipo de relaciones que permitan FLORECER y no morir. Ésta es una oportunidad histórica que no podemos desperdiciarla. En medio de toda crisis, “algo nuevo” nace. Construyamos y hagamos realidad esa nueva utopía, porque un mundo mejor para todos y los que vendrán, sí es posible.
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