Por Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro*
26 de enero, 2016.- La Corte Penal Internacional es una institución permanente facultada para ejercer su jurisdicción sobre los crímenes más graves de trascendencia internacional de conformidad con el Estatuto de Roma. Esta corte tiene competencia respecto al crimen de genocidio, los crímenes de lesa humanidad, los crímenes de guerra y el crimen de agresión.
Todos estos crímenes son violaciones muy graves de las normas imperativas del Derecho Internacional; no obstante, el seguimiento de los mismos, a la fecha de hoy, debe ser complementado con la persecución de los crímenes económicos y ecológicos.
Las prácticas de las empresas transnacionales o de aquellas personas que actúen en su nombre, así como de los Estados y de las instituciones internacionales económico-financieras —y de las personas físicas responsables de las mismas— que cometan actos o actúen como cómplices, colaboradores, instigadores, inductores o encubridores, que violen gravemente los derechos civiles, políticos, sociales, económicos, culturales y medioambientales podrán ser tipificadas como crímenes internacionales de carácter económico o ecológico.
El elemento internacional se configura cuando la conducta delictiva afecta a los intereses de la seguridad colectiva de la comunidad mundial o vulnera bienes jurídicos reconocidos como fundamentales por la comunidad internacional. Veamos un par de ejemplos para ilustrar esta cuestión.
La extinta troika —compuesta por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional— aprobó planes de ajuste vinculados a medidas de austeridad que han destruido la vida de miles de personas y han generado auténticas crisis humanitarias.
El caso de Grecia es paradigmático: aumento de la pobreza y del número de familias sin hogar; desmantelamiento de las estructuras de salud pública y mercantilización de la misma, provocando la disminución de la esperanza de vida en dos años, que haya tres millones de personas sin cobertura de seguridad social, miles de mujeres sin derecho a la prevención de cánceres de mama y la eliminación de la salud reproductiva; aumento de la mortalidad de los recién nacidos y ausencia de vacunas para quien no puede pagarlas; incremento de la cifra de suicidios; empobrecimiento generalizado de la población.
En Ecuador, la petrolera Chevron-Texaco se dedicó a la extracción de crudo en la Amazonía durante tres décadas. En ese periodo, entre 1964 y 1992, vertió 80.000 toneladas de residuos petrolíferos, una cantidad 85 veces superior a la vertida por BP en el Golfo de México.
Después de salir del país, la multinacional dejó tras de sí unos daños ambientales que, según peritos internacionales, han provocado la muerte de más de mil personas, todas ellas afectadas de cáncer.
Y, a pesar de que los tribunales ecuatorianos han condenado a la compañía estadounidense a indemnizar a las víctimas de sus prácticas, Chevron-Texaco no acepta la sentencia ni los procedimientos judiciales, no asume sus responsabilidades y ha puesto en marcha todos los resortes de la lex mercatoria para favorecer sus propios intereses.
Dicho de otro modo, la empresa no acepta la soberanía nacional del país y se aprovecha de un sistema jurídico internacional completamente asimétrico.
Ambos hechos no son casos aislados, sino todo lo contrario: son apenas un par de ejemplos para mostrar cómo funciona la arquitectura jurídica de la impunidad, ese nuevo Derecho Corporativo Global del que se sirven las grandes empresas para asegurar sus negocios por todo el planeta y que debe ser neutralizado con propuestas jurídicas alternativas.
Como, entre otras, el Tratado internacional de los pueblos para el control de las empresas transnacionales, una iniciativa impulsada por organizaciones sociales de los cinco continentes con el fin de avanzar en la regulación de los crímenes económicos y ecológicos.
Según este Tratado de los pueblos, la tipificación de los crímenes económicos internacionales —además de valorar la dimensión cuantitativa o la extrema gravedad de los daños sobre los derechos humanos— debe configurarse sobre premisas como la corrupción, el soborno, el crimen organizado, el tráfico de personas, la malversación de fondos, el blanqueo de dinero, el tráfico de información privilegiada, la manipulación de mercados, la estafa organizada y la falsedad de estados financieros.
Se debe, además, valorar la opacidad del complejo entramado de bancos, empresas, grupos de inversores, agencias de calificación, consultoras, comisionistas y otros actores que operan en los mercados financieros, teniendo en cuenta el movimiento especulativo de capitales y de los fondos de inversión, el fraude y la elusión fiscal, la retribución de los altos directivos, el secreto bancario, los flujos ilícitos de capital y de los servicios financieros.
Para la definición de los crímenes económicos internacionales, se considerarán igualmente las prácticas de los Estados, instituciones internacionales económico-financieras, empresas transnacionales, bancos y otras sociedades financieras dirigidas a la especulación e intervención del mercado de los commodities, es decir, de materias primas y de productos agrícolas; la mercantilización de la ayuda humanitaria; las políticas de ajuste; el uso abusivo de los paraísos fiscales y la especulación con la deuda soberana; sobre cualquier intento de patentar las diversas formas de vida presentes en la naturaleza y de establecer un derecho de preferencia del dominio privado sobre las cuestiones fundamentales para la salud.
Por su parte, los crímenes ecológicos internacionales generados por las prácticas de las personas físicas o jurídicas —como las empresas transnacionales— incluyen el acaparamiento de tierras y territorios, la privatización y contaminación de fuentes de agua y la destrucción del ciclo hidrológico integral, el arrasamiento de selvas y la pérdida de biodiversidad, la biopiratería, el cambio climático, la contaminación masiva de los mares y la atmósfera, etc.
Y es que la distribución de todos estos impactos y las cargas de contaminación y avasallamiento son recibidas por los territorios y, en consecuencia, se produce lo que podríamos llamar un ecocidio.
Esto tiene directa relación con los derechos de la naturaleza y a su vez con los derechos humanos y la posibilidad de gozar de un ambiente sano, premisa que resulta fundamental para la garantía de los demás derechos consagrados en las normas nacionales e internacionales.
En este marco, la aprobación y regulación de los crímenes económicos y ecológicos internacionales es urgente.
Requiere, eso sí, una adecuada correlación de fuerzas en el ámbito de la comunidad internacional; no podemos olvidar que su regulación colisiona con los núcleos centrales del funcionamiento del capitalismo global.
Volviendo al ejemplo de la Troika: sus medidas sometieron a la ciudadanía griega a condiciones extremas que pueden tipificarse como crímenes contra la humanidad, con lo que las personas físicas responsables de las mismas —los miembros del Consejo Europeo y los presidentes de la Comisión Europea, del consejo de administración del FMI y del consejo de gobierno del BCE— pueden ser denunciados ante la Corte Penal Internacional.
Convenimos con el jurista argentino Alejandro Teitelbaum en que es posible invocar ante los tribunales como Derecho vigente el artículo 7 del Estatuto de la Corte Penal Internacional (Roma, 1998), que establece que “se entenderá por ‘crimen de lesa humanidad’ cualquiera de los actos siguientes cuando se cometa como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque”; entre ellos, el texto menciona “otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física”.
A la vez, considera que el “exterminio” comprende “la imposición intencional de condiciones de vida, la privación del acceso a alimentos o medicinas entre otras, encaminadas a causar la destrucción de parte de una población”.
No obstante, a pesar de que las denuncias de todos estos crímenes económicos y ecológicos disponen de fundamento jurídico, las relaciones de poder se imponen —los responsables políticos de los países centrales y las clases dominantes se sitúan al margen de la responsabilidad penal internacional— y el Derecho Internacional de los Derechos Humanos queda sometido al poder político y financiero.
De ahí la necesidad de aprobar una regulación y mecanismos para el control de los crímenes económicos y ecológicos internacionales, que permita, al menos formalmente, procesar a los responsables de tanta atrocidad.
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*Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro son autores de “Contra la ‘lex mercatoria’. Propuestas y alternativas para desmantelar el poder de las empresas transnacionales” (Icaria, 2015) y miembros del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL)
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