Este 9 de enero se cumple un año del fallecimiento del historiador peruano Pablo Macera, quien fundó el Seminario de Historia Rural Andina (SHRA). Como homenaje, compartimos el testimonio del poeta Luis Chávez Rodríguez, quien muestra un perfil de Macera a partir de los años que laboró con él.
Foto del autor: Luis Chávez Rodríguez, poeta y fundador de La casa del colibrí de Chirimoto, en Amazonas.
Pablo Macera entre la realidad y la ficción
Por Luis Chávez Rodríguez*
9 de enero, 2021.- Como suele suceder en las épocas en las que un estudiante de literatura se halla sobrestimulado por sus lecturas y tiende a ver la realidad con el lente distorsionado por una sobredosis de ficción, cuando conocí personalmente a Pablo Macera, en mis últimos años de estudiante sanmarquino, me costó cierto esfuerzo para hacer una distinción, lo más objetivamente posible, entre la persona y el personaje, entre mi empleador y el historiador para quien iba a trabajar.
En aquel tiempo trágico para todo el país, hacia finales de la década de 1990, además de iniciar mi trabajo laboral ya en áreas vinculadas a mis estudios, me hallaba procesando lecturas de poemas, cuentos y novelas de escritores con preocupaciones o temáticas casi antagónicas, pero con la misma laboriosidad en el trabajo de la escritura, como Arguedas, Borges y Lezama. Del mismo modo, había comenzado a interesarme –a sugerencia de mi amigo Andrés Piñeiro, poeta y estudiante, en ese momento, de la Escuela de Filosofía de nuestra facultad– en el filósofo Walter Benjamin, quien era el único que, en su filosofía poética, mesiánica y marxista, podía conciliar lo aparentemente irreconciliable.
Estos eran los paradigmas girando en mi cabeza y alternando a tropezones desde un idealismo universitario hasta una realidad cruel y agresiva de un Perú, que parecía haber optado por una incontenible caída libre hacia su propia negación. Como resistencia vital escribía poemas, empeñándome en que surgieran de la experiencia nostálgica de un migrante amazónico, bastante perdido en la metrópoli urbana limeña y al mismo tiempo me esforzaba por entender, a partir de la producción literaria no integrada canónicamente de aquella coyuntura, ese proceso de violencia límite en el que se asfixiaba mi país milenario en el fin de siglo. De tal modo que textos y personajes como Todas las sangres, La biblioteca de Babilonia, Oppiano Licario, y el “Angelus Novus” de la famosa tesis nueve del Concepto de la Historia del filósofo judío-alemán, intermediaban insistentemente entre el Pablo Macera Dall'Orso real, director y fundador del Seminario de Historia Rural Andina (SHRA), y un mítico Macera, quien como un embeleso de la realidad encarnaba y ponía en movimiento a aquellos personajes y relatos que deambulaban en mi imaginario.
Trabajé con el Dr. Macera en el SHRA, que tiene como sede el antiguo local del Colegio Real San Carlos en el Centro de Lima. Me lo presentó Nanda Leonardini, historiadora de arte, autora de varios libros y profesora sanmarquina, con quien fuimos formando un equipo de trabajo, alternativo al personal estable del Seminario, para un proyecto de investigación multidisciplinario que el historiador había emprendido a pedido de una editorial externa al trabajo del mismo SHRA.
El libro en que trabajamos llegó a sobrepasar las dimensiones requeridas y con los años siguió creciendo con un incontenible material que Macera producía con los insumos que sus asistentes, quienes también se multiplicaban, le íbamos generando. Ya con dimensiones y proporciones inmanejables para cualquier presupuesto editorial del área, el babilónico compendio de fin de siglo que el Dr. Macera se había propuesto y que avanzó ad infinitum, hasta donde yo sé, nunca se publicó. Aquel manuscrito debe andar por ahí, en algún anaquel, como una enorme carpeta con varios miles de folios, guardando en sus páginas la información producida y la memoria del proceso de elaboración de un texto que se multiplicó de modo exponencial, sin que ni siquiera el propio autor lo pudiera contener.
Pablo Macera. Fuente: Andina
El personal que trabajaba de modo estable en el SHRA, conformado por Sara Castro, Yolanda Candia, Enrique Casanto, Rosaura Andazábal, Juan González, Norma Gutiérrez, Sofía Pachas, Luz Peralta, Miguel Pinto, Alejandro Salinas, María Soria, Santiago Tácuman y Juan Zárate, con su entusiasta laboriosidad, en algunos casos anónima, daban vida, ya, a un modo de trabajo comunitario, cuyo aire provinciano me resultaba muy familiar. En el nuevo grupo de colaboradores temporarios, nos encontramos estudiantes sanmarquinos de diversas disciplinas, entre los que se hallaba el historiador Gustavo Montoya Rivas y, como era de esperar por los intereses de Macera, artesanos, dibujantes y narradores orales de una gran diversidad de procedencias, que venían tanto de la sierra como de la Amazonía.
La comunidad iba creciendo y generando, a su vez, otros proyectos editoriales independientes sobre la base matriz del gran libro de fin de siglo que Macera quería escribir. Por esta razón, se sumaron también artistas e investigadores populares de asentamientos urbanos de los alrededores de Lima. De este modo, Macera logró reunir en ese micro-Perú a pintores de Tablas de Sarhua y contadores de mitos y de cuentos populares quechuas, a pintores y pintoras shipibos, boras y awajún. Incluso, a manera de asesor, pasaba con frecuencia por el Seminario el gran maestro retablista huantino, Jesús Urbano Rojas (Santero y caminante: santoruraj-ñampurej, 1992, testimonio del retablista escrito en colaboración con Pablo Macera), entre muchos otros.
El edificio del SHRA, local fundado por el virrey Francisco de Toledo en 1592, que conjuntamente con los colegios jesuitas Colegio Real San Martín (1582), actual casona de San Marcos del Parque Universitario, y el Colegio Máximo de San Pablo de Lima (1569), que actualmente se encuentra convertido en la catedral San Pablo, ubicada detrás de la antigua Biblioteca Nacional de la avenida Abancay, fueron los centros de estudios más antiguos creados en los inicios del Virreinato en el Perú.
De acuerdo con el investigador Luis Martin, en su artículo “La conquista intelectual del Perú” (Sevilla, Casiopea, 2001), para poner en contexto, la biblioteca de uno de estos colegios, el Colegio Máximo San Pablo de Lima, hacia 1750, cuando ya formaba parte de un complejo de centros de estudio que darían lugar a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 17 años antes de la expulsión de los jesuitas de América por los Borbones, ya contaba con 43 000 ejemplares, momento en el que la Universidad de Harvard, en el norte, apenas tenía 4000. Con este antecedente histórico, en las habitaciones y salones del edificio del SHRA se hallaba, en la parte central, una oficina con amplios ventanales virreinales, que en su cara frontal daba hacia un pasillo de entrada, con vista a un amplio patio. Esta era la oficina del Dr. Macera, donde trabajaba con dos secretarias y los asistentes de investigación que habíamos establecido un horario de trabajo, de dos veces por semana, para presentar nuestros informes.
En la habitación contigua, hacia el lado opuesto del patio quedaba, como una trastienda, la sala de impresiones del Seminario, que permanentemente estaba en movimiento con toda la parafernalia que las impresiones a mimeógrafo requerían. El ruido de la máquina impresora, el olor a la tinta de los bastidores, los comentarios y risas de los operarios, mientras encuadernaban las publicaciones se podía percibir desde la oficina central como un taller en plena y festiva productividad. En una de las alas laterales a la oficina central, se hallaba un salón donde se hospedaban temporalmente los visitantes que venían especialmente de la Amazonía, en donde también se había instalado un taller de pintura que rebosaba hasta los mismos pasillos del viejo local. En otro amplio salón, también contiguo a la oficina central, pero en la otra dirección, se hallaba la biblioteca de Macera, conformada por miles de libros y cientos de miles de archivos fotocopiados de documentos de municipalidades distritales y parroquias de diferentes partes del país y que años más tarde fueron donados, por Pablo Macera, a la Biblioteca Nacional.
Cuando entré por primera vez a este lugar, como era de esperar, me sentí absolutamente sobrecogido por la impresión de caminar entre cientos de estantes laberínticos, llenos de libros y portafolios repletos que no parecían tener fin. Guiado por el propio Macera, después de caminar con dirección zigzagueante por entre los anaqueles de metal, ojeando títulos y rosando con los dedos las hileras de libros, llegamos a lo que era el centro del centro del SHRA, el centro de la biblioteca de Macera. Había ahí un cubículo, a manera de estudio unipersonal, con paredes hechas con los mismos anaqueles, donde el historiador, al parecer, pernoctaba en sus enfebrecidas noches de lectura que no le permitían llegar a casa. La habitación, dentro del amplio salón que constituía la biblioteca, estaba implementada por una cama confortable, una mesa de trabajo, un armario y unas cuantas sillas, además de un pequeño baño con tina, ubicado en una de las esquinas. Con el correr de los días de trabajo y la mutua confianza, pude percibir que este era el espacio axial desde donde Pablo Macera administraba su reino de conocimientos, de letras, de información y de sabiduría. La biblioteca babilónica de Borges convertida en la biblioteca de Macera, eso sí con una radical diferencia. Mientras que en la ficción fantástica borgeana, en la que el vacío inhabitado y metafísico se constituía como centro ontológico, en el trabajo maceriano, ese mismo centro, tenía al propio historiador de carne y hueso habitándolo.
Era conocido como el historiador que a partir de su conocimiento libresco, se abría a la vida que bullía en las calles de Lima, en las provincias y en los distritos desconocidos desde el centro hegemónico criollo central, como un dador de razón y palabra a los que no la podían expresar
El personaje Pablo Macera, en el contexto de su centro de trabajo, caminando pausadamente en los amplios pasillos y salones escolásticos del antiguo Colegio Real encarnaba, para mis ojos, no solo al historiador legendario que había escrito decenas de libros y que por su agudeza y conocimiento de la historia del Perú, durante los años 70 y 80, había sido conocido en los medios de prensa y de opinión política como el “oráculo del Perú” (Las furias y las penas, 1983, es el libro donde se halla compiladas una serie de entrevistas al historiador, en momentos en que el país comenzaba a desangrarse en su última escalada de violencia generalizada y mortal). Macera era también conocido por ser un historiador que trabajaba asuntos diversos vinculados al arte popular, a la economía, a la geografía, a la arqueología y a personajes no necesariamente conocidos convencionalmente como históricos. Era conocido como el historiador que a partir de su conocimiento libresco, se abría a la vida que bullía en las calles de Lima, en las provincias y en los distritos desconocidos desde el centro hegemónico criollo central, como un dador de razón y palabra a los que no la podían expresar. Macera era un historiador, un personaje que, en la circunstancia que lo conocí, escribía un libro compendio de los últimos 25 años del Perú, un libro entre otros libros, algunos de ellos coescritos con su propios informantes y colaboradores que sí fueron publicados.
En lo que tocó a mi contacto personal con el historiador, el libro en el que colaboré nunca se llegó a terminar porque tomó dimensiones inusitadas como la vida misma. Mediaron ampliaciones y variaciones que se dieron debido a la efervescencia del objeto de estudio, que en la inagotable curiosidad del autor-personaje se fueron convirtiendo en vida que rebasaba la escritura. Un libro cuyo autor a la manera del personaje Oppiano Licario, quien había escrito un libro matriz desde donde cobraban vida otros personajes, que a su vez escribían otros libros, dando como resultado a las novelas Paradiso y Oppiano Licario del escritor cubano. Un libro dentro del otro libro, como el libro escrito y nunca encontrado del personaje Melquiades en Cien años de soledad o el libro de Cide Hamete Benengeli en Don Quijote de la Mancha. En esa realidad movediza de aquellos años, el autor Pablo Macera hacía resúmenes del material que le proporcionábamos sus asistentes, dictando a sus secretarias lo que de modo instantáneo procesaba a partir de la información que le hacíamos llegar. Solamente mi informe sobrepasó las 300 páginas, del mismo modo pasaba con los demás asistentes de investigación en los otros campos de estudio: teatro, economía, pintura, sociología, historia, antropología, arqueología, arquitectura, filosofía y cuanto dominio era importante para el trabajo multidisciplinario que había emprendido el historiador. Oppiano Licario de José Lezama Lima convertido, ante mis ojos, en Oppiano Macera del Perú.
Todos ellos eran provincianos que se trasladaron a la capital para dibujar y narrar sus historias, la mayoría venidos de la selva, cargando incluso hasta con sus hijos
En algunos de estos salones del SHRA, que en épocas del Virreinato había recibido a los hijos y nietos de los conquistadores y a la descendencia de la nobleza española burocrática virreinal, en los tiempos que trabajé con el Dr. Macera y su equipo, estaban habitados, como mencioné, por los huéspedes del historiador. Todos ellos eran provincianos que se trasladaron a la capital para dibujar y narrar sus historias, la mayoría venidos de la selva, cargando incluso hasta con sus hijos. Esta comunidad transformó el lugar por un corto tiempo, desde el aristocrático salón de clases del periodo virreinal, que ostentaba su “limpieza de sangre”, iniciando así la institucionalización del racismo en las Américas, se había mudado a ser un pequeño espacio pluricultural de “todas las sangres”, íntimamente alusivo al querido José María Arguedas. Ahí conocí e hice amistad con mis paisanos, los pintores Víctor Churay Roque (¿1980?-2002, sacrificado muy joven por la vorágine violenta que corroe a la capital), Elena Valera Vásquez, Roldan Pinedo y al que terminó siendo mi compadre, Cartelón Berrocal Evanán (1946-1998), el gran pintor ayacuchano de Tablas de Sarhua, autor conjuntamente con Pablo Macera y Rosaura Andazábal del hermoso libro Flora y fauna de Sarhua (1999). Todos estos huéspedes del SHRA se reunieron y construyeron un corto tiempo experimental y maravilloso, en medio de un “largo tiempo oprimido” que ya viene durando, en su última etapa, cerca de 200 años. Con ellos nos reunimos también los colaboradores “académicos” para trabajar juntos, viviendo en comunidad, contando nuestras historias y las historias silenciadas de nuestros pueblos. Estos relatos personales y comunitarios de andinos y selváticos, contados y dibujados por nosotros mismos, materializaba la perspectiva del Angelus Nobus de Benjamin, que Macera permitía desarrollar en dominios del Colegio Real, cuyo párrafo de su tesis nueve del Concepto de la historia describía, para mí, la imagen del historiador-personaje Pablo Macera:
“Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviera a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irrefrenablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso”.
Pablo Macera. Fuente: TV Perú
La interminable biblioteca de Pablo Macera, su extraordinaria memoria, su propensión organizadora de una realidad extremadamente compleja, su lectura lúcida y premonitoria de la realidad que estudiaba, su inagotable interés por las historias no oficiales, los testimonios, los documentos y todo tipo de materiales impregnados de historicidad del inagotable Perú, conforma la imagen del historiador que he retenido en mi memoria. Recuerdo al Dr. Macera desplegando, de modo sistemático, ante mi asombro, el material que sus asistentes le proporcionábamos, un material que rebasó cualquier tipo de soporte lingüístico o bibliográfico. Sin que pudiéramos percibir claramente el proceso de nuestro trabajo en el SHRA, nuestras actividades se fueron desplazando, como una figura literaria, como una metonimia en movimiento desde algunas tareas concretas de investigación hacia una experiencia totalizadora de tipo comunal, que en mi caso lo percibía como una especie de pequeño ayllu intelectual, demasiado patriarcal todavía, para mi gusto, posicionado en Lima. Un ayllu-ocupa, que descentraba el centro e incluso al propio Macera, que descentraba un cuerpo de conocimientos, aunque territorialmente alejado del mundo provinciano y rural, pero con la penetrante presencia de ese resplandor entre nosotros y cifrado en la palabra y la escritura de historiador. Invitados y visitantes que llegaban de los más remotos lugares, de los cuatro suyos, desde comunidades campesinas o nativas, trayéndonos cuentos, testimonios, pinturas, maquetas, retablos, tejidos, mates burilados, piedras, plantas sagradas, tablas, retablos, yanchamas pintadas, cerámicos, huacos y más y más material que se tornaba incontenible, invadían los espacios libres de la biblioteca, de las oficinas y de los amplios pasillos del Colegio Real de San Carlos. Toda esta inacabable actividad, fragmentaria y compleja se afanaba, aprovechando el resquicio que había creado Macera, en aquellos días de fin de siglo, por mostrar una peruanidad enmarañada que solo en la mente del historiador y en su vertiginoso discurso podía organizarse como un relato coherente. Peruanidad exultante, de una irresistible belleza que ahora se puede hallar escrita y publicada parcialmente en una treintena de libros que se dieron a la luz en los años sucesivos y que dieron las pautas para una nueva forma de escribir la historia en el Perú del siglo XXI. Una historia de y desde los actores sociales que resisten un largo proceso de hegemonía colonial que les tenía opacados.
Intenso fue aquel tiempo en el que tuve la felicidad de trabajar con el Dr. Macera, un tiempo liminar, que se impregnó en las vidas personales de los y las que acompañamos al historiador en ese ejercicio de hacer un recuento del fin de siglo, en ese ejercicio de descifrar un Perú confundido, que se adhería a nuestras vidas personales de modo a veces turbulento y rudo, a veces tierno, a veces insólito, por no decir misterioso, provocando giros inusitados que a muchas y muchos de los “asistentes de investigación” nos marcó fuertemente en el decurso de nuestras vidas.
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*Luis Chávez Rodríguez es poeta y fundador de La casa del colibrí de Chirimoto, en Amazonas, una asociación civil fundada en el 2006. Trabaja con un sistema de voluntarios, recibiendo y movilizando estudiantes y profesionales para realizar proyectos en áreas de educación, arte, organización comunal, saneamiento, agricultura y medioambiente.
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Fotografía de Martín Chambi.
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