Servindi, 26 de marzo, 2022.- Las circunstancias humanas que se incuban en un conflicto socioambiental difícilmente pueden ser recogidos en una nota o reporte informativo que se rigen bajo el criterio de la inmediatez y la veracidad.
Sin embargo, existen otros géneros como la narrativa, la crónica y los relatos –que con una dosis de ficción– pueden reconstruir y aproximarnos a situaciones más reales y completas y escarbar sentidos más intensos de una realidad distinta.
Esto ocurre con “La luz de nuestros Taitas”, relato que nos comparte José Luis Aliaga Pereira, y que a pesar de su brevedad nos pinta un fragmento multicolor de la vida de los defensores y defensoras ambientales.
El escenario es la lucha de las comunidades contra el proyecto minero Conga, que buscaba construir dos tajos, en las provincias de Cajamarca y Celendín en el departamento de Cajamarca, en el norte de Perú.
La mina contendría más de 6 millones de onzas de oro y una inversión estimada en US$ 4.800 millones.
Exmandatarios como Alan García y luego Ollanta Humala ofrecieron en campaña electoral defender las lagunas que serían afectadas por el proyecto minero, pero una vez en el poder hicieron lo contrario y reprimieron al pueblo.
Finalmente, el proyecto fue temporalmente suspendido luego de varias muertes ocasionadas por la represión policial. No obstante, la empresa hace estudios geológicos en el área, y sigue bloqueando las vías que pasan por el lugar.
Daniel Gil, protagonista del relato, ha sido uno de los fundadores de las rondas campesinas y su comunidad El Lirio destaca por ser la única que tiene una cooperativa que les presta dinero a los comuneros sin intereses.
La luz de nuestros Taitas
Por José Luis Aliaga Pereira*
A mi amigo Mandela, hijo de Daniel Gil
Calzando las ojotas de cuero, el pantalón de lana de oveja hechos por el mismo, Daniel, afilaba el cuchillo grande que Domitila, su compañera, utilizaba en sus faenas: —Domi —le dijo con cariño al entregarle el utensilio —. Cortas las presas en dos partes, es para compartir con los compas que llegan de Celendín.
Domitila lo había estado observando desde el alar de su casa, mirando por debajo de los ponchos que estaban secándose colgados en el cordel. Daniel afilada el cuchillo en el batán, apretando los labios y, de vez en cuando, sacando la mitad de la lengua por la boca, como si estaría mordiéndola, al mismo tiempo que ronroneaba, al igual que un gato, un verso que recién había compuesto. Al batán, como a Daniel, Domitila, los veía grandes, inmensos. Más allá, le alegraban ver sus sembríos de papas regados por toda la ladera; y, al fondo, el valle con su paisaje, sus cerros y su río.
Freiré tres cuyes más —Domitila le habló con firmeza y con el respeto que sentía por él; mientras cogía, con la tristeza en los ojos, un cuy que, acostumbrado como los otros, pasaba por entre sus pies y empezaba a chillar: ¡cuis, ¡cuis!, ¡cuis!
En esos momentos el sol se ocultaba; las nubes rojizas lo decían así, como si estarían llorando sangre.
Daniel no se cansaba de mirar el paisaje y de ronronear su canción, haciendo sonar, más que de costumbre, el cuchillo al frotarlo en el batán. Acompañar su ronroneo, con el ruido acompasado del cuchillo y el batán, era un juego, para él, entretenido: un soñar más allá de su mirada.
Llegaba otra noche del mes de noviembre de 2011; al día siguiente, una vez más, estarían, en las lagunas de Conga.
Daniel se levantó muy temprano. Llegó junto a otros acaballados cuando las nubes aún besaban el ichu de los cerros. Los camiones y otros vehículos llegaron después de una larga espera. Mientras tanto estuvieron frente a la tranquera, mirando cómo los policías se colocaban en distintos puntos, sin norte, desganados y entumidos por el frío. Sabían que allí no había estrategia que valga. Y la discusión fue la de siempre. ¿Por qué impedían el paso? La minera podía ser la dueña de algunos terrenos, pero no del libre tránsito y del agua de las lagunas.
—¿Cómo hemos podido llegar hasta éstos extremos? Son unos hambrientos, éstos jijunas —dijo Daniel y, al instante, se respondió: — ¡La vida y el oro! —y repitió—. La vida y el oro, peleando entre hermanos.
—¿Qué pasa Daniel? —le preguntó, Aladino, su compañero.
—Estoy pensando, hermano, estoy pensando —respondió.
Los cascos de su pequeña yegua, al enterrarse entre la hierba, no sonaban como por la carretera. No era igual. Se tenía que sujetar bien, si no quería caer. Las bajadas y subidas eran de su responsabilidad. En la carretera, en cambio, podía cerrar los ojos y volar, mientras su engreído animal lo conducía sin problemas. Conocía la ruta.
Los guardias los seguían detrás en un ómnibus. Era el acuerdo. La comitiva, sus banderolas y sus gritos rompían el silencio marchando adelante. A cien metros una camioneta, iba como señalando la ruta a seguir.
Entonces Daniel podía pensar en los sueños del joven que fue, pero que aún no terminan ni terminarán; antes, por supuesto, que llegue este quebradero de cabeza, con sus inmensos volquetes, sus máquinas enormes, sus policías que también, como los gerentes de la mina, se creían dueños de todo. Y poníase a contar sus sueños y de sus experiencias, en todo el trayecto y en todas las visitas: "Recuerdo que en mi cabeza —decía, dice y, seguramente, lo seguirá diciendo—, florecían plantas por nuestras montañas; y, sembradas de casitas rústicas, el borde del camino se veía hermoso, con sus tambos de productos del lugar, de trecho en trecho, hasta llegar a la laguna "El Perol"; y allí acampaba recién la gente y agradecía a la Mamapacha por su bondad, por su generosidad. Porque ella es nuestro Dios, al igual que el Taita Sol: ¡Energía pura, que nos empuja por el camino de la verdad!. El próximo –continuaba contando– agradecimiento será en la laguna "Azul"; después le tocará a la "Cortada". Y, para cerrar la fiesta, en nuestra comunidad de "El Lirio", la fiesta de la papa, la de nuestros productos, la de las plantas medicinales, de todo lo que nos da la tierra. Una vida llena y plena de agradecimiento. ¡Todos, propios y extraños".
Y de sus sueños saltaba a lo que estaba ocurriendo, el día día:
"De repente, se escuchó un balazo, el sonido seco, ¡plop!, del disparo de una bomba lacrimógena que salía de un arma con un tubo grueso, medio raro. Y la gente corría y corría, desconcertada, sin saber qué hacer. Y hubo heridos. No estábamos preparados. Se derramó sangre de nuestro pueblo".
"Y después de la fiesta en honor a las papas, a los choclos y a todos nuestros productos, la fiesta de las faenas, de nuestra labor agrícola, la fiesta del parto, de la bienvenida de becerros y de crías que son regalos del Taita. ¡Fiesta de la vida!".
"Y esto, hermanos –reflexionaba–, no termina, ni terminará, insistan lo que insistan. Está jurado y lo tienen que entender. Parece que el Roque Benavides ya lo entendió. Pero, así no lo haya entendido, ha nacido, y creciendo está y es testigo de todo lo que pasa, mi Mandela, y muchos que, como él, continuarán nuestros días y nuestras noches, alumbrados con la luz de nuestros Taitas".
La niebla se iba disipando y el sol tímido pero sonriente, poco a poco, abrigaba llicllas y ponchos de las cumpas y de los cumpas.
Los herrajes en los cascos de la pequeña yegua de Daniel, le daban un tono más fresco, más alegre, cantarín y rápido a este nuevo viaje.
Daniel Gil montado en su yegua. En su bolso se lee: Conga no va.
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* José Luis Aliaga Pereira (1959) nació en Sucre, provincia de Celendín, región Cajamarca, y escribe con el seudónimo literario Palujo. Tiene publicados un libro de cuentos titulado «Grama Arisca» y «El milagroso Taita Ishico» (cuento largo). Fue coautor con Olindo Aliaga, un historiador sucreño de Celendin, del vocero Karuacushma. También es uno de los editores de las revistas Fuscán y Resistencia Celendina. Prepara su segundo libro titulado: «Amagos de amor y de lucha».
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