Servindi, 3 de setiembre, 2022.- ¿Hay vida en el más allá? ¿Alguien retornó de la muerte y volvió a ella antes de expirar definitivamente entre los que seguimos vivos? Este es uno de los temas que nos coloca José Luis Aliaga Pereira en su nuevo relato para este fin de semana.
Basado en un testimonio real, los nombres han sido cambiados para conservar la identidad de los informantes y gira en torno a lo sucedido a un hombre acerca de su regreso del más allá.
Cabe precisar que el personaje Parisino existe y su hermana también.
Sucre (antes llamado Huauco) es un lugar de alta devoción a San Isidro Labrador
Y regresó al más allá...
Por José Luis Aliaga Pereira*
— De que hay vida después de la muerte, la hay —me dijo tajante el tío Parisino, cuando tomábamos chocolate con pan sucreño, sentados en su salita de la casa que heredó de su padre, a cincuenta metros de la plaza mayor del pueblo.
Atardecía ya cuando iniciamos esta rara pero emocionante conversación. El cerro Huishquimuna era devorado por las sombras que dejaba el sol al ocultarse. Doña Artidora, esposa de Parisino, tuvo que encender la luz eléctrica que casi nada modificó el ambiente que adecuaba la noche.
— Es difícil de creer, tío — le dije, mirando a los ojos a la pareja de esposos—. Nadie ha vuelto del más allá para contarlo.
— Es que, cuando cuentas lo que te sucede, cuando estás entre la vida y la muerte, todos imaginan que es una historia inventada. Yo, sobrino, la viví en carne propia.
El tío Parisino hablaba con tal seriedad que tuve miedo de continuar con la conversa; pero, repito, también me interesaba y emocionaba, a la vez.
— Continúe, tío. Estoy seguro de que usted, en presencia de su esposa, no va a venir con mentiras —lo dije como quien hace una broma.
Vista panorámica de Sucre. A la derecha el apu Huishquimuna
— Me tuve que trasladar desde Lima a Sucre, acatando la decisión de mis hermanos ante el agravamiento de la salud de mi padre —así inició, Parisino, esta historia—. Día y noche estuve a su lado en sus últimos días. Fue en casa de mi hermano Temístocles en la que la pasamos juntos. Yo era el único que podía acompañarlo. Hacía poco que me había jubilado. Voy a ir directo al grano para no aburrirte, mi querido sobrino. Pasó casi un mes. Un día, no recuerdo exactamente la fecha, amaneció quejándose del dolor que le producía su enfermedad, me dijo: "Hijo, anoche volví de la muerte".
— ¿Cómo? No te entiendo, padre —le dije, sorprendido.
— Anoche he regresado de la muerte —me afirmó, rotundo.
— Habrás soñado. Eso sucede solo en sueños —le respondí con la misma seriedad que él me hablaba.
— No hijo, es verdad lo que te cuento. Era una zanja inmensa, ancha y oscura la que me impidió el paso. De lo contrario estarías frente a un cadáver.
Un vientecillo apenas perceptible se introdujo por la puerta que estaba a medio cerrar. La parte baja de las cortinas que separaban la mesa de sus camas, se movieron levemente.
— Algo me quiere decir el altísimo —aseguró —. Más tarde —eran las nueve de la mañana— vas a invitar al Diácono para que me santigüe e interprete lo que me pasó anoche —me dijo y recalcó—: Te hablo de mi regreso del más allá.
— Piensa bien, papá —le aconsejé pensando que, molestar por esto al Diácono, era demasiado.
— No te estoy bromeando —el viejo habló moviéndose un poco, haciendo sonar la cama. Reclinándose en la cabecera.
— Conocía muy a fondo a mi padre, por lo que, sin más preguntas y dudas fui a buscar al Diácono. Encontré la parroquia abierta. Ingresé. El Diácono sujetaba un libro en la mano, estaba en la segunda puerta de ingreso.
— ¿Qué será Parisino —me dijo—? ¿Cómo está el viejo? —el Diácono conocía a mi padre. Siempre que conversaban, nunca escuché que se habían hecho bromas pesadas; así que no creo que lo tome en ese sentido. Me preocupé.
— Mi padre quiere que lo santigüe y, también, desea conversar con usted —le dije con la cara compungida.
El Diácono lo pensó; y, después de meditar un rato, me respondió que sí, que en un momento estaría en casa.
A los veinte minutos, tocó la puerta. Le abrí e invité a ingresar al dormitorio de mi padre. El Diácono sabía que el viejo ya no podía caminar.
La tía Artidora, escuchaba la historia muy atenta. Según me comentó después, era la tercera vez que lo repetía y en ninguna agregó o quitó una coma.
— Buenos días, hermano. Acá estoy para servirte. A pesar de la enfermedad que te aflige, te veo con buen semblante —le dijo el Diácono, mientras se acercaba a darle un apretón de manos.
— Buen día, hermano. No lo creas, la procesión va por dentro —dijo el viejo.
— Dime, estoy para servirte.
El Diácono —nos cuenta Parisino—, para estos menesteres, acudía como un verdadero párroco y hasta mejor, porque, veíamos, tomaba los asuntos de salud como si él fuera el enfermo.
— En primer lugar, quiero que me santigües y después respondas a algo que me ha ocurrido, que me preocupa y quiero que lo interpretes.
— ¿Qué será mi hermano? —preguntó el Diácono iniciando la ceremonia.
El viejo —continúa contándonos el tío Parisino—, acomodó las almohadas tras su espalda, quejándose por el dolor que le causaba este movimiento.
— Gracias, hermano —sus palabras salían más que naturales, las sentí, —nos agrega Parisino—, sinceras, convincentes. El Diácono, muy atento, contribuyó, con esta actitud, a darle importancia al caso.
Luego de escucharlo, le dijo:
— La preocupación, en tu estado, te lleva a imaginar muchas cosas. Los sueños, la mayoría, parecen reales. No te preocupes; lo tuyo ha sido un sueño, nada más.
— El gesto de mi padre —nos cuenta Parisino—, lo dijo todo. Entendía muy bien sus actitudes; por lo que, con mucho respeto, agradecí al Diácono por su visita y lo acompañé hasta la puerta.
Cuando regresé, encontré a mi padre más preocupado que antes.
— No me cree —dijo—. Este cojudo no me cree.
— Nunca escuché una mentira en su boca. ¿Cómo pudo haber pasado esto? —me pregunté. Una inquietud conmovió mi espíritu. Pregunté a mi padre: — ¿cómo se sintió en aquellos momentos, frente a la zanja oscura y ancha?
— Desesperado, hijo, desesperado. Tenía miedo. Intente mil veces buscar un lugar por el que pudiera cruzar la zanja. Nada. Andaba entre nubes. Al no poder, tuve que regresar y me vi otra vez en la cama. Sentí como si mi cuerpo hubiese estado esperando a mi alma. Fue muy extraño y triste.
— Descansemos papá, te creo —le dije.
Pasaron tres días con sus noches, y él, preocupado, agarrándose la cabeza, se preguntaba: — ¿Cuándo llegará? ¿Cuándo llegará?
— Imaginaba —Parisino nos hablaba imitando los gestos con los que, en aquel entonces, le habló su padre—, que se refería a la muerte. ¿Quién padre? ¿Quién? —le pregunté. No pude aguantar la curiosidad.
— Ya entenderás, hijo, ya entenderás.
— Fue un viernes por la noche. El viejo estaba durmiendo tranquilamente, lo miraba desde una silla en la que me encontraba sentado. De pronto se levantó como apurado. — ¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Sentado en la banca está! —me dijo.
— ¡Quién! ¡quién! ¿Dónde? ¿dónde? —le respondí.
— Arriba está, sentado en la banca de la plaza, frente a la parroquia. Él es el único que me puede ayudar a descifrar esta situación que no me deja dormir —gritó el viejo. No estaba desesperado como antes, al contrario, su voz la escuché calmada y su respiración la sentí como la de una persona que llega de una larga caminata.
— No puede ser —pensé—. De la casa en la que pasó sus últimos días mi padre, a la plaza, existen tres cuadras, casi trescientos metros de distancia. ¿Cómo puede estar afirmando eso? —me pregunté—. Está delirando —dije.
— ¿Qué esperas? Anda, ve e invítale a la casa. ¿Qué esperas? —repitió.
— Casi corriendo me dirigí al lugar —Parisino hablaba con el pecho agitado, como si en verdad estuviese corriendo—. Sentí un aire puro, puro y diáfano. Cuando llegué a la plaza, efectivamente, alguien estaba sentado en la banca frente a la parroquia. La pálida luz de la luna permitía distinguir netamente cada línea de su semblante, cada matiz de la luz; vi, incluso, unas tiernas sombras en las comisuras de sus labios. Le dije lo ordenado por mi padre. Él, parecía esperar esa llamada, esa invitación.
— ¡Vamos! —. Me respondió. Se nos hace tarde.
Cruzamos la plaza mayor y bajamos por la calle larga que nos conduce a Minopampa. Lo miraba de reojo. Era un hombre alto y delgado, lucía un poncho bayo de lana de oveja. Llevaba un sombrero de los que usan los chotanos de Cajamarca. Caminó en silencio. Ingresamos.
— ¿Cómo está? —preguntó a mi padre.
— Acá, hermano, acá —mi padre respondió como si hablara con alguien que conocía.
El hombre habló contestando a una pregunta que nadie hizo:
— Estás en deuda hermano y has vuelto porque tú lo has pedido. Han sido perdonados tus pecados. Tu hija ya se encuentra en la ciudad. Llegó esta tarde —le dijo con mucha seguridad.
— Mi hija... mi hija —dijo el viejo, casi preguntándose, pero afirmando a la vez.
— Anda, Parisino, anda llama a tu hermana que tiene mucho que reclamar a tu padre y él a ella, mucho que decir.
— Y salí, sobrino —me dice el tío Parisino, agarrándome de la mano—. Mi padre murió después de reconocer a su hija. Sus ojos las cerró ella, con un beso. Se perdonaron.
Las blandas sombras de la noche envolvieron al hombre que desapareció, al voltear la esquina. Durante largo rato no pude sobreponerme a la incomprensible tristeza, pero también a la esperanza que me embargaba en cuanto a la muerte.
— A veces, cuando cruzó las nuevas bancas largas y frías que hoy han construido frente a la parroquia me parece ver sentado a ese extraño hombre al que mi padre conocía muy bien —Parisino sorbe un poco más de chocolate y yo me dispuse a salir de la pequeña habitación en la que permanecimos más de dos horas.
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* José Luis Aliaga Pereira (1959) nació en Sucre, provincia de Celendín, región Cajamarca, y escribe con el seudónimo literario Palujo. Tiene publicados un libro de cuentos titulado «Grama Arisca» y «El milagroso Taita Ishico» (cuento largo). Fue coautor con Olindo Aliaga, un historiador sucreño de Celendin, del vocero Karuacushma. También es uno de los editores de las revistas Fuscán y Resistencia Celendina. Prepara su segundo libro titulado: «Amagos de amor y de lucha».
“Santíguame”, nuevo relato de José Luis Aliaga Pereira
Foto referencial: Curandero espiritual el indio del Putumayo / Facebook.
Servindi, 28 de mayo, 2022.- Compartimos “Santíguame”, el último relato de José Luis Aliaga Pereira, en el que un joven narra la historia de su abuelo y cómo santiguaba a las personas para curarlas. Seguir leyendo...