Servindi, 16 de abril, 2022.- ¿Qué es la locura? ¿qué significa perder la “razón”? ¿quién o quienes definen el criterio de la normalidad en las conductas? ¿quiénes estamos locos? ¿todas las personas consideradas locas deben estar en el manicomio?
Esas son algunas preguntas que nos asaltan luego de leer la interesante crónica de José Luis Aliaga Pereira sobre Coca Kola, el "loquito" de Celendín, y buscar infructuosamente una definición de locura satisfactoria.
Y es que la conciencia crítica frente al abordaje y tratamiento de la insania que hacen la psiquiatría y la psicología tradicional ha generado un movimiento social y político por el derecho a la locura y a la diversidad mental.
Lo menciona el sociólogo Andrés Kogan Valderrama como una de las demandas ciudadanas que afloran en el marco de la Convención Constitucional buscando ser incluidas en la propuesta de nueva Constitución.
Si bien se trata de algo aún embrionario, el movimiento reivindica el derecho a la locura y a la existencia de la diversidad mental como un modo posible de existencia humana.
Según un texto de 2019 publicado en Chile el movimiento busca –entre otros objetivos– reposicionar a los grupos de apoyo mutuo creados por los movimientos de ex pacientes y sobrevivientes de la psiquiatría en los años 70“.
Esos grupos son vistos “como alternativa organizativa colectiva viable de acogida, escucha, amor, cuidados, acción, despatologización y desmedicalización de nuestra subjetividad y cuerpo” (1)
La experiencia de Celendín que nos comparte Aliaga Pereira nos muestra a un personaje orgulloso, que no acepta regalos de cualquiera y que es pacífico y tranquilo, sino lo provocan.
Se trata de una sana lección que nos indica que con el apoyo de los vecinos se pueden crear buenos lazos y guardar una relación por lo menos respetuosa con la comunidad. ¿O usted que opina?
Nota:
(1) Artículo: Libro «Por el derecho a la locura»: un necesario reprensar de la salud mental en América Latina. Ver en: https://amarantas.org/2019/06/06/libro-por-el-derecho-a-la-locura-la-reinvencion-de-la-salud-mental-en-america-latina/
El Coca Kola, nuestro loco
Por José Luis Aliaga Pereira*
El primer loco que conocí se llamaba o le decían loco Melque, al menos ese es el que recuerdo. Era agresivo ante cualquier situación así esta no sea violenta. Decían que era natural de la Conga de Urquía ¿Cómo habrán sido sus últimos días? No lo sé. Yo era niño cuando desapareció. No supe más de él.
Han pasado los años y ahora, las noches y los días me arrullan en Celendín.
Desde que llegué a la ciudad del chocolate y el sombrero de paja toquilla, continué con mis acostumbradas rutinas: trotar todas las mañanas. Y qué mejor para esta actividad que el parque La Alameda; un lugar tranquilo que si no fuera por algunos canes que te saludan con sus ladridos cada vez que pasas por su territorio, sería también un lugar silencioso.
Algunos dicen que se volvió loco por ser de una familia humilde, pobre: "Era un buen estudiante, manifiestan, pero no tenía con qué alimentarse. Un día, de repente, empezó a gritar sin motivo alguno: "¡Retiren a ese hombre de mi presencia! ¡No lo quiero ver!". No había nadie delante de él. Primero, imaginaron que era una broma; luego tuvieron que resignarse a contemplar, día a día, el deterioro de su salud mental. Existen otras versiones de estos tristes momentos.
Nadie ha respondido con exactitud acerca de cuándo y cómo llegó para quedarse en la provincia. El hecho es que hoy es uno de sus moradores principales.
En la vereda del estrecho pasaje Cortegana y Jr. Marcelino Gonzales, al costado de un poste de cemento que sirve para el alumbrado eléctrico, en el parque La Alameda, duerme, Coca Kola; lugar que los vecinos respetan. Dos mantas, una almohada y un colchón viejos lo cubren del intenso invierno. Cuentan que es natural del caserío de Macas o del mismo distrito de Jorge Chávez. Aparenta tener entre 45 a 50 años de edad; su cabello es de color negro, ensortijado; su contextura es delgada y nos observa con ojos serios, tristes e inquietos.
La primera vez que me vio trotar dando vueltas por el parque, de repente, arrojó en mi camino una palabrota. Desde aquel día, cada vez que nos encontramos me mira largo rato, siento que reconoce mi cara. A veces, cuando se me ocurre ir más temprano a estirar las piernas, lo sorprendo aún en cama; me contempla con el ojo al que no cubren las mantas. No se hace problemas ante las nuevas y curiosas miradas que cada vez son menos porque, al fin de cuentas, todos conocemos a este hombrecito que nos sorprende con reacciones que cualquier persona normal quisiera tener.
Puedo asegurar que todos los que vivimos en Celendín nos hemos encontrado con él más de una vez, principalmente en la zona urbana. Aunque, les contaré, en cierta oportunidad, lo vi sentado en un vehículo de transporte que regresaba del distrito de Sucre. Se alborotó cuando vio que una niña llevaba cargada en sus rodillas una muñeca gigante. Se tranquilizó ante la explicacion de la madre de la niña: –solo es un juguete– le dijo.
Fui testigo, cuando corría alrededor del parque, de su reacción furibunda ante una vecina que le arrojó un pequeño y usado colchón –¡Tengo mi cama, carajo, tengo mi cama!– gritó como diciéndole no necesito de tu compasión. Una mañana, le quise invitar un jugo. Su actitud ante mi persona fue la misma que la que tuvo con la señora del colchón. No aceptó mi invitación. Me alejé un poco y quedé observándolo. Estuvo parado en la puerta de la juguería. La dueña le alcanzó un vaso de jugo y dos panes. Luego que se retiró me acerqué a la señora de la juguería y pregunté por qué el loquito no aceptó mi invitación. "Es muy orgulloso, me dijo, no recibe nada, así no más, de cualquier persona. Se para frente a nosotras y exige su desayuno sin decir nada, ni tampoco bajar la mirada. Repite lo mismo en los restaurantes; incluso, luego de almorzar, se queda largo rato mirando televisión".
Un conocido profesor me contó que se lleva bien con Coca Kola, tanto así, me dice, que una vez lo encontró tirando piedras a unos niños que salían del colegio. Se avergonzó al verlo. Bajó su mirada y se fue del lugar cabizbajo. Los niños lo habían fastidiado.
Antes de la pandemia, en carnavales, era normal observarlo bailar cualquier música. Baila con el cuerpo erguido y con muy elegante estilo.
La municipalidad lo quiso auxiliar y, para ello, hasta le realizaron algunos exámenes de sangre. Coca Kola es libre y no han podido sacarlo de esta situación que, podríamos decir, es su hábitat.
En un día cualquiera, Coca Kola, limpia su calzado y zurce su ropa con suma tranquilidad, como lo haríamos nosotros antes de salir de casa. Con las manos como plancha, deshaja su camisa y pantalón y, finalmente, dobla sus pullos; en otras palabras, ordena los trastes que utiliza antes de salir a caminar por las calles de la ciudad.
Hoy, otra vez, lo he seguido. Me sorprendió a la altura de la Cooperativa de Crédito-Celendín. Caminaba puesto una abrigadora casaca de color negro; avanzó por la calle Grau, dobló por la Dos de Mayo; al llegar a la plaza mayor y ver que un borracho dormía la mona en la vereda de la farmacia MiFarma, cruzó la calzada y evitó acercarse caminando en media luna. A la altura de la iglesia regresó a la vereda y continuó su marcha silenciosa.
Fueron difíciles sus días en pandemia, aunque no se contaminó, se notaba que extrañaba el movimiento de la gente. Deambulaba solo, como siempre; esperaba el desayuno y almuerzo en las puertas o casas de las personas que muy bien conoce.
El Coca Kola me ha hecho recordar un cuento del gran León Tolstoi, el escritor ruso: “El Padre Sergio”. Al final de esta larga narración, después de cometer un delito, es este mismo personaje el que se sentencia a no probar bocado alguno si no era por la voluntad de un alma caritativa. El padre Sergio estuvo así durante ocho meses hasta que lo detuvieron y enviaron a Siberia.
El caso de nuestro loco, no es el mismo. Él vivirá en ese estado hasta que las piernas no lo puedan trasladar por veredas y calles. Entonces, los pullos que hoy lo cobijan, ya no serán los abrigos que mañana necesite.
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* José Luis Aliaga Pereira (1959) nació en Sucre, provincia de Celendín, región Cajamarca, y escribe con el seudónimo literario Palujo. Tiene publicados un libro de cuentos titulado «Grama Arisca» y «El milagroso Taita Ishico» (cuento largo). Fue coautor con Olindo Aliaga, un historiador sucreño de Celendin, del vocero Karuacushma. También es uno de los editores de las revistas Fuscán y Resistencia Celendina. Prepara su segundo libro titulado: «Amagos de amor y de lucha».
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Fuente de la imagen: https://masfe.org/
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