Compartimos una deliciosa y bellamente escrita crónica de Rodrigo Núñez Carvallo titulada: "El adiós de Pablo Macera". Publicada un 5 de diciembre de 2018 Macera, interrogado sobre su affaire con el fujimorimo, confiesa que se equivocó y sentencia que "los intelectuales no servimos para la política".
"Dentro de mi vanidad herida supuse que el Perú me había desperdiciado y que necesitaba una suerte de vindicación. Fue una vana apuesta. Terminé congraciándome con las fuerzas contra las cuales insurgiera en mi juventud".
"Mis torcidas inclinaciones me llevaron por una peligrosa pendiente, dice Macera con sarcasmo. Casi al filo de la muerte he comprendido que debí conformarme con mis escritos y no pedir nada a cambio". Imperdible.
El adiós de Pablo Macera
Por Rodrigo Núñez Carvallo*
Alguna vez mi hermano me contó cómo conoció a Raúl Porras. Viejo inmenso pese a su estatura, ironizó. Sería fines de 1959 y recién estaba en letras de la Católica. Tras la clase de lengua de Luis Jaime alguien dijo, creo que fue Toño o fue Javier, que deberíamos ir a escuchar una conferencia de Porras en la biblioteca nacional. Vamos, dijo mi hermano. El historiador tenía fama de tener un incisivo verbo y una bella oratoria, y se encontró con un auditorio atiborrado de curiosos, señoras emperifolladas y algunos invitados oficiales. Porras por entonces era canciller de la república y congregaba multitudes. Lo cierto es que tras el cóctel de honor se pasó la voz para continuar la velada en la mismísima casa del doctor. No irá mucha gente, comentaron. Así que nos tomamos un tranvía y nos bajamos en el edificio Marsano. Después de unos pocos pasos tocamos la puerta de una casa en esquina. La dirección se me quedó grabada: Colina 398.
Nos abrieron y pasamos. No había más de diez o doce personas, algunos amigos y en su mayoría jóvenes. La decoración era un poco anticuada pero había muchos libros. El mismo doctor descorchó un viejo vino y nos sirvió en unas copas pequeñas a modo de recibimiento. Le dijimos que éramos de la Católica y que queríamos conocerlo. Nos pidió nuestros nombres. ¿Y por qué ya no dicta en Plaza Francia? Ustedes comprenderán, las responsabilidades de dirigir la política exterior del país, se justificó.
La conversación iba saltando de tema en tema y de rincón en rincón. Al poco rato se fueron Toño y Javier. Me quedé solo y estaba por irme también cuando descubrí una cara conocida. Era un muchacho gordito al que había visto algunas veces en mi casa. Incluso se había quedado a comer en dos o tres ocasiones. Con mi padre hablaba de literatura y con mamá de arte y de pintura. Sí, era el mismo. Vestía un saco que no hacía juego con el pantalón, y opté por acercarme para conjurar mi timidez. En un determinado momento Porras habló de Cuba, de los imponderables en la historia, y como una manga de muchachos se habían subido a la Sierra Maestra para derrocar a la dictadura de Batista. Son un caso rarísimo, sentenció. No llegan a los treinta años y ya tomaron el poder.
Necesito otro trago, dijo intempestivamente Pablo Macera al filo de las doce. Pero hoy invito yo, añadió, aunque en verdad no sé si celebrar o ponerme a llorar. Luego hizo una pausa y continuó: Creo que he cometido la peor estupidez de mi vida. Cuándo no. ¿Así que nos estás invitando a la ribera izquierda? comentó Porras. Todos se levantaron de las sillas y la respiración del maestro se agitó mientras se ponía su abrigo azul lleno de lamparones. El de monigote bromeó Macera, que le servía para cruzar las madrugadas de Surquillo.
Más allá de la línea del tranvía estaba El Triunfo, un bar-comedero propiedad de un japonés, donde aterrizaban gentes de todos los pelajes: estibadores de mercado, borrachos, trasnochadores anónimos, vagos incomprensibles, pintores, bohemios y cuanto desheredado uno se pudiera imaginar. Una pequeña turbulencia se generó en el local cuando llegamos. Buenas noches, señor canciller, saludó algún malandrín de barrio. Porras hizo una venia y se sacó el sombrero gris de fieltro.
Nos sentamos en un apartado, y el doctor pidió una pasteurina para comenzar. Macera no quería cerveza y le exigió al japonés del bar que buscara una botella de pisco. De esas antiguas de marca Huamaní, aclaró. ¿Te sacaste la beca del Colegio de Francia? preguntó con curiosidad un joven esmirriado que después me enteré que se llamaba Hugo Neira. No, aún no puedo postular porque ni siquiera soy bachiller, exclamó Macera. Mi vida es desordenada y caótica, ustedes saben, se explayó. ¿Te vas a casar, entonces? Tampoco, la última enamorada que tuve se aburrió de mi neurastenia. Ya pues, deja de hacerte el interesante, dinos qué te ha ocurrido. Bueno, tengo que anunciarles que un trabajo mío llamado Tres etapas en la formación de la conciencia nacional, que inicialmente iba a ser mi tesis, ya no lo será. ¿Por qué? ¿Lo quemaste? ¿En un arranque autodestructivo lo perdiste? No, siento decirles que ha obtenido el premio Fanal de la International Petroleum Company y ya no podré presentarla para obtener mi título. Aunque me parece una indignidad haberme sacado ese galardón, tratándose de una empresa como la IPC, rapaz y tramposa, que ni siquiera tenía la concesión del subsuelo y que adulteró documentos y compró presidentes y ministros para defraudar sistemáticamente al erario. Pero no todo es tan malo, añadió Macera, pues hoy me dieron el cheque premiado de mil dólares, dijo con una radiante sonrisa. Luego se palpó el bolsillo del saco y mostró la billetera llena como nunca. Un rumor extraño se abrió cuando llegó la botella de la mano del único mozo de El Triunfo. Porras soltó la carcajada y acusó a Macera de incoherente. Carlos Araníbar, que estaba a punto de recibirse de historiador elevó sus amplias cejas y sus grandes ojos, y exclamó: qué barbaridad, esa empresa es una mierda ¿No te da vergüenza? Macera replicó en el acto: Por lo menos la IPC estimula el trabajo intelectual. Hay otras que tienen un desprecio olímpico por la cultura.
Solo me consuela saber que no será la última vez en la vida que la cague, dijo Macera con su proverbial pesimismo, y tres copitas de pisco encima
Solo me consuela saber que no será la última vez en la vida que la cague, dijo Macera con su proverbial pesimismo, y tres copitas de pisco encima. Tienes razón, Pablo. Siempre destruyes con la mano derecha lo que haces con el hemisferio izquierdo, dijo un presumido Hugo Neira recurriendo al absurdo. Los tragos ya habían encendido los ánimos. El único que permanecía ecuánime a pesar del tercer té piteado era Porras. Pobre de aquel miembro del servicio que se emborrache. El que no tiene noción de los límites no sirve para la diplomacia, ironizó. A propósito, dijo el doctor mirando el reloj. Es hora de retirarme. La cancillería me espera a primera hora, añadió. Todos se miraron y a Hugo Neira se le ocurrió hacerle una pregunta difícil para retenerlo. Sabía que era fácil jalarle la lengua.
¿Doctor, por qué usted es tan garcilasista? pregunto el flacucho discípulo. Porras apuró el último trago de un té piteado y miró al techo. Luego enfiló su mirada azul hacia Neira: Yo no tuve maestros, afirmó con énfasis. Cuando decidí dedicarme a esta notable disciplina encontré solo una historia amateur bastante distante de una historiografía científica. Mendiburu fue un mero recolector de noticias. Mariano Felipe Paz Soldán, José Toribio Polo, y Carlos Wiesse sucumbieron al positivismo. Riva Agüero tuvo grandes intuiciones en La Historia en el Perú, pero era reacio a la investigación documental. Por eso tuve que partir desde cero. Se trataba de organizar las fuentes, llenar los vacíos a través de estudios monográficos y luego pensar en una nueva síntesis. En esas circunstancias era imprescindible abocarme al estudio del inca Garcilaso de la Vega. Todos lo repetían pero nadie tenía idea de quién era. Yo tuve que aprovechar mis estadías en España para desnudar a este historiador canónico del incario y la conquista, que era hijo de coya y de conquistador. En Montilla donde vivió hasta 1591 encontré montones de documentos, donde demuestro que el ilustre cronista tuvo acceso a pingües rentas. También confirmé que adquirió esclavas moriscas para su servicio doméstico y se dedicó a la crianza de caballos. Sin embargo empleaba sus ratos de ocio a la fértil tarea de leer y escribir. ¿Y por qué lo admira tanto? Tú lo has dicho, Hugo. No puedo más que elogiar su pertinaz ejercicio de memoria, su dedicación y la cultura renacentista que adquirió. Es cierto, su visión tiene los límites de la lejanía, y la deformación del tiempo, además de una notable parcialización que se explica por su deseo de prestigiar su linaje inca. Sin embargo, solo el hecho de haber tenido como fuente una crónica perdida de Blas Valera le confiere un valor fundamental en cualquier historiografía. Neira sintió el impacto de las palabras del maestro, y retrocedió sobre sus pasos.
Fue entonces que Macera se apropió de la palabra: La noción de mestizaje que utiliza y maneja Garcilaso es tendenciosa pues él quería ser español. Por eso se va al exilio, quiere que lo reconozcan como hidalgo, busca simbólicamente al padre que lo negara y se cambia el nombre, para eso escribe. Necesita probar que es tan castizo como cualquier peninsular y por ello adopta el castellano y no el quechua, que es su lengua madre. El seudo-español y seudo-indio Garcilaso escribe a partir de la frustración del conquistado, y desde su condición de bastardía. ¿Esa es la peruanidad que se nos ofrece? Una nacionalidad a medias, que aunque no niega sus orígenes, busca asimilarse a otra. Repito, ese es el mestizaje ficticio que nos ha planteado el pensamiento conservador. La exaltación de Garcilaso que hizo Riva Agüero va en esa línea. Tapar nuestras viejas heridas históricas que aún supuran, con el algodón antiséptico de un presunto e igualitario intercambio racial, cuando en verdad la conquista fue estupro y genocidio. Todos se miraron las caras y voltearon hacia Porras.
Su drama fue ser indio en España, y español en Indias, sustentó Porras. Aunque debemos reconocerle su excelsa pluma que concede valor a las creaciones poéticas y a las concepciones mágicas del alma popular. Podrás decir que Los comentarios reales fueron su venganza literaria, pero no omitir que tuvo la audacia de rescribir la historia negada de su patria.
Macera sintió el peso intelectual del maestro, y calló. Neira se fue por las ramas y frívolamente preguntó: Doctor ¿y qué tal es el libro de Aurelio Miró Quesada sobre Garcilaso? Es un bluff, replicó Porras. O como dicen los españoles un farol, nada que valga la pena, flojo, añadió el maestro. Su único aporte fue descubrir el testamento de la madre del cronista mestizo… Luego al maestro se le escapó una sonrisa secreta y misteriosa. Aurelio Miró Quesada, me quitó el rectorado, se lamentó con cierta resignación...Y me ganó en mala ley. Hizo una campaña innoble en El Comercio, diario de su propiedad, acusándome falsamente de masón.
Imprevistamente el canciller se levantó de la mesa y trajeron la cuenta. Dios, son la tres y cuarto de la mañana, musitó Porras observando el reloj con dificultad. Macera se adelantó a pagar y miró los billetes con nostalgia. Odio ser un pobretón, sentenció mirando su billetera con codicia.
dos
Al año siguiente mi hermano se pasó a San Marcos, y se anudó la amistad con Macera, que era asistente de cátedra de Porras. El lugar de encuentro era siempre el Palermo. Macera solía aterrizar en el bar a media tarde en busca de compañía y conversación, y si veía a mi hermano se sentaba en su mesa. Dictar, me cansa dictar, decía Macera. Necesito un poco de disipación, antes de ir a fichar a la casa del doctor Porras ahora que se ha vuelto un páramo. Neira y Vargas Llosa se han ido a Francia y casi no veo al maestro. La cancillería le quita mucho tiempo, fuerzas y salud. Además el doctor está viajando mucho. Hace poco estuvo en Washington, y ahora acompaña al presidente Prado a una larga gira por Europa.
Macera sin Porras se sentía un tanto desamparado y la misantropía lo derruía. A veces mi hermano lo llevaba de exposiciones y librerías para distraerlo y terminaban en mi casa de Barranco. Yo era un niño aún pero lo recuerdo bastante bien. Buscaba a mi madre y le metía letra. Ambos eran de Huacho y el terruño los ataba, aunque ella le doblaba la edad. Cota, toca piano por favor, le pedía y mi madre interpretaba viejos boleros de María Grever o improvisaba algún huayno o marinera. Luego le solicitaba ver sus últimos cuadros y subían al estudio del techo. Allí se sucedían largos diálogos estéticos mientras el enorme guacamayo de mi madre deambulaba por la habitación para desesperación de Macera. En alguna ocasión me acuerdo de haberlos visto desternillarse de la risa de las obras de Zaratustra, el enorme pájaro multicolor, que por dormir en el caballete terminaba cagando las telas y dejando su huella en extrañas composiciones abstractas: verdes, blancas y amarillas.
A cierta hora Macera se retiraba discretamente. Quédate a comer, Pablo, le insistía mi madre, pero él parecía huir de los ojos inquisidores de mi padre. No sé si le caigo bien a tu papá, le confesó un día a mi hermano. Siento que me censura cada vez que me mira a través de sus anteojos. Seguramente no saqué la nota que él esperaba en sus clases de literatura en San Marcos. Y seguirá criticándome eternamente porque soy disperso y desordenado. Macera, nunca llegarás a nada si no te disciplinas, dijo mi padre el día que le dio la nota final: once.
Recuerdo un día que vino acongojado. Había muerto Porras de un infarto un día sábado por la noche y Macera quedó en la más absoluta orfandad intelectual. Su corazón ya no pudo más, fue su explicación. Ser canciller cerca de tres años lo mató. Prado lo había despedido malamente de Torre Tagle por oponerse en la reunión de cancilleres en San José, a la expulsión de Cuba de la OEA. Cómo decirlo. Se atrevió a desafiar a su gobierno y a los Estados Unidos, por defender un principio insoslayable, la no intervención.
Macera nos contó que el velatorio se instaló en Torre Tagle la tarde del domingo. Cientos de amigos, funcionarios, y pocas autoridades del gobierno desfilaron desde temprano ante su féretro. Cuando los asistentes se fueron, solo nos quedamos Neira, Baldomero Cáceres, su mujer Ileana Vegas y alguien más. Nos amanecimos acompañándolo. En algún momento llegó una ofrenda funeraria a nombre del gobierno cubano, pero por la mañana un funcionario intentó ocultar la tarjeta del arreglo floral.
El lunes el cortejo partió rápidamente de la cancillería pero los sanmarquinos detuvimos la carroza en el parque universitario y nos llevamos el ataúd. Allí, en medio del patio de letras le organizamos un homenaje y me encargaron rendirle unas palabras de despedida, a nombre de sus discípulos. No sé cómo pude. Recuerdo aún una frase que dije después de meditarla largamente. “Nunca quiso reconocimientos ni honores, y no tuvo otras armas que su fervor indesmayable por descubrir las raíces más hondas y puras de la nación, y en esa labor no escatimó fatigas ni desvelos”.
tres
A los pocos meses Macera se fue a Francia gracias a una beca de la UNESCO que le ayudó a conseguir el doctor Porras y llevó cursos con Marcel Bataillon, y Pierre Vilar. También asistía a algunas clases libres en el Colegio de Francia, pero según su propia confesión nunca escuchó a Braudel. Le exasperaba esa imagen de historiador todopoderoso y plagado de honores, capaz de doblarle la cerviz a sus alumnos y a la propia Historia.
No tengo nada que hacer en Europa, pregonó. El Perú es veinte veces más interesante y anárquico, y nada está hecho.
Macera odiaba Paríis, y como era muy malo para hablar en francés, prefería la serena quietud de su buhardilla y se pasaba días enteros en la cama. Al poco tiempo como es de suponer ya estaba de regreso en Lima. No tengo nada que hacer en Europa, pregonó. El Perú es veinte veces más interesante y anárquico, y nada está hecho. Volveré a San Marcos y organizaré algo interdisciplinario que vincule la historia, la antropología, la arqueología, y las artes populares. Nada de compartimentos estancos en las ciencias sociales. Dos años después nació el Seminario de Historia Rural Andina en un local abandonado de San Marcos, muy cerca del barrio chino y al costado del Congreso. Allí se levantó el destartalado reino de Macera, en la antigua sede del virreinal Colegio Real. Nada más propicio.
cuatro
Una noche de 1974 regresaba del centro con mi hermano, cuando cerca del estadio nacional, me señaló con el dedo una casa: Allí vive Macera. ¿Le tocamos la puerta? En verdad se trataba de un antiguo segundo piso al que se accedía por una larguísima escalera. Presioné el timbre y el propio Macera apareció por el balcón. ¿Te acuerdas de mí, podemos visitarte? Pasen. Una cuerda abrió la puerta y con gesto bonachón nos recibió en lo alto de la escalera y nos hizo pasar al primer salón. La casa era un museo. Entre los muebles viejos, surgían mantos paracas, pedazos de altares y sacristías, huacos finísimos y cálices antiguos. Una pequeña tabla que Macera atribuía a Tadeo Escalante presidía una esquina. Sí, es el mismo pintor que decoró la iglesia de Huaro en el Cusco, a fines del siglo dieciocho. Se trata de un muralista maravilloso que de alguna manera se emparenta con Hieronymus Bosch.
[Velasco] Es lo mejor que le puede haber pasado al Perú, ya demasiada oligarquía y poco pueblo
Recuerdo también que hablamos de Velasco y nos dijo: Es lo mejor que le puede haber pasado al Perú, ya demasiada oligarquía y poco pueblo. Además estaba contento porque el gobierno le había publicado sus Trabajos de Historia, cuatro tomos donde transitaba por temas tan disímiles como la economía colonial, el sistema de hacienda, la conciencia criolla de la independencia o la generación de intelectuales abortada por la crisis del treinta y la clausura de San Marcos. Yo justamente acababa de leer el último ensayo, así que pude complacer su orgullo de historiador, tanto que se animó a servir de una botella de cristal de roca un finísimo pisco de chacra.
Al final de la noche cuando ya estábamos por despedirnos Macera sacó un manojo de llaves y nos llevó por un estrecho corredor tapizado de pinturas cusqueñas. Luego abrió una vetusta puerta y encendió la luz. Era el cuarto de las maravillas. De sus estantes pendían fascinantes cajones de San Marcos, retablos mil de diferentes formas, aparadores llenos de artesanía antigua y de huacos sempiternos. Y esto no es todo, nos advirtió. Volvió a tomar el manojo y nos condujo a una habitación adyacente. Allí aluciné. Sobre unas mesas espartanas tenía la colección más grande que yo haya visto de esculturas en piedra de Huamanga. ¿Saben por qué les he enseñado todo esto? Ni idea. Mucha de mi pasión por el arte popular y la pintura viene de las conversaciones que tuve con la madre de ustedes.
Tiempo después supe que Macera estaba con una chica poeta. La conoció en el Wony de Tambo de Belén en alguna noche de delirio, y se enamoró de ella. Por entonces comenzó a parar con la gente de Hora Zero. Creo que le hizo un prólogo a un libro de Tulio Mora, Cementerio general, y le tomó el gusto a aquellos días de amorosa bohemia. Sin embargo no estaba feliz del todo. Le preocupaba su inestabilidad emocional, que ella se enterara más temprano que tarde, de sus dificultades para la convivencia. Debe ser difícil aguantarme y compartir la vida con un ser tan voluble como yo, le confesó a mi hermano.
Pronto se casó y se construyó una casa en La Molina muy bonita y bastante grande. Mi hermano alguna vez la visitó y me confió que estaba pensada para albergar su valiosa colección de artes populares. En las paredes había hornacinas y vitrinas empotradas, contaba con depósitos, luces especiales para admirar las piezas y una inmensa biblioteca. Pero un día inesperadamente el divorcio tocó la puerta y el castillo de afectos se cayó con estrépito. Dicen que la exmujer se quedó con todo y fue como comenzar de nuevo. Felizmente seguía teniendo el Colegio Real del jirón Andahuaylas como segunda casa. El seminario de Historia Rural Andina se volvió su feudo, su torre de quincha, su monacal reducto.
cinco
Muchos años después se me ocurrió visitarlo porque estaba en busca de unos datos sobre Porras. Por un amigo conseguí su teléfono y lo llamé sin dilación. Creo que me contestó su nueva mujer, una secretaria sanmarquina que se convirtió en su brazo derecho. Le di su encargo. Dice el doctor Macera que lo espera el martes a las once de la mañana. Sea puntual porque Pablo vive ahora entre Chaclacayo y Huacho e irá al centro especialmente por usted.
Llegué puntualmente a la cita y me sorprendió el caído esplendor del Colegio Mayor, donde se alojaba su oficina. Un portón desvencijado separaba la algarabía y el tráfago de los ambulantes de la calle, del silencioso recinto donde solamente se podía escuchar el canto de los pajarillos y el roce del viento contra las hojas de los árboles. Detrás de los anchos muros se alzaba un extenso jardín en cuyo centro había una pila de piedra que apenas lanzaba un chorrito insonoro de agua. A un lado, dos gigantescos ficus sombreaban un parco césped. Pregunté por la oficina del director y un conserje me condujo hasta el escritorio de una antigua secretaria. Al momento Macera cruzó un umbral y me dio la mano. Nos saludamos con una controlada efusión y a continuación hizo recuerdos de mi madre y de mi hermano. Ambos se fueron hace varias décadas. El tiempo corre como un vendaval.
A modo de provocación le pregunto si todavía piensa que la lucha de clases es la locomotora de la historia
Macera debe estar cerca de los noventa años pero luce bien, aunque más delgado. A modo de provocación le pregunto si todavía piensa que la lucha de clases es la locomotora de la historia. No creo. La verdad es siempre multidimensional y poliédrica, replica Macera. A veces es una carreta, un trineo, o sencillamente un caballo desbocado. Me rio. Es una típica respuesta “maceriana” que me retrotrae a los años en que la izquierda lo convirtió en un oráculo. Sus trabajos de historia, sus libros sobre arte popular, el descubrimiento e inventario de muchos murales en el Cusco, sus Conversaciones con Basadre, lo volvieron una figura descollante de la escena cultural. Sus opiniones irreverentes lo aproximaron al papel de profeta mediático. ¿Quién no recuerda sus díscolas respuestas? “El Perú no es un burdel, porque un burdel tiene más orden”
Pronto Macera se acostumbró a la letra de molde y al titular iconoclasta, pero un buen día cayó el muro de Berlín, vino el terrorismo y la izquierda casi se extinguió. Ya nadie le tocaba la puerta. ¿Cómo explicarnos tu ingreso al congreso en las listas del fujimorismo? En 1995 me equivoqué y en el 2000 mis yerros fueron aún mayores. Creí que el orden y la estabilidad eran necesarios después de décadas de crisis económica y social. Lo único triste es haber tenido como amigo a un hombre como Fujimori, que me llamaba a su despacho a conversar y yo me sentía importante. Fui muy ingenuo. Olvidé que en el Perú carecíamos de una clase dirigente y por eso las expresiones políticas siempre han sido deplorables y episódicas.
En 1995 me equivoqué y en el 2000 mis yerros fueron aún mayores (...) Los intelectuales no servimos para la política.
Los intelectuales no servimos para la política. Incluso Porras terminó sus días condenado al ostracismo pese a que su victoria era ideológica. No supe detectar a tiempo la entraña dictatorial del fujimorismo y el grado de corrupción al que llegó. Por lo general buscamos el reconocimiento a cualquier precio: halagos fáciles, cargos y deferencias. Sentía erróneamente que mi dedicación a la Historia y al arte popular, ameritaba honores y dignidades, posiciones expectantes y suertes vitalicias, y no vivir en la carencia y la escasez de un sueldito universitario. Dentro de mi vanidad herida supuse que el Perú me había desperdiciado y que necesitaba una suerte de vindicación. Fue una vana apuesta. Terminé congraciándome con las fuerzas contra las cuales insurgiera en mi juventud. Mis torcidas inclinaciones me llevaron por una peligrosa pendiente, dice Macera con sarcasmo. Casi al filo de la muerte he comprendido que debí conformarme con mis escritos y no pedir nada a cambio.
La conversación se alarga. Recabo la información que requería sobre Porras y Macera mira el reloj a pilas de su oficina. Es tarde. Ya la camioneta me está esperando para llevarme al fundo que tengo en Huacho, dice a manera de disculpa.
Nos despedimos con un abrazo y salgo del Colegio Real con la sensación de que el periodo colonial no se ha terminado. Hay un clima conventual, que seguramente aísla a los intelectuales de las demandas del presente, haciéndoles creer que están por encima de todas las vicisitudes y más allá de la realidad. Las élites siempre miran todo desde arriba.
Una camioneta parte rauda y atraviesa el portón de entrada. Junto al piloto va Macera que se ha enfundado una gorra y una casaca, y ha abandonado el saco celeste que sigue desentonando con el pantalón. Una mano temblorosa me hace adiós. A ciento cincuenta kilómetros lo espera su plantación y la cosecha.
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*Rodrigo Núñez Carvallo nació en Lima en 1953 y estudió en la Universidad Católica. Ha publicado La comedia del desierto (2002), Sueños Bárbaros (2010) y prepara un libro de cuentos, El tren de la memoria, bajo este mismo sello, y una novela histórica sobre Raúl Porras. A lo largo de estos años ha venido publicando cuentos y crónicas en el semanario de César Hildebrandt. Núñez también cultiva la pintura y el dibujo.
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Fuente: Facebook: https://www.facebook.com/notes/rodrigo-n%C3%BA%C3%B1ez-carvallo/el-adi%C3%B3s-de-pablo-macera/10155787937325776/
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