La reciente protesta indígena del Cauca que se extendió a varias regiones indígenas del país, junto con el paro de Buenaventura protagonizado mayoritariamente por población afrocolombiana, con connotaciones similares en otras ciudades del Pacífico, ha conducido a deducir la existencia de por lo menos dos Colombias, que llevarían muchos años enfrentadas.
Por Efraín Jaramillo Jaramillo*
“...Mis dos caras divisan el pasado y el porvenir.
Los veo y son iguales los hierros, las discordias y los males...”
Borges
30 de noviembre, 2019.- Estas notas atienden una invitación del coordinador de la Macro Región Pacífico (Comisión de la Verdad), para reflexionar sobre el estado del arte de la constitución de la Nación colombiana. Entiendo esta inquietud en el sentido de discutir el concepto de Nación en un contexto multicultural como el de Colombia, dada la confluencia de diversas identidades culturales, en un mismo espacio nacional.
Abordar este tema lleva en primer lugar a examinar las economías que se estructuran en aquellas regiones que tienen un predominio étnico como el Pacífico y la Amazonía, puesto que la economía, que en esencia es política, muestra las reales relaciones de poder en esas regiones, relaciones de poder que condicionan su desarrollo cultural y político.
En segundo lugar, lleva a preguntarnos sobre las condiciones políticas necesarias para que se produzca un reconocimiento y respeto por las identidades étnicas y culturales del país. Dicho de otra manera, las condiciones que deben darse, para que la multiétnicidad y la pluriculturalidad no generen conflictos políticos y sociales, que conduzcan a una desintegración del país.
Empecemos diciendo que, la multiculturalidad parte de constatar en un primer momento, la concurrencia de diversas culturas y etnias en un mismo espacio nacional. En un segundo momento plantea que estas culturas requieren de un “reconocimiento” por parte del Estado, para que puedan convivir en igualdad de condiciones y dignidad en esa Nación (Charles Taylor). Hasta aquí todo anda bien, hasta que pasamos a un tercer momento, cuando planteamientos multiculturalistas exigen que las diferencias étnicas y culturales se eleven a la categoría de derechos fundamentales —universales, naturales—. Esta fase del planteamiento multiculturalista es problemática, y no resiste un análisis político, ya que implicaría que en una Nación coexistan varios derechos fundamentales, que pueden ser incompatibles.
Aquí es cuando emerge el concepto de “interculturalidad” que, para superar antagonismos, objeta el planteamiento multiculturalista. La diferencia entre los dos conceptos es que la interculturalidad —que parte igualmente del reconocimiento de la diversidad cultural de la Nación—, establece determinadas condiciones para viabilizar la coexistencia de diferentes etnias y culturas: Las culturas deben consentir un consenso de valores que, aunque delimitan derechos particulares, son indispensables para la coexistencia. Este sistema de valores que tiene consenso en una democracia liberal tiene que ver con la democracia, la secularidad y el respeto por los derechos humanos —colectivos como individuales—. El planteamiento intercultural amarra así, la diversidad cultural a un orden de valores, promoviendo la convivencia, en contraposición del planteamiento multiculturalista que pone barreras y obstruye cualquier acercamiento intercultural. Por el contrario, la puesta en práctica de las premisas multiculturalistas conduce a crear sociedades paralelas dentro de un espacio nacional, que pone en riesgo la integridad del país.
¿Existen dos Colombias?
La reciente protesta indígena del Cauca que se extendió a varias regiones indígenas del país, junto con el paro de Buenaventura protagonizado mayoritariamente por población afrocolombiana, con connotaciones similares en otras ciudades del Pacífico, ha conducido a deducir la existencia de por lo menos dos Colombias, que llevarían muchos años enfrentadas. Se trataría por un lado de una Colombia premoderna, patriarcal, tradicionalista, autoritaria, preponderantemente rural, invadida por economías ilegales que arrasan ríos, descuajan bosques naturales, desplazan poblaciones nativas e imponen un orden social y político, afín a sus intereses. Esa Colombia, situada más al Sur y hacia la periferia del país, contrasta con una Colombia moderna, más educada, democrática, industrializada, urbanizada, de mayor crecimiento económico, más liberal, y más abierta al mundo y a procesos de innovación globales.
Aunque la corrupción no es un fenómeno exclusivo de la Colombia premoderna, sí es allí más perturbadora del clima social y los estragos que causa en la población y en la institucionalidad son allí mayores, y no es desatinado afirmar, que este es un factor que amplía la desigualdad económica y social entre esas dos Colombias.
En cuanto a la violencia, y para no perder de vista que estamos todavía distantes de alcanzar la paz, se continúan todavía registrando —aunque disminuidos— excesivos hechos sangrientos. No obstante, hay variaciones: mientras en la Colombia moderna la violencia ha disminuido ostensiblemente, persevera tercamente en la Colombia premoderna, principalmente en las zonas rurales de los departamentos del Cauca, Arauca, Huila, Nariño, Guaviare, Putumayo y Caquetá, donde se concentran buena parte de los grupos armados, vinculados con el narcotráfico, minería ilegal y otras actividades extractivistas —disidencias de las Farc, ELN, AGC y otras siglas—.
Otra diferencia entre estas dos Colombias, es que el Estado es más diligente y eficiente para proteger la Colombia moderna. Este ímpetu protector disminuye en la medida que se aproxima a la Colombia premoderna, donde actúa para defender poderosos intereses económicos de ganaderos y cañicultores, de empresarios de la palma aceitera y otras industrias. En el resto de los territorios, de indígenas y afrocolombianos, el Estado no descubre intereses que valgan la pena defender. Son territorios empobrecidos, además de secundarios, pues son de propiedad colectiva, no pagan catastro y están habitados por gente que repudia la economía de mercado, de allí que el derroche de violencia en la Colombia premoderna se presente principalmente en territorios habitados en su mayoría por población indígena y para el caso del Pacífico, por población afrocolombiana. Son territorios donde precisamente sus pobladores hacen ingentes esfuerzos por escapar a la inclemencia de la violencia y ensayan fórmulas nuevas de convergencia cultural y política para salir del “gueto de la insignificancia”, superar la pobreza y alcanzar la modernidad.
Lo que más perturba a los pobladores de esta Colombia premoderna, es que a la par que aumentan las acciones armadas en sus territorios, también crecen las actividades económicas que explotan sus bienes ambientales y el subsuelo, que, junto a la ampliación de los cultivos ilícitos, modifican la estructura productiva de las regiones y desestabilizan las economías propias de las comunidades.
En textos anteriores (1), hemos caracterizado estos hechos violentos como el capítulo más revelador de la tragedia humanitaria que viven indígenas, afrocolombianos y campesinos de esta Colombia premoderna, señalando un tema débilmente tratado por los estudiosos de la violencia, relacionado con las consecuencias más nefastas de la des-territorialización de indígenas y afrocolombianos, como son los cambios anímicos provocados por la barbarie, que modifican los contenidos de la conciencia y destruyen en ellos los vínculos más sensibles y espirituales con el territorio, una situación que anuncia el etnocidio.
Dos caras del mismo país
De estos acontecimientos de los últimos años, y los argumentos anteriormente explicitados sobre la existencia de las dos Colombias, una premoderna y otra moderna, no puede deducirse a la ligera, que el país se encuentra al borde de la desintegración. Para nada, pues, aunque sacudida por muchos conflictos bélicos, Colombia ha mostrado una sorprendente vitalidad para mantener su integridad; una empresa nada fácil, si observamos los numerosos conflictos derivados de la coexistencia —no siempre amable y tolerante— de muchas culturas, etnias y diferencias regionales.
Más que dos colombias —decantemos la idea—, lo que existe son dos caras diferentes de un mismo país
Más que dos colombias —decantemos la idea—, lo que existe son dos caras diferentes de un mismo país, lo que se advierte de la existencia de dos concepciones sobre la idea de Nación y la forma de organizar la sociedad y el Estado colombianos. Estas ideas, son perseverantes y en ocasiones han estado enfrentadas con virulencia desmedida —valga la pena recordar las guerras civiles en que se vio envuelta la joven República a finales del siglo XIX y comienzos del XX, y “La Violencia” de los años 50—. Son estas ideas las que le dan fisonomía a las dos caras y hacen las diferencias. Es un fenómeno complejo, enrarecido por la existencia de ideologías que han marcado el rumbo del acontecer político del país, polarizándolo y aplazando la salida de la premodernidad de la Colombia más pobre y atrasada.
Estas ideologías —es una mera hipótesis explicativa—, nublan la capacidad crítica y ética, que impide a las personas “valerse de su propia razón” (Kant), y lo que es más pernicioso, conducen a anular la “fuerza explosiva del conocimiento y la reflexión” (Adorno) para resistir la seducción de programas políticos rudimentarios que, como tantas veces en la historia del país, han manipulado a importantes segmentos poblacionales —poco dispuestos al pensamiento— apelando a sentimientos profundos de raíz nacionalista, étnica, racial o religiosa. Son programas que no están fundamentados en análisis racionales; solo satisfacen necesidades emocionales de solidaridad con causas de aparente justicia histórica, que contribuyen a la polarización del país.
Es una polarización que conduce a la proliferación de lo que Hannah Arendt denominaba “verdades de opinión”, presentadas como “verdades de hecho”, que para Arendt era propio de mentes autoritarias, que le asignan un carácter de hecho a las opiniones, opiniones que a fuerza de repetición terminan siendo aceptadas como verdades.
Una de esas polarizaciones, es especialmente dolorosa, porque conduce a la pérdida de un horizonte empático entre los grupos étnicos y de estos con los campesinos y otros sectores pobres de la sociedad. Es la polarización que se genera con el uso fundamentalista del concepto de raza, como categoría para explicar la formación de relaciones sociales en América, una tesis popularizada por el sociólogo peruano Aníbal Quijano, que ha calado muy hondo en países como Bolivia. Allí el presidente aymara, Evo Morales, por razones ideológicas, ha aseverado que “estamos en una situación de colonialismo interno, de choques raciales y de reacciones violentas de las antiguas élites, que no soportan haber perdido el poder...”
Cierto, Colombia ni es Bolivia, ni sus élites en el poder vieron amenazados sus privilegios ante negros e indígenas, la última vez que sucedió algo parecido fue en 1781, durante la Rebelión Comunera en el Virreinato de la Nueva Granada. Pero ese no es el punto. Lo que se quiere destacar aquí es que las categorías raciales, no son aptas, ni social ni políticamente para generar ‘procesos de descolonización’, tan preciados por Quijano y sus seguidores, pues más que enaltecer identidades, esas categorías conducen a exacerbar esencialismos culturales que cierran las puertas a los otros —a los diferentes por sus rasgos fenotípicos— obstruyendo la construcción de la interculturalidad, lo que es altamente inconveniente en regiones multiétnicas, como el Pacífico, donde precisamente la convergencia étnica y cultural se erige como la herramienta política más importante para “la construcción social de la región” (Sergio Boisier), teniendo de fondo, sus componentes étnico-culturales.
No se puede perder de vista el desarrollo que genera en una sociedad el intercambio de valores culturales. La interculturalidad ha enriquecido, nunca disminuido a las culturas y la experiencia histórica ha mostrado, que ningún grupo humano ha podido avanzar y reproducirse partiendo de su propio sustrato cultural. El aislamiento racial, étnico o cultural, ha conducido en el mejor de los casos, al estancamiento de los pueblos. Subrayo en el mejor de los casos, pues en la práctica ha terminado en pogromos de muchos pueblos —judíos, armenios, kurdos, tutsis, rohingyas, o para no ir lejos, cuibas—.
A continuación, queremos hacer una aproximación a un fenómeno complejo, salido a la luz pública por las actuales manifestaciones protagonizadas por jóvenes que ven sus vidas frustradas por la ausencia de una política educativa, que les ofrezca condiciones reales para salir de esa Colombia atrasada, una juventud que anhela progresar y soltarse de las ataduras de la premodernidad. Una juventud que nota como el paso del tiempo sigue deteriorando sus vidas.
Observando las pancartas, escuchando las consignas y entrevistas de las marchas, tanto en Bogotá, como Cali, Barranquilla o Buenaventura... —parecidas a las de Chile y Bolivia—, los momentos más explícitos de estas movilizaciones estuvieron enmarcados por procesos que podríamos definir como pluriétnicos y no de características raciales. Y este es el punto. La oposición más vigorosa (y lúcida) al estado actual del sistema social colombiano y sus políticas gubernamentales, está conformada en buena parte por estos sectores juveniles. Aunque los avances en la educación han sido modestos, no hay duda de que los jóvenes de hoy están mejor informados y tienen una visión más amplia que la generación de sus padres. Así existan grandes obstáculos para que jóvenes indígenas y negros accedan a una educación de calidad, son muchos —más que antes— los jóvenes que reciben una formación universitaria, proveniente del ámbito del racionalismo occidental. Tienen más acceso a la información digital y conocen lo que sucede en otros países. Lo principal, buscan alejarse de aquellos valores verticales y autoritarios o ideas petrificadas que no los interpela, así estén encubiertas de un halo de ‘progresismo populista’, aunque hay que señalar, que la “razón populista” atrae más pueblo, que aquellas vertientes de la izquierda ortodoxa, que oponen el concepto de ‘clase’ al concepto de ‘pueblo’ (Ernesto Laclau)
A estos jóvenes ya no los convoca la lucha armada, que es un aspecto del pasado que detestan. Tampoco se entusiasman con consignas contra el capitalismo o el imperialismo. Son refractarios al culto a la personalidad y a seguir —querámoslo ver o no— ideales emotivos que enaltecen las identidades culturales y étnicas. Estos se han vuelto valores que resultan añejos en el mundo globalizado de hoy. Esto confunde a veces, pues se le reprocha a esta juventud por no poseer grandes ideales, tener un sentido limitado de una genuina solidaridad y fraternidad y a veces con gustos musicales y modas estéticas terribles. Pero son jóvenes que los indigna la indolencia del Estado frente a las necesidades de poblaciones étnicas y los atropellos a sus comunidades, les repugnan los líderes corruptos en el plano ético e ineptos en el ámbito técnico-administrativo y, sobre todo, aprecian la diversidad cultural. Eso hace una enorme diferencia.
Estos jóvenes —como casi todos los jóvenes del mundo subdesarrollado— quieren salir del atraso y transitar hacia la modernidad. No del capitalismo al socialismo. Reclaman el Estado de derecho, la libertad a la protesta y la vigencia irrestricta de los derechos humanos. Prefieren la diversidad democrática en vez de la monotonía de una sola ideología, lo que se aprecia en la simpatía que despierta en ellos los valores modernos, racionales y pluralistas. Por eso es por lo que cada vez se vuelve más difícil manipularlos política e ideológicamente, independientemente de su pertenencia étnico-cultural o del color de su piel. Es una juventud que viene asumiendo valores interculturales. En fin, una juventud en proceso de modernización.
Nota:
(1) PCN & JENZERA: “Tragedia humanitaria del Pacífico colombiano”.Corregimiento de El Valle, Ciudad Mutis, Chocó. Edición 663 – Semana del 30 de noviembre al 6 de diciembre de 2019
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*Efraín Jaramillo Jaramillo es integrante de la Comisión de la Verdad (Macro Región Pacífico)