Por Wilfredo Ardito Vega
19 de enero, 2019.- Hace quince o diez años yo era conocido entre mis amigos como alguien que disfrutaba mucho vivir en Lima y ayudaba a otros a disfrutarla. Les llevaba a pasear por los Barrios Altos, por las calles de Barranco o por el Olivar. Comíamos en el Ton Wa del barrio de Monserrate o en la dulcería La Flor de la Canela del jirón Trujillo. Son muchos, desde los visitantes extranjeros hasta mis alumnos de aquella época quienes recuerdan con mucha gratitud haberles mostrado una ciudad que mantenía su esencia particular y su calidad de vida.
No sé si sería capaz de proporcionarles esa misma sensación en esta época, porque en los últimos años la ciudad se ha deteriorado de manera vertiginosa.
En parte ha sido responsable el desordenado crecimiento económico: las hermosas casonas de Jesús María o Magdalena fueron demolidas para dejar lugar a aburridos y enormes edificios, frente a los cuales ni vale la pena pasear.
En el centro histórico, la destrucción ha sido más dramática, debido a sucesivos incendios que hicieron cenizas varios edificios emblemáticos: las desgracias empezaron con El Buque, en los Barrios Altos, pero luego fueron quedando en ruinas los dos edificios de la Plaza Dos de Mayo, el edificio de la compañía de seguros en el Jirón de la Unión y el edificio Giacoletti en plena Plaza San Martín. Lo más indignante es que en todos los casos era totalmente evidente que los inmuebles estaban en riesgo, pero ni a los ocupantes ni a las autoridades municipales les importaba mayormente.
De igual manera, en los Barrios Altos, uno de los lugares más emblemáticos de la ciudad, decenas de quintas y casonas han sido demolidas para la construcción de gigantescos depósitos destinados al Mercado Central. Hace unas semanas, unos amigos y yo encontramos que también la casa donde vivió Felipe Pinglo había sido clandestinamente demolida. ¿Es que la Municipalidad no puede impedir que se construya ilegalmente un edificio de catorce pisos?
De igual manera, las autoridades del Congreso también pusieron de su parte para afectar a los ciudadanos y dispusieron el cierre del Museo de la Inquisición y del Museo Afroperuano, ubicados en locales del Poder Legislativo.
Reconozco que no todo fue deterioro en los últimos años: Ripley recuperó el Palais Concert, Art Express salvó el Crillón, se convirtió en peatonal el jirón Ica-Ucayali, la huaca Matero Salado se convirtió en un foco de actividad cultural y la alameda de los Descalzos luce ahora limpia y cuidada. Precisamente, quizás lo más resaltante fueron las gestiones municipales del Rímac y San Isidro: dos alcaldes con visión realizaron una serie de obras en beneficio de los vecinos. Especialmente, el caso de Manuel Velarde demuestra cómo se puede planificar la ciudad pensando en los espacios públicos, los ciclistas, los peatones, las personas mayores.
A Jorge Muñoz le toca enfrentar una ciudad abrumada por la improvisación. En su gestión en Miraflores, muchas personas conocieron la huaca Pucllana o la casa de Ricardo Palma... pero también muchas casonas tradicionales miraflorinas desaparecieron.
¿Estará Muñoz a la talla del gran reto que tiene? Porque de las decisiones que tome puede venir la recuperación de la ciudad o el colapso definitivo de su patrimonio.