La contundente victoria de Andrés Manuel López Obrador en las elecciones del 1º de julio de 2018 constituye un hecho histórico para México. Los resultados no solo posibilitaron, por primera vez, la llegada de una fuerza ubicada en la izquierda, sino que dinamitaron el poder del viejo Partido Revolucionario Institucional (PRI). No obstante, a partir del 1º de diciembre se verá si la forma de articulación pragmática de intereses –a veces contrapuestos– detrás de formulaciones excesivamente genéricas resulta suficiente para cumplir con la promesa de «moralizar» el país, acabar con la violencia y reducir las desigualdades
El gobierno progresista "tardío". Alcances y límites de la victoria de AMLO
Por Massimo Modonesi
Nueva Sociedad, 27 de agosto, 2018.- La primera derrota electoral reconocida de las derechas mexicanas, después de las cuestionadas elecciones de 1988 y 2006 –plagadas de denuncias de fraude–, generó un momento de entusiasmo y llevó a decenas de miles de personas a la calle para festejar la victoria de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en su tercer intento de llegar a la Presidencia mexicana. El presidente electo obtuvo 53% de los votos y ganó en 31 de los 32 estados del país. Ricardo Anaya (Partido Acción Nacional, pan) se ubicó en 22% y José Antonio Meade (Partido Revolucionario Institucional, pri) quedó relegado a 16%, en una histórica derrota para el partido que gobernó México durante siete décadas de manera ininterrumpida desde su fundación en 1929 hasta 2000, y entre 2012 y la actualidad.
Entre quienes se concentraron en el Zócalo para celebrar figuraban no pocos izquierdistas. Eran conscientes de que la situación es diferente de los momentos de auge de masas del pasado, pero lo sentían como una revancha que no dejaba de tener cierto sabor plebeyo y antioligárquico y no se podían perder un festejo catártico como el que habían soñado, no fuera a ser su última oportunidad. Mientras cantaban nostálgicamente «El pueblo unido no será vencido», el más moreno «pueblo obradorista» también se volcó en la plaza al grito de «Es un honor estar con Obrador».
La dimensión histórica de lo ocurrido el pasado 1o de julio fue recogida, por adelantado, en el propio nombre de la coalición triunfadora: Juntos Haremos Historia. Y con la elección de López Obrador culmina, en efecto, un largo y tortuoso proceso de transición formal a la democracia: esta vez se logró una plena alternancia en el poder, con la victoria de la oposición de centro-izquierda, aquella que había aparecido en 1988 para disputar al pan el lugar de oposición democrática al pri. Cabe recordar, justo a 30 años de distancia, que desde entonces se asumía que el pan era una oposición leal al régimen priísta, que comulgaba con el neoliberalismo emergente y con el autoritarismo imperante. La alternativa planteada por el neocardenismo y el Partido de la Revolución Democrática (PRD) propugnaba el retorno al desarrollismo, pero con un acento más pronunciado en la justicia social. Tenía además un diagnóstico de las causas de la desigualdad diferente del que presenta el actual programa de AMLO y el Movimiento Regeneración Nacional (Morena), que coloca la corrupción como el factor sistémico, como causa y no como consecuencia de las relaciones y los (des)equilibrios de poder. El proyecto de revolución democrática surgido en 1988 implicaba una transición democrática no solo formal sino sustancial: la reducción de las disparidades socioeconómicas como condición para el ejercicio de la democracia, tanto representativa como directa. El prd abandonó posteriormente este horizonte ideal y se convirtió en un partido paraestatal, clínicamente muerto desde 2013. A punto tal que en las últimas elecciones apenas logró sobrevivir, en calidad de aliado-parásito del pan, al tsunami de Morena, un partido fundado hace apenas cinco años por amlo y que le drenó el alma, las bases y los fundamentos políticos-ideológicos al prd y que el 1o de julio alcanzó una votación que rebasó por mucho los mejores resultados de cualquier candidatura de izquierda o centroizquierda en el pasado.
Pero el círculo de la alternancia –y también del beneficio de la duda–, que se cierra con esta elección y marca un evento histórico significativo, no garantiza, sin embargo, el alcance histórico del proceso que sigue. Más aún si las expectativas son tan elevadas como las que suscita amlo al sostener que encabezará la «cuarta transformación» de la historia nacional y al autoproclamarse explícitamente el heredero de José María Morelos, Benito Juárez, Francisco Madero y Lázaro Cárdenas. Empero, lejos de todo izquierdismo, el presidente electo enfatiza el rasgo moralizador y el perfil de estadistas y demócratas de estas figuras, en línea con su propia campaña electoral, en la que propuso incluso una nueva «Constitución moral». Por otra parte, no omite mencionar que en esta oportunidad no habrá conflicto ni ruptura violenta, sino que la transformación será «pacífica» y «amorosa». No hay truco ni engaño; según la letra de su programa y su discurso de campaña, esta transformación atañe fundamentalmente a la refundación del Estado en términos éticos y solo en segunda instancia tendrá las reverberaciones económicas y sociales necesarias para la estabilización de una sociedad en crisis. Del éxito de la cruzada anticorrupción se deriva no solo la realización de la hazaña histórica de moralizar la vida pública, sino la posibilidad de lograr tres propósitos fundamentales: pacificar el país, relanzar el crecimiento a través del mercado interno y redistribuir el excedente para asegurar condiciones mínimas de vida a todos los ciudadanos. Todo ello, respetando la propiedad privada y el libre comercio y apoyándose en los empresarios honestos. Se trata de una ecuación que, para convencer a propios y extraños, ha sido repetida hasta el cansancio tanto durante la campaña como el mismo día del histórico festejo en el Zócalo capitalino.
Respecto de los gobiernos progresistas latinoamericanos de las últimas décadas, el horizonte programático de AMLO está dos pasos atrás en términos de ambiciones «antineoliberales», mientras destaca por la insistencia casi obsesiva en la cuestión moral, en la que precisamente muchos de esos gobiernos naufragaron. Por otra parte, el presidente electo –que pulverizó al viejo y poderoso pri– tiene ante sí el desafío de la pacificación y de la disminución de la violencia, con todas las dificultades que plantean esos objetivos, pero también con la oportunidad de provocar un impacto profundo y marcar un cambio sustancial respecto del México actual. Por la urgencia y la sensibilidad que rodea esta cuestión, será en estas metas –más que en cualquier otro terreno y a la par de las dinámicas económico-financieras– donde se medirán el alcance del nuevo gobierno, su popularidad y estabilidad en los próximos meses. Además de las esperadas medidas de austeridad republicana, es decir, los recortes de los salarios y gastos de los altos funcionarios, el cumplimiento de otras promesas no será tan inmediatamente perceptible como, por ejemplo, la eventual disminución de la corrupción, o lo será de forma indirecta por tratarse de políticas sectoriales, por ejemplo, el rescate del campo, las becas a estudiantes, la construcción de viviendas populares, el apoyo a los adultos mayores, etc.
Por otro lado, la promesa de «hacer historia» convoca en principio a todos los ciudadanos «juntos», al «pueblo». Sin embargo, más allá de la transversalidad y la voluntaria ambigüedad de la convocatoria amplia propia de cualquier campaña electoral, a partir de ahora se hará tangible la espinosa definición del sujeto que impulsa y el que se beneficia del cambio. La fórmula obradorista, desde 2006, contiene un ingrediente plebeyo y antioligárquico: se construye sobre la relación líder-pueblo y abandera la fórmula «Solo el pueblo puede salvar al pueblo». Al mismo tiempo, tanto Morena como la campaña fueron construidos alrededor de la centralidad y la dirección incuestionable de amlo, una personalización que llegó al extremo de bautizar el acto de cierre de campaña AMLOfest y de usar el acrónimo amlo como una marca o un hashtag (#AMLOmanía). Por otra parte, junto al pueblo obradorista y a su guía, están otros grupos con creencias y prácticas muy diversas entre sí: los dirigentes de Morena y los pequeños partidos aliados –el Partido del Trabajo, de origen maoísta, y el Partido Encuentro Social (PES), evangélico y conservador– y toda la pléyade de grupos de priístas, perredistas y panistas que, con olfato oportunista, cambiaron de bando en el último momento. En el campo social, se sumaron también vastas franjas de clases medias conservadoras, así como sectores empresariales a los cuales amlo dedicó especial atención durante la campaña en el afán de desactivar su animadversión y contar con su colaboración a la hora de tomar posesión del cargo, en diciembre de 2018. Cada uno de ellos exigirá lo propio y será valorado en relación con su específico peso social, político y económico, en aras de mantener el equilibrio interclasista y la gobernabilidad. Es evidente que el demoledor 53% de los votos, si bien ha sido la expresión del hartazgo y del rechazo hacia los partidos que malgobernaron México en las últimas dos décadas, no implica, sin embargo, un giro cultural y político en términos de los valores, las percepciones y las aspiraciones de la gran mayoría de los ciudadanos. En este sentido, detrás de las alianzas formales, hay una sumatoria de votantes todavía más variada, muchos de ellos probablemente arrastrados por el clima que imperó en las últimas semanas de la campaña, cuando quedó claro que amlo retenía y aumentaba el caudal de intenciones de votos mientras que sus contrincantes se estaban disputando a golpes el segundo lugar.
Entonces el «juntos» (y revueltos) del nombre de la coalición sigue un esquema populista: la abigarrada articulación de un vacío que solo pudo llenar coyunturalmente la ambigüedad discursiva y, a partir de ahora, la capacidad de arbitraje y el margen de decisión del líder que la pergeñó y difundió. Entre equilibrios precarios y alianzas inestables, se vuelve imprescindible recurrir a la tradición y la cultura del estatalismo y del presidencialismo mexicanos –con sus aristas carismáticas y autoritarias– que, no casualmente, no fueron cuestionados a lo largo de la campaña obradorista. Es temprano para saber si habrá una nueva versión del «priísmo infinito» que colonizó todo aquello que se le acercó, como en el caso del pan desde mediados de los años 80 o del prd desde 1997. La derecha insiste en cuestionar a López Obrador por sus ideas «viejas», invocando el fantasma del echeverrismo, aquel viraje post-68 del presidente Luis Echeverría Álvarez hacia la apertura democrática controlada, hacia una compulsiva inversión estatal (en tiempos de bonanza petrolera), hacia la retórica antiempresarial y tercermundista. Desde la izquierda, a su vez, se sospecha y se teme que ni a esto va a llegar, porque no estamos en los años 70. El propio López Obrador, que se formó en aquel ambiente de reformismo priísta, tiene aspiraciones más modestas y un estilo más sobrio que el del otro López (Portillo) que gobernó entre las décadas de 1970 y 1980 y que encarnó la máxima expresión discursiva y, al mismo tiempo, el punto de inflexión real del priísmo populista, desarrollista e integrador.
Al margen de los contenidos, que como anuncia el programa oscilarán entre una sustancial continuidad del modelo neoliberal y dosis limitadas de regulación estatal y de redistribución hacia los sectores más vulnerables, la cuestión democrática es la que podría paradójicamente frustrar las expectativas de cambio histórico para reducirse a un esquema plebiscitario «bonapartista», ligado a la figura del líder máximo
Al margen de los contenidos, que como anuncia el programa oscilarán entre una sustancial continuidad del modelo neoliberal y dosis limitadas de regulación estatal y de redistribución hacia los sectores más vulnerables, la cuestión democrática es la que podría paradójicamente frustrar las expectativas de cambio histórico para reducirse a un esquema plebiscitario «bonapartista», ligado a la figura del líder máximo que convoca a opinar sobre la continuidad de su mandato u otros temas emergentes. El culto a las encuestas dentro de Morena, tanto las que sirvieron para seleccionar a los candidatos como las que sostuvieron el triunfalismo de la campaña, podría ser el preludio de un nuevo estilo de gobierno en el cual el pueblo sea asimilado a la opinión pública. Por otra parte, este joven partido, nacido y crecido con la mira puesta en las elecciones y como «aparato antifraude», tiene una vida interna prácticamente nula, y sus bases y dirigencias corren el riesgo de devenir simples correas de transmisión del gobierno federal y los gobiernos locales, como ha ocurrido en las últimas décadas con otras organizaciones similares bajo los gobiernos progresistas latinoamericanos.
Algunos esperan, en la izquierda, que la transición formal a la democracia que hemos presenciado el 1o de julio y la experiencia de un gobierno progresista tardío en México no cierren las puertas a la participación desde abajo y, por el contrario, propicien el florecimiento de instancias de autodeterminación. Esto sí que podría abrir la puerta a una transformación de portada histórica. En este sentido, no queda claro si el país está frente a una versión más de las «revoluciones pasivas» que caracterizaron el ciclo progresista en América Latina(1). Algunos elementos apuntan en esta dirección: el estilo y los dispositivos bonapartistas; la retórica de la «gran transformación histórica»; el principio de la alianza interclasista, «nacional y popular»; la incorporación de demandas populares en un proyecto conservador; el probable transformismo de algunas franjas de dirigentes populares que se aprestan a volverse operadores del aparato estatal. Al mismo tiempo, las revoluciones pasivas suelen surgir de la necesidad de «pasivizar» una activación desde abajo, de canalizar hacia la desmovilización a sectores de las clases subalternas que amenazan el orden, ofrecerles reformas a cambio de su lealtad, de su aceptación de un pacto de dominación simplemente enmendado. Este podía ser el escenario de 2006, cuando el ascenso de las luchas antineoliberales, en México como en América Latina, planteaba una correlación de fuerzas no favorable a las clases dominantes. Pero no es el caso del México actual, donde se vive un proceso de descomposición social y de derechización que atañe tanto al origen y la orientación clasista de los gobiernos y de los principales partidos políticos como al desborde de fenómenos de corrupción de la clase política y de la violencia endémica que atraviesa a la sociedad mexicana.
En este contexto adverso, los movimientos populares, tanto los independientes como aquellos que se cobijan detrás de partidos como Morena, se encuentran a la defensiva. En particular, el campo popular independiente y organizado estuvo más expuesto a la intemperie del actual clima social y político: suele ser perseguido, criminalizado y se encuentra en una etapa de dispersión y desmovilización relativa. Esta condición de debilidad se evidenció, en la actual coyuntura electoral, en las dificultades que encontró la frustrada candidatura zapatista de Marichuy Patricio, propiciada por el Concejo Indígena de Gobierno (CIG) como un punto de articulación de las luchas antineoliberales y anticapitalistas, pero también se hizo presente en la actitud de las principales organizaciones sociales independientes y combativas respecto de la candidatura de amlo. En este sector, en el contexto preelectoral, se observó una relativa convergencia táctica de carácter defensivo(2). En ambos casos operó una combinación entre la apreciación de la oportunidad política y de la coyuntura crítica y la constatación del giro conservador operado por AMLO y Morena. La predominancia de adhesiones activas, pasivas o silenciosas da la sensación de que, implícita o explícitamente, se difundió una disposición al voto útil hacia el candidato progresista. Candidato que, sin embargo, operó un marcado y evidente desplazamiento hacia el centro –en la profundización de una tendencia ya perceptible en la campaña de 2012–. El «Proyecto de Nación 2018-2024», que se basa en un libro publicado en 2017 por López Obrador(3), contiene un planteamiento que combina sustanciales garantías de continuidad neoliberal con puntuales propuestas de políticas sociales y de intervención estatal en sectores económicos estratégicos. A lo largo del texto se encuentran muy escasas y escuetas referencias a demandas o intereses específicos de las organizaciones sociales independientes(4).
Un dato de fondo que no puede soslayarse es que Morena, a diferencia del PRD –desde su fundación en 1989–, no ha incorporado orgánicamente ni establecido una estrategia de alianzas con movimientos y organizaciones sindicales independientes, sino que ha heredado del prd las relaciones con organizaciones campesinas y buscado, o simplemente encontrado, vínculos puntuales como los afianzados en esta coyuntura electoral con algunos dirigentes o figuras(5). Prueba de la ausencia o del desinterés por un vínculo más amplio con los movimientos sociales fue el nombramiento del ultraconservador y ex-integrante del pan Manuel Espino como «coordinador de organizaciones sociales y civiles» de la campaña. Es difícil establecer si esta actitud se debe solo a la orientación centrista de la campaña o a un rasgo constitutivo de Morena. Esta opción por no mantener vínculos orgánicos con otras entidades organizadas podría tener orígenes o propósitos diversos, como evitar las corrientes internas, las dobles afiliaciones y lealtades y sus posibles desviaciones corporativas o clientelares que primaron en el prd –y tendieron a desvirtuarlo como un partido-frente– y propiciar el centralismo, la afiliación estrictamente ciudadana o la constitución de una identidad primaria morenista en un partido de reciente creación.
se percibe un difuso escepticismo respecto a las credenciales de izquierda de amlo y de Morena. Tampoco se comparte el optimismo esperanzado respecto del «hacer historia» en el sentido profundo, ya sea como superación del neoliberalismo o como un real cambio de régimen y una transición sustantiva a la democracia
Salvo en los contados casos en que se dio una alianza orgánica con movimientos sociales específicos, se percibe un difuso escepticismo respecto a las credenciales de izquierda de amlo y de Morena. Tampoco se comparte el optimismo esperanzado respecto del «hacer historia» en el sentido profundo, ya sea como superación del neoliberalismo o como un real cambio de régimen y una transición sustantiva a la democracia. Más aún, existe la duda fundada de que esta historia se haga realmente «juntos» cuando no se convoca explícitamente a importantes franjas organizadas de las clases subalternas. Sin embargo, si bien ya no se lo reconoce como de izquierda, AMLO se distingue de las derechas. En términos generales, el discurso que emanó de un gran número de organizaciones sociales independientes tendió a oscilar y buscar un difícil y precario equilibrio entre señalar los límites del proyecto –deslindándose o marcando una distancia– y reconocer que es el mal menor y que puede marcar una discontinuidad respecto de la situación actual y desplazar a las fuerzas políticas de derecha responsables de la situación de México, lo cual, ante las circunstancias consideradas particularmente dramáticas, resulta trascendente. La atmósfera que se respira en organizaciones, colectivos y núcleos militantes es de perplejidad frente a una candidatura que no convenció pero pudo vencer y que, por ello, representa objetivamente una gran oportunidad histórica y política.
Un dato significativo: a diferencia de 2006, cuando AMLO estuvo a punto de llegar a la Presidencia, esta vez nadie –ni siquiera veladamente– llamó a la abstención, y primó la tendencia de ir a votar y de hacerlo por López Obrador. La consigna propia de la izquierda independiente fue que había que organizarse y disponerse a luchar sea cual fuere el gobierno surgido de las urnas. No obstante, a pesar de un clima que genera una convergencia general en la lectura de la coyuntura y de la caracterización de la candidatura de López Obrador, a la hora de los pronunciamientos no se estableció una estrategia ni un comportamiento en común entre los movimientos y organizaciones sociales. No pocas organizaciones optaron por tejer un vínculo orgánico y llamar públicamente a votar(6), pero otras tantas decidieron no pronunciarse en este sentido. En este segundo grupo, algunas quisieron enviar algún tipo de mensaje, ya sea asistiendo a reuniones o mítines de campaña, invitando a no votar por las derechas(7) o a votar «a la izquierda»(8), mientras que otras simplemente se mantuvieron en silencio y sin contacto alguno con el candidato y sus alrededores. Un silencio difícil de interpretar y que no figura en el registro de los posicionamientos, pero que hay que escuchar y que solo parcialmente puede interpretarse como «quien calla otorga».
Entre los silencios, resuenan la valoración de la autonomía de muchas luchas socioambientales y obreras o la distancia que marcan, desde la sociedad civil, organizaciones de víctimas y de defensa de los derechos humanos. Es sintomático que no se hayan registrado adhesiones de colectivos de jóvenes y estudiantes(9) ni de feministas, con lo cual parecen mantenerse voluntariamente al margen del proceso electoral y de la campaña de AMLO dos de los sectores más combativos y militantes que han protagonizado luchas y protestas en los últimos años. Este silencio no puede pasar inadvertido porque se trata de actores que han tomado y usado la palabra para impugnar el mismo orden político-estatal que Morena aspira a ocupar. Porque, considerando los rasgos conservadores del proyecto de AMLO –tanto en lo programático como en la composición ministerial que ya se anunció–, así como las resistencias de las derechas hacia toda reforma progresista, el alcance de la transformación depende en gran medida del movimiento social, y este se retroalimenta de las organizaciones existentes, aunque tenga que trascenderlas para adquirir el tamaño y la fuerza que requieren las circunstancias históricas y políticas.
Notas:
(1) M. Modonesi: Revoluciones pasivas en América, Itaca, Ciudad de México, 2017.
(2) Las siguientes afirmaciones se basan en los resultados de un observatorio de los posicionamientos de organizaciones sociales independientes, en el marco de un proyecto de investigación coordinado por mí en la UNAM.
(3) A.M. López Obrador: 2018 la salida. Decadencia y renacimiento de México, Planeta, Ciudad de México, 2017.
(4) La mayor parte de ellas está relacionada con el movimiento campesino o los pueblos indígenas, pero también se pueden encontrar las propuestas de elevar el salario mínimo, impulsar la construcción de vivienda y dar becas a jóvenes, así como revertir la llamada reforma educativa y construir el nuevo aeropuerto de la Ciudad de México. «Proyecto de Nación 2018-2024», disponible en http://proyecto18.mx/
(5) Como, por ejemplo, Nestora Salgado, José Manuel Mireles o Napoleón Gómez Urrutia, dirigentes de policías comunitarias en Guerrero, de autodefensas en Michoacán y del sindicato minero, respectivamente.
(6) Principalmente, las organizaciones campesinas articuladas en el Plan de Ayala Siglo XXI y los sindicatos reunidos en torno del Sindicato Minero, pero también una corriente del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación ligada a la polémica ex-secretaria Elba Esther Gordillo, una fracción del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) y un sector de las policías comunitarias de Guerrero, la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias-Policía Comunitaria (CRAC-PC).
(7) Si bien en su congreso la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) optó por no dar indicación de voto por AMLO, algunas de sus corrientes y secciones se fueron acercando más que otras a la campaña del candidato de Morena, en particular a partir del momento en que declaró que revertirá la contrarreforma educativa.
(8) Por ejemplo, el Sindicato de los Trabajadores de la UNAM, parte de la Unión Nacional de Trabajadores (UNT).
(9) No obstante, las encuestas marcan un voto masivo a AMLO entre los electores más jóvenes, lo cual pone de manifiesto un fuerte rechazo hacia el PRI y el PAN.