Por Oscar Guerrero
MIRevista Cultural, 13 de marzo, 2018.- Cuando Immanuel Kant propuso que el talento y las diversas creaciones están obligadas a rendirle tributo a la moral seguramente no se imaginaba que el hombre sería capaz de concebir en un tiempo relativamente corto sus propias armas de autodestrucción.
Reflexionar en torno a esta premisa nos aproxima a lo que en algún momento sostuvieron los intelectuales de la Escuela de Frankfurt: “La misma razón que defendieron los enciclopedistas como símbolo de libertad y justicia, ha hecho que el hombre creara la bomba atómica”. Semejante sentencia podría inducir a que algunos despotricaran de esa cuestionada razón.
Sin embargo, las connotaciones de este punto de quiebre rumbo a la barbarie más se vinculan a las reflexiones de Gabriel García Márquez en su célebre conferencia ¨el cataclismo de Damocles¨. En aquella oportunidad, Gabo se refirió a un estudio realizado por UNICEF basado en el cálculo para resolver los problemas esenciales de los 500 millones de niños más pobres, incluidas sus madres. El costo de este programa equivale a la compra de cien bombarderos estratégicos B-1B.
Indudablemente generaciones de científicos, literatos y artistas colaboraron en una amplia gama de planes gubernamentales que a menudo recortaban las libertades y los años de sosiego en poblaciones civiles.
Podríamos recordar por ejemplo al filósofo alemán Martin Heidegger cuando asumió el cargo de Rector de la Universidad de Friburgo siendo militante del partido nacionalsocialista nazi. Una misión cumplida que inició la carrera hacia la sin razón humana la protagonizaron científicos liderados por Robert Oppenheimer que trabajaron en el proyecto Manhattan de desarrollo de las primeras armas atómicas de la historia. En el mismo rubro el sentido común coloca a Albert Speer, arquitecto del nazismo y a escritores aduladores de la corona británica cuando ésta se dedicaba a ultrajar los derechos humanos más elementales en sus dominios de ultramar. Por último, el escritor italiano Luiggi Pirandelo se inscribió en el selecto grupo de celebridades que solía visitar al dictador Benito Mussolini.
En contraposición a lo anterior, es tan absurdo negar la naturaleza humana en cuanto a sus anhelos de progreso, como acusar a quienes engrandecen las maravillas del pasado –y en algunos casos las superan–, de egocentrismo académico al servicio de proyectos malévolos. Las mentes más lúcidas del planeta han contribuido notablemente a que mucha gente conozca la felicidad y se abra nuevos horizontes. ¿Qué hubiera sido de quienes nos fascinamos de la belleza que caracterizan a toda una gama de obras de arte, composiciones musicales, piezas teatrales y poemas del alma, si nunca hubiéramos podido conocerlos? ¿Acaso nunca hemos amado, no tenemos sentimientos, carecemos de humanismo?
Pareciera claro que la mejor manera de asimilar el conocimiento y luego aplicarlo con ética y sentido crítico es garantizando el acceso al universo de fuentes y bibliografía que se ha ido acumulando en los cinco continentes y a través de todos los tiempos. Quien aspire a convertirse en escritor, artista, científico, músico etc., está obligado a practicar la honestidad en su profesión. Y la honestidad lleva irremediablemente a realizar el cruce de información entre documentos y literatura antagónicos. Pero la realidad, lamentablemente, es otra.
Poco se habla en los colegios, institutos y universidades de sociedades avanzadas que se desarrollaron en regiones del globo donde se ubica China, India, Irán, gran parte de la Rusia asiática, Medio Oriente en su conjunto, algunos países de África y territorios que antaño conformaron la civilización eslava. Los sistemas educativos de naciones donde la investigación científica, la promoción del talento y la autonomía académica no importan, otorgan una desproporcionada relevancia al conocimiento que emana del mundo occidental. Esta dicotomía del saber y la presencia abrumadora de bibliografía ligada al pensamiento occidental en diversos campos del quehacer humano dificultan visualizar los logros más notables registrados en el conjunto del planeta.
Nadie puede negar los aportes de la cultura griega al mundo civilizado, como tampoco el conocimiento acumulado en las culturas más antiguas, incluyendo a Mesopotamia y Caral.
En tamaña verdad reside precisamente el reconocimiento de que para conocer “al otro” resulta imperativo acceder a la historia completa. El mundo es un lugar demasiado grande como para pretender monopolizar la validez del conocimiento y arte occidentales en perjuicio de otras cosmovisiones.
Dicho esto, se acepta que el surgimiento de la Ilustración y sus ideas progresistas en cuanto a la nueva perspectiva que se abrió para la comprensión de la vida en una sociedad con principios morales, justa y libre, creó las condiciones para que intelectuales de toda rama se realizaran a plenitud. Todavía se creía que la razón llevaría a la civilización a un estado de equilibrio y goce masivo donde cada pueblo podría conservar su mentalidad, lengua y tradiciones coexistiendo en paz.
Pero la misma naturaleza del poder y el control pronto se encargaron de limitar los márgenes en los que podía desenvolverse un artista conminándolo muchas veces a expresar una representación de la vida y la naturaleza a la medida de intereses políticos concretos.
Al ocaso de los históricos aportes dados a la humanidad por parte de los enciclopedistas europeos siguió una época confusa marcada por la restauración de formas de dominio monárquico. Nuevamente la creatividad sufrió los embates del absolutismo y, los autores se vieron condenados a proseguir sus actividades, colmados de angustias y al mismo tiempo esperanzas.
Ni la excesivamente publicitada bomba de hidrógeno, ni las armas biológicas, ni el control de las mentes por computadora, serán las últimas muestras de la estupidez humana. Todavía hay algo de tiempo para ver desfilar “ingeniosos proyectos” que desembocarán en el exterminio de nuestra especie. En suma, el sobrevaluado “ser civilizado” puede activar unas fuerzas tan destructivas que él mismo no podrá luego controlar.
Con todo y aún en las circunstancias más adversas los autores nunca dejaron de mostrar su compromiso con los problemas del tiempo que les tocó vivir. Como si ello fuera poco y para suerte de las generaciones que se han ido sucediendo, el deseo de sentar un derrotero hizo que intelectuales aclamados y anónimos aún vivan entre nosotros. Sus obras inmortales estarán siempre allí, cautivando una y otra vez a todos los amantes del arte, el estudio y la investigación.
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Fuente: MIRevista Cultural: http://culturamir.com/la-cultura-el-conocimiento-y-la-sin-razon-del-hombre/