El 75 por ciento de la biodiversidad agrícola acumulada durante milenios por toda la humanidad, se ha perdido en pos de una gran uniformidad de cultivos tóxicos, logrados gracias a una gran erosión genética
Por Sebastian Debenedetti*
La Izquierda Diario, 18 de setiembre, 2016.- El mejoramiento genético es una disciplina que comenzó, incipientemente, al mismo tiempo que el desarrollo de la agricultura, en las primeras domesticaciones de los cultivos, hace 10.000 años. Así encontramos, como ejemplo, que a partir del Teosintle pasaron millones de años para que, luego de la domesticación de los maíces primitivos, los americanos lograron obtener el Maíz. Asimismo, los cereales de invierno (trigo y avena) fueron desarrollados en la medialuna fértil de medio oriente, y el arroz fue cultivado por antiguos pueblos asentados en las zonas de la actual China y del sudeste asiático.
De esta manera la humanidad le debe gran parte de la existencia de su sistema alimentario agrícola al aporte anónimo y acumulativo que los primeros pueblos originarios nos han dado durante milenios, seleccionando y mejorando constantemente las diferentes especies cultivadas.
La genética agrícola occidental y moderna tiene, como disciplina, un poco más que un siglo de existencia formal y académica. Sin embargo este supuesto “avance racional” en la tecnología fue buscando, en paralelo al desarrollo de la mercantilización universal, diferentes mecanismos para lograr una apropiación del conocimiento acumulado.
De esta manera, el primer gran intento exitoso de impedir el uso propio de la semilla cosechada, forzando la compra compulsiva de semilla cada año, se logró con la aparición de los híbridos comerciales. Al cruzar dos variedades vegetales, se potenciaban fuertemente los rasgos sobresalientes de cada una mientras, al mismo tiempo, se evitaba el uso propio debido a la segregación característica que se evidenciaba en la generación siguiente, volviendo inviable agronómicamente al cultivo.
De todas formas, a pesar de esto último, hasta entrada la década de 1960 la amplia mayoría de la diversidad genética agrícola mundial, se mantenía y amplificaba por el libre intercambio, los viajes y el tráfico de semillas, su compra y venta, el cruzamiento y la selección vegetal en cada ambiente agrícola particular.
En 1961, luego de instalada la “revolución verde” estadounidense, se legalizó la “Propiedad Intelectual de los Obtentores Vegetales” con la invención y adopción por varios países del Convenio Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales, dictado por una “Conferencia Diplomática” el 2 de diciembre de 1961, en París. A partir de ese momento comenzaron a reconocerse legalmente en los países de todo el mundo los derechos de propiedad intelectual de los obtentores sobre las variedades, auto-asignándose la “creación” de las mismas y el “descubrimiento” de otras, apropiándose de la construcción colectiva histórica previa, de toda la humanidad, condensada y sintetizada en las semillas agrícolas.
El proyecto de capitalización occidental de las creaciones fitogenéticas, desarrolladas y socializadas por campesinos y pueblos originarios, se plasmó en la actas de la UPOV (Organización para la Protección de Obtenciones Vegetales), verdaderas “guías legales” que fueron dictando las leyes que permitirían la expropiación de plusvalor por parte de grandes empresas semilleras y el lucro en base a variedades naturales y preexistentes que eran seleccionadas y mejoradas, sin reconocimiento del aporte previo.
La ley de semillas 20.247 que rige en Argentina responde textualmente a las actas de modificación de 1972 del Convenio Internacional de la UPOV. No obstante, sucesivas enmiendas (aproximadamente 1000) modifican sustancialmente la ley. Esto ha abierto las puertas a que actualmente grandes transnacionales como Monsanto, Syngenta, Basf, Bayer, etc. utilicen o puedan utilizar cualquier semilla de una variedad conocida o desconocida, o incluso otras plantas comestibles obtenidas a partir de la biodiversidad regional, como fuente para insertar sus transgenes. De esta manera se han generado principalmente cultivos resistentes a herbicidas o lepidópteros, transformándolos en verdaderos vehículos de contaminación genética humana, y fuente de toxicidad alimentaria a gran escala.
De este modo, el 75% de la biodiversidad agrícola acumulada durante milenios por toda la humanidad, se ha perdido en pos de una gran uniformidad de cultivos tóxicos, logrados gracias a una gran erosión genética.
La agroecología promueve el rescate de las prácticas y saberes campesinos e indígenas, interactuando libremente con el conocimiento logrado por la modernidad en pos de un diálogo dialéctico donde, del contraste entre visiones anteriormente opuestas y encontradas, surge una síntesis superadora. Esta disciplina implica una visión opuesta al agronegocio, especialmente aquel basado en la ingeniería genética, implicando la vuelta a la chacra mixta, descartando el uso y abuso de los agroquímicos, bregando por cultivos comestibles sabrosos y libres de fertilizantes y pesticidas, proponiendo un manejo holístico y equilibrado del ecosistema agrícola (la interacción armónica entre planta, suelo, agua, ambiente, animales y pobladores rurales).
En este contexto la genética agroecológica, como nueva disciplina, tiende a proponer planes de selección y mejoramiento contextuales, integrados y anclados en los territorios, vinculados a la interacción con animales e insectos locales para lo que es preciso que sean tolerados por los cultivos, promoviendo no solo el aumento de la productividad sino también el arraigo rural y la sustentabilidad socio-ambiental que ese aumento en la producción permita lograr.
De este modo, la agroecología no solo rechaza la nueva ley Monsanto de semillas basada en el acta UPOV 1991 que, al limitar el uso propio también criminaliza las prácticas ancestrales de libre circulación de semilla. Asimismo, rechaza la actual ley de semillas de la dictadura militar de Lanusse, modificada por el Menemismo, que sentó las bases del modelo agroindustrial actual, expandido a gran escala en la última década. La apropiación del conocimiento acumulado y la transformación de los alimentos en armas biotecnológicas, fue un plan de largo plazo. Hoy, con la nueva ley de semillas en debate, estamos ante el final de un largo proceso de mercantilización monopolista de la vida.
Sin embargo, no obstante las buenas intenciones de la agroecología, no se nos escapa el hecho de que, sin un cambio social radical en la organización de la sociedad, es altamente probable que las grandes transnacionales adopten el programa agroecológico, capitalizándolo y vaciándolo de contenido, propendiendo a una transformación del sentido en un programa Capitalista Agroecológico.
En este contexto de movilización contra la ley Monsanto de semillas, proponemos que la semilla transgénica sea claramente rotulada, que se promueva un plan nacional de estímulo a la agricultura campesina de raíz regional, desarrollado un amplísimo programa nacional de conservación y expansión de los recursos genéticos locales que permita rescatar en primera instancia las semillas locales y criollas para luego estimular su uso y su mejoramiento genético en un marco agroecológico, con la inclusión de una reforma agraria integral para potenciar una amplia producción de alimentos saludables, socialmente sustentables y económicamente viables.