El éxodo centroamericano tiene entre sus causas el despojo iniciado por Anastasio Somoza y continuado hoy. El caso de la Costa Caribe Norte pone en evidencia un sistema de corrupción generalizada.
Por Gilles Bataillon*
Letras Libres, 18 de agosto, 2016.- Desde agosto de 2015 la Región Autónoma de la Costa Caribe Norte de Nicaragua es escenario de violentos enfrentamientos entre colonos mestizos hispanohablantes y los habitantes de las comunidades indígenas misquitas y mayangnas. No menos de sesenta comunidades se enfrentan a invasiones de su territorio y a ataques armados de colonos.
Estos incidentes se desarrollan prácticamente siempre según el mismo esquema. Llegados la mayoría de las zonas mineras o de las tradicionales zonas ganaderas de la parte oriental del país, los colonos hispanohablantes compran, en la más completa ilegalidad y corrompiendo a las autoridades locales, tierras que pertenecen a las comunidades indígenas.
Apoyándose en sus títulos de propiedad fraudulentos, comienzan por desbrozar el bosque, venden la madera preciada si hay, y después siembran diferentes plantas (maíz, ejotes o yuca, a veces también mariguana) o dejan el ganado en las parcelas de las que se han apropiado.
Si las comunidades afectadas protestan y envían delegaciones para pedirles que abandonen los lugares, los recién llegados reaccionan por la fuerza. Así, en diez comunidades los colonos han tendido emboscadas contra los habitantes o perpetrado incursiones en los pueblos que han causado la muerte de veinticuatro personas y heridos graves.
Estos ataques se acompañan de secuestros –una persona fue hallada muerta y desfigurada tras haber sufrido torturas y mutilaciones, y otras están todavía desaparecidas–, violaciones sistemáticas de las mujeres secuestradas, incendios de las cosechas y a veces la tala de árboles frutales. En muchos casos, los hombres armados han invitado a los habitantes a escapar bajo amenaza de muerte.
A consecuencia de esos ataques, no menos de mil setecientas personas han huido de sus comunidades.
Los colonos que llevan a cabo estos ataques y secuestros no son en absoluto individuos aislados que se coordinan de un modo improvisado. Como han podido constatar los comunitarios, su actuación es muy organizada.
Durante las incursiones no solo están equipados con armas de caza o con revólveres sino que también poseen armas de guerra (m16 y ar15, pistola ametralladora uzi). Actúan de manera coordinada bajo la autoridad de los funcionarios, entre los que se incluye el antiguo capitán del ejército sandinista Erasmo Flores. Trabajan agrupados en unidades de varias decenas de hombres; se han contado hasta sesenta.
Flores ha exigido además a los últimos colonos en llegar que eviten, bajo amenaza de molestias más graves, cualquier negociación con las comunidades. Por otro lado, los miembros del Centro por la Justicia y Derechos Humanos de la Costa Atlántica de Nicaragua y especialmente Lottie Cunningham, la abogada que es el pilar de esta asociación, han recibido numerosas amenazas de muerte por teléfono.
Estos incidentes no solo son objeto de artículos en la prensa nicaragüense, sino que han sido juzgados lo suficientemente graves como para que organizaciones de defensa de derechos humanos nicaragüenses hayan llevado el asunto a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en Washington, que en enero de 2016 pidió al gobierno de Nicaragua que protegiera a las poblaciones amenazadas por esos ataques, sin que el Ejecutivo se dignara a actuar en este sentido, o siquiera a presentarse en la audiencia.
Estos incidentes muestran el resultado de la conjunción de la impotencia de una administración desprovista de medios para hacer respetar las leyes en vigor y la corrupción de algunos políticos locales.
Esta es, por otro lado, la explicación que ha tratado de promover el gobierno de Daniel Ortega desde que en septiembre de 2015 destituyera de sus puestos de diputados a Brooklyn Rivera y a otros dos miembros del partido indígena yatama.
Según ellos, Brooklyn Rivera y sus fieles, especialmente David Rodríguez, durante mucho tiempo a la cabeza del registro de la propiedad del Atlántico Norte, serían los principales responsables del tráfico de tierras y por tanto de todas las tensiones que se derivan de él.
Al mirar más de cerca, aparece un panorama completamente distinto: no el de actos de corrupción puntuales, sino un sistema de corrupción generalizada, cuyo telón de fondo es el viejo proyecto desarrollista de las élites nicaragüenses hispanohablantes de revalorizar las tierras indígenas de las regiones de la Mosquitia incorporadas a Nicaragua en 1894, y, en consecuencia, marginar a los habitantes amerindios y descendientes de africanos.
Los gobiernos de Somoza favorecieron la implantación de compañías bananeras, forestales y mineras. Pretendieron hacer de esas tierras llamadas “nacionales” el escenario de la reforma agraria abriéndolas a la colonización de los años sesenta.
La revolución sandinista (1979) retomó el proyecto prácticamente sin enmendarlo. Y no fue hasta el final de la guerra civil (1982-1987) cuando aceptó instituir una autonomía regional para garantizar a las comunidades indígenas y descendientes de africanos un reconocimiento de los derechos territoriales colectivos.
Después, sin cuestionar abiertamente las disposiciones jurídicas, el conjunto de los gobiernos nicaragüenses, incluidos los de Daniel Ortega, de nuevo en el poder en 2006, no ha tratado nunca de delimitar en serio los territorios de las comunidades y menos de desalojar a los colonos que se habían instalado o a las compañías forestales que explotaban de manera completamente ilegal reservas naturales como las de Bosawás.
Miembros de las élites liberales y sandinistas, como los antiguos dirigentes de los Contras, han sido y todavía son parte activa del comercio clandestino de madera tropical. En ese contexto hay que interpretar el tráfico de tierras, que no es un asunto exclusivo de los miembros de yatama y de Brooklyn Rivera.
Steadman Fagoth también lo toleró cuando era gobernador (1996-1998), diputado de la región (1997-2001) o ministro de pesca del último gobierno de Ortega (2007-2012). Además, lo ha practicado en su propio beneficio en la comunidad de la que es nativo, en el Río Coco, San Esquipulas, donde se construyó un inmenso rancho de ganadería a costa del resto de los habitantes.
Alba Rivera, la gobernadora que sucedió a Fagoth, Myrna Cunningham –primera gobernadora de la Región Atlántico Norte a finales de los años ochenta y después diputada sandinista– y su hijo, Carlos Alemán, actual gobernador sandinista de la región, han hecho lo mismo.
Así, tomando solo un ejemplo reciente, en una región como Francia Sirpi, el jefe territorial local, miembro del Frente Sandinista, Waldo Müller, trabaja mano a mano con el gobernador vendiendo títulos ilegales a los colonos hispanohablantes.
Todo sucede como si los hombres fuertes de la costa atlántica, cualesquiera que sean sus filiaciones políticas o su pertenencia étnica, considerasen que las leyes de autonomía y los derechos territoriales de las comunidades locales fueran a caducar tarde o temprano
Multitud de comunitarios también han reconocido la firma de este último en títulos de propiedad presentados por colonos. Gente en el seno de los núcleos militares del Frente Sandinista de Liberación Nacional del Atlántico Norte (fsln) ha tenido el valor de denunciar estas irregularidades ante el hombre fuerte de la nebulosa sandinista en la costa, Lumberto Campbell, un criollo comandante de la revolución, sin duda, el hombre más influyente del fsln en la región. Este les respondió que nadie tocaría ni a Müller ni a Alemán.
Todo sucede como si los hombres fuertes de la costa atlántica, cualesquiera que sean sus filiaciones políticas o su pertenencia étnica, considerasen que las leyes de autonomía y los derechos territoriales de las comunidades locales fueran a caducar tarde o temprano. Y en ese caso más vale tomar parte, tratar de enriquecerse y garantizar una posición de influencia y poder.
Desde hace un cuarto de siglo la receta es la misma. Primero, obtener tranquilamente un diezmo de todos los que utilizan la zona de la Mosquitia para el tráfico clandestino: madera –de caoba y pino–, las tierras y en determinadas ocasiones las drogas –producidas en la localidad, como la mariguana, o que pasan rumbo a Estados Unidos, como la cocaína–. En segundo lugar, garantizar su posición política o en su defecto instalar un hombre de paja.
Todos siguen el juego. De cara a las élites del Pacífico, pretenden ser los únicos capaces de dominar a “sus gentes” y los únicos, entonces, que pueden orientar el voto de los habitantes en las elecciones y sobre todo en los comicios presidenciales. Reclaman a ese efecto medios para llevar la campaña in situ y que los más importantes de entre ellos obtengan puestos de ministros, de diputados o de gobernadores y los segundos asientos en el consejo regional y puestos de funcionarios.
Para demostrar que es absolutamente necesario contar con ellos, algunos no dudan en forzar revueltas, a veces armadas, a veces simples actos de vandalismo. Los habitantes de la Mosquitia no se equivocan. Usan un nombre para designar a los traficantes de tierras: los lagartos. Esos grandes depredadores perezosos que toman el sol en los peñascos y en las aguas de los ríos mientras esperan a sus presas.
Acceda al documento en pdf: "Nicaragua: el robo de las tierras indígenas".
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*Gilles Bataillon es catedrático École des Hauted Études en Sciences Sociales.