Por Leoncio Robles*
12 de octubre, 2015.- En el varadero de Mazán los pasajeros observamos que los peces dan saltos espectaculares sobre la superficie del agua, se retuercen en el aire y algunos caen dentro de la lancha que ocupamos. Entre el asombro y la alegría un pasajero atrapa uno y lo guarda en una bolsa de plástico: ya tiene pescado fresco para llevar a casa. Pueden ser lisas, palometas, sábalos, zúngaros…
En algunos trechos de la orilla derecha del Amazonas grupos de pescadores recogen la pesca milagrosa con redes artesanales, faenando desde sus frágiles peques peques. Es la época en que los ríos amazónicos alcanzan su mayor caudal, y las aguas inundan cochas y quebradas de selva adentro formando tahuampas. La crecida anual propicia la aparición del fenómeno del mijano, la época en que los peces migran desde las cochas y surcan los ríos en busca de las desembocaduras donde desovan. Se concentran allí sedimentos ricos en nutrientes que alimentarán a los alevines que, una vez crecidos y fortalecidos, iniciarán el camino inverso hacia las cochas de donde salieron sus padres. Un fenómeno anual que se repite desde hace miles o millones de años.
En el mercado del pueblo al que ha dado nombre el río Mazán, justo donde desemboca en el Napo, bulle la actividad comercial, con gran oferta de pescado recogido gracias al mijano. Es notorio el crecimiento de la población del pueblo de Mazán, y por consiguiente el desaforado aumento de mototaxis. Entre las tradicionales casas de madera resaltan ahora algunas de ladrillo, y hay en construcción un gran colegio de secundaria. Los cambios son visibles. Lo que no cambia es la práctica del trabajo forzoso, la lacra social enquistada como sistema en las relaciones laborales amazónicas.
Horacio Ayachi
Visitamos en primer lugar una vivienda construida enteramente de madera. Su propietario es Horacio Ayachi, un hombre afable y ya mayor, pero lleno de vitalidad que reivindica un poco forzadamente su origen shawi. Un sociólogo lo llamaría en tránsito de nativo a mestizo por su unión con una mujer no amazónica. Lleva una gorra azul con visera que le da cierto aire juvenil. Nos invita a pasar, y bajo techo sentimos alivio tras soportar el sofocante sol del mediodía. Al fondo de la casa humea el fogón donde su esposa fríe pescado. El mijano hace que no falte este preciado alimento en ninguna casa del pueblo. Hemos venido a “conversar” con Horacio Ayachi sobre sus años de trabajo como peón en la tala de diversas especies de árboles, entre otros muchos, el palo de rosa, hoy casi extinguido.
“He sido pues matero, y soy matero”, dice, como presentación antes de contestar a nuestras preguntas. “Puedo reconocer un árbol de lejos, y por su color o la forma de su tronco, yo te digo qué árbol es, si moena, si tornillo, si cumala… Y también puedo olerlo desde bien lejos”.
Se ríe acomodándose la gorra, como dando a entender que no está faroleando. No todo el mundo es matero, un oficio que requiere poseer un talento especial, además de conocimiento y experiencia. Ir con un matero ahorra tiempo y esfuerzo a la cuadrilla de peones que se interna en el monte para talar.
¿Y qué nos dice de la paga, Horacio?
“Ah”, suspira el veterano matero. “Eso ya… Unas veces paga y otras no. Siempre es así el patrón”.
La relación de trato justo entre patrón y peón continúa anclado en el tiempo y se resiste a desaparecer. Permanece en plena vigencia desde hace más de un siglo, y no hay que adentrarse mucho en cualquier población selvática para hallar evidencias de la premeditada voluntad de engaño por parte de la mayoría de los patrones o enganchadores que explotan los bosques legal o ilegalmente.
“Me da botas, escopeta, cartuchos, machete, motosierra, gasolina… y una parte de plata como adelantito. Entramos al monte para tres o cuatro meses. Sacamos la madera en la crecida. ¿Y qué pasa…? Ya te voy a pagar, dice el patrón. Y no paga”.
Horacio fue peón cincuenta años atrás en la extracción del palo de rosa en un lejano enclave del río Napo, en la hoy comunidad de Angoteros, a cuatro o cinco días de surcada en canoa con motor desde Iquitos.
“En esa época toda la juventud nos fuimos a trabajar a Angoteros. Yo era muchachito nomás. El dueño nos dio un adelanto al llegar. Eso fue todo lo que nos pagó. No hemos visto ni un sol más. Ahora el tornillo se paga a un sol veinte. Es poco”.
A veces los nativos amazónicos suelen mezclar hechos del pasado con los del presente. “Pero yo tengo que trabajar la madera porque mis hijos están estudiando en la universidad”, añade con gesto adusto. Sacrificio que hacen hoy muchos padres como Horacio por educar a sus hijos. Hasta ahora lo ha dado todo para que no tengan el desgraciado destino que ha tenido él, explotado y engañado por patrones sin escrúpulos.
“Yo acarreaba la madera”, vuelve Angoteros a la memoria de Horacio. “Y otros peones trituraban el palo de rosa como si fuera leña para meter en trocitos chiquitos a la máquina con agua. De allí por el alambique salía gota a gota la esencia de palo de rosa”.
Han pasado algo más de cinco décadas y sus recuerdos empiezan a refrescarse, gesticula con las manos para describir la producción de la preciada esencia de palo de rosa, utilizada en Europa y Estados Unidos para la fabricación de perfumes y productos cosméticos, y también en medicina.
“Hemos estado años en el monte y no nos ha pagado. Ese dueño era Alberto Reátegui. Y no me va a pagar porque ya ha muerto hace tiempo”.
¿Por qué no le pagó?
“Decía no tengo plata, no me han pagado todavía lo que he entregado en Iquitos. Eso mismo pasa aquí ahorita en Mazán. El patrón nos cojudea diciendo no hay plata… cuando me paguen te voy a pagar. Eso dice”.
Esa práctica dolosa es lo único que permanece inmutable en la Amazonía: los patrones engañaban antes y engañan también ahora. Está claro que ahora Horacio no mezcla los tiempos, lo vivido décadas atrás en Angoteros con lo que ocurre en estos días en Mazán.
¿Por qué se dejó de trabajar el palo de rosa?
“En Angoteros ya no queda, todo lo talamos nosotros. Cada árbol de palo de rosa pesaba 50 o 60 kilos, más o menos. Lo acarreábamos del monte en trozas, cargando a la espalda. Se acabó hace cincuenta años.”
¿Hay palo de rosa en otros lugares de la selva amazónica?
“Sí, hay. Hay que buscar mateando. Dos o tres días buscando en el monte se encuentra”.
¿Cómo es el palo de rosa?
“Es un árbol blanco. Se parece a la moena. Es casi idéntico. Ese árbol bien alto es”.
¿Y qué está pasando ahora en Mazán?
“Un japonés me ha contratado. Pero se ha ido con la madera. No ha vuelto. No sé si se ha ido a su país o se ha muerto. Ha estafado a varios en este pueblo de Mazán. Su empresa se llamaba Comana”.
Mercedes Duende
Interviene su señora, que ha terminado de freír pescado y bajado el fuego del fogón donde en una cazuela seca arroz. Se llama Mercedes Duende y también ella ha trabajado para la empresa del maderero japonés.
¿A usted también le dio anticipo el patrón?
“Le dio a cada peón cien soles, y a mí como cocinera también cien soles”.
¿Cuánto tiempo han estado en el monte?
“Hemos estado tres meses. En la época seca estamos en el monte más tiempo, a veces hasta un año cuando la madera está muy adentro. Sacada la madera, el patrón baja el precio. Ahorita el tornillo está a un sol veinte la troza. Eso cuando tú no le debes. Cuando le debes te baja el precio a noventa u ochenta centavos. ¿Cómo vas a pagar tu cuenta así? ¿Qué queda para uno? El peón está endeudado siempre”.
Entonces usted estuvo en el monte como cocinera…
“Así es. El maderero japonés se ha llevado la madera así nomás, sin contar ni medir las trozas. Llenecito un barco grande. Nos ha pagado una parte, 900 soles para repartir entre toditos los peones, diez personas. Voy a volver dijo, y no ha vuelto. Pero nos hemos quedado con una parte de la madera. Eso queremos vender ahora. ¿Si no, para qué hemos trabajado tantos meses?”
El problema es que no cualquiera puede vender madera a los aserraderos. Hay que contratar primero, y eso lo hacen los patrones.
“Puedes vender 10 o 20 trozas, pero eso no es nada. No pagan bien. No vale la pena”.
Interviene Horacio, interrumpiendo a su señora:
“¡Es un robo!”, exclama. “Nos ha robado ese señor japonés”.
Ella quiere hacernos saber algo:
“Unos indígenas huitoto y kokama han entrado a trabajar con nosotros porque necesitan plata y como no volvió el japonés se han ido pobrecitos sin nada. Trabajamos para nuestros hijos, pensando que vamos a tener buen resultado. El patrón debe medir, contar la madera, y decirnos toma esto es tu plata por tu trabajo. En lugar de eso se va y no vuelve”.
A pesar de conocer las artimañas utilizadas por los patrones, nativos y colonos vuelven a caer en el engaño.
¿Ha denunciado a ese patrón japonés?
“Sí, lo hemos denunciado ante el juez”, se apresura a informar Horacio. “El juez me ha respondido: ¿te quejas sabiendo que así es la ley del maderero?”
Francisco Luño Cumari
Llegamos a otra cabaña de madera en la orilla izquierda del río Mazán para visitar a otra persona. Allí vive Francisco Luño Cumari, de origen yagua.
También estuvo de peón en Angoteros hace más de cincuenta años.
“En ese tiempo casi no se cobraba…”, dice, acogiéndonos en un recinto amplio de su casa sin muebles y donde en una hamaca duerme una de sus nietas de dos años de edad. “Solo con la comida nos pagaban. Trabajé en el río Tambor, después en el Putumayo, y entré en el Yavarí Grande y el Yavarí Chico. En Tambor estuve seis meses. Allí trabajé en el caldero de la fábrica. La máquina era grande, como una olla gigante. Se metía allí el palo de rosa picado con un poco de agua y se calentaba con leña. Del alambique goteaba despacito la esencia”.
Se refresca la memoria de Francisco y dice que cuando la fábrica cerró en 1967, todos los peones tuvieron que abandonar Tambor y Angoteros.
“Yo tenía quince años nomás. La maquinaria se quedó botada y la maleza lo ha tapado todito. Es puro monte ahora. Como el patrón ya murió no puedo cobrar mi plata”.
Los perros ladran en los alrededores de la casa, y las gallinas cacarean y los pollos revolotean a poca distancia de nosotros. Como Horacio, también él mezcla recuerdos lejanos con los recientes. Un patrón maderero todavía le tiene que pagar lo acordado por su último trabajo en el monte.
“Me debe ocho mil soles. Se llevó todo, cumala y cedro. Tengo que cobrarle…”.
Se rasca la cabeza y el gesto que aparece en su rostro no hace desaparecer la tranquila expresión de su mirada, como si en el fondo importara poco si se hace o no efectiva esa deuda.
¿Qué comen en la selva durante los meses que están trabajando en la tala?
“Ah, el patrón nos da fideos, frejoles, arroz, aceite, fariña, azúcar… Y machete, botas, gasolina, motosierra. Todo eso lo apunta en la cuenta de cada peón. Y lo descuenta cuando salimos del monte con las trozas”.
¿Cazan animales?
“Cazamos con escopeta sajino, huangana, mono maquisapa, y también aves, pescado. Llevamos mosquitero porque hay mucho zancudo. Pero nunca me he enfermado ni accidentado”.
Al hablar de la dureza del trabajo y el aislamiento en la selva durante meses, y de los repetidos engaños, a Francisco no se le borra en ningún momento la sonrisa.
“He cumplido 71 años. Tengo once hijos, seis varones y cinco mujeres. Algunos de ellos se han ido a trabajar a Lima. Cuando regresen van a construir acá su casita, en este sitio donde estamos. Aquí he nacido y aquí me estoy haciendo viejo. Aquí han muerto mi padre y mi madre y mis cuatro hermanos, ¿para qué voy a ir a otro sitio?”.
¿Qué pasa cuando hay un accidente?
“Hay peones que mueren en el monte. Vienen de todas partes pensando que en la madera se gana harta plata. Si el bote se hunde caen al agua y como no saben nadar, la corriente ya pues se los lleva. Aquí los selváticos sí sabemos nadar”.
Cuando no hay tala, ¿en qué trabaja un hombre como usted para poder ganar dinero?
“Hemos cazado animales harto antes, huangana, sajino, sachavaca”, dice Francisco, cruzados los brazos, siempre con una sonrisa que denota sencillez e inocencia. Una sinceridad ingenua se desprende de sus palabras para revelarnos la desnuda y cruda realidad de la vida amazónica.
“Al otorongo lo baleábamos así de frente en la cabeza. Se vendía bien su piel. Al otorongo se caza también poniendo un mono choro colgado dentro de la trampa.
¿Un mono vivo?
“No, muerto. A él le gusta esa carne. Así se caza al tigrillo también”.
¿Por qué cazaba animales?
“Por la piel pues. En ese tiempo pagaban bien. Ahora ya no se caza. Tampoco hay ya. Antes por ejemplo se vendía crías de mono. Teníamos que matar a la madre. Los más buscados eran el mono choro y el mono negro. Los más chiquitos costaban 300 soles en ese tiempo, y los más grandes 150 soles, la mitad”.
¿Por qué esa diferencia?
“No sé por qué. Pero así era”.
¿Dónde vendía esos animales?
“Los comerciantes de Iquitos venían a Mazán a comprar. Se llevaban veinte, treinta monos… He cazado sajinos solo por el cuero, la carne se dejaba en el monte. Trescientos, cuatrocientos sajinos. Un desperdicio esa carne botada. He matado boas, unas treinta…”.
¿Mató boas para vender o por miedo?
“Porque la boa se enfrenta pues. Lo he baleado por eso”.
¿Ahora está prohibido cazar animales?
“No está prohibido si es para uno mismo. Nosotros ya no cazamos para vender. Pero me dicen que si usted va a Belén encuentra toda clase de carne de animales. Monos, huanganas, de todo. Dicen que está prohibido pero allí se vende.”
¿Hay malaria en esta zona?
“Sí, hay malaria. Llevamos pastillas como calmante. La malaria se cura cuando es simple. Pero la malaria maligna ya no se cura. Dengue no hay mucho aquí, el dengue es más de ciudad”.
¿Lleva al monte suero antiofídico? ¿Qué pasa cuando un peón se accidenta o muere en el monte?
“No llevo suero para picadura de serpiente porque es caro. Si te pica el loro machaco (víbora altamente venenosa) eres hombre muerto. Aquí en el Mazán hay muchos peones enterrados, mueren por accidente o enfermedad. Los patrones los entierran ahí nomás, en el monte. Como vienen de lejos no se sabe de dónde son y si tienen familia o no”.
Nos relata Francisco que en 2009, en la quebrada de Babilonia, un joven sacó del monte el cadáver de un compañero, en descomposición, hinchado por haber estado sumergido varios días en el agua. Formaban parte de la cuadrilla que talaba árboles en ese sector. Lo llevó a Mazán en peque peque y declaró ante la policía que alguien le había disparado desde algún punto del bosque. El disparo había sido hecho desde una distancia de no más de cuatro metros. Presionado por la policía, el joven se derrumbó y declaró que él lo había matado en disputa por el amor de la cocinera. Resultó que eran primos y que habían sido criados desde niños por una tía de ambos. Como era menor de edad no entró a la cárcel.
¿Francisco, tiene DNI?
“Sí, tengo”.
Eso es un gran avance porque hay todavía comunidades indígenas cuyos miembros aún no tienen ese documento, le comento. Y Francisco añade con indisimulado orgullo: “Y mis hijos también tienen su DNI”.
La crecida de las aguas ha hecho que el río Mazán desborde sus orillas. Al surcarlo se tiene la sensación de que discurre tranquilo, una quietud en calma que el traqueteo del peque peque apenas interrumpe.
Me reencuentro con viejos amigos de la comunidad de colonos de Santa Cruz, en la ribera izquierda del río Mazán si se va de surcada.
Abraham Guevara
¿Existe una política de Estado, de programas de desarrollo en esta región del Mazán?
Abraham Guevara, el veterano y experimentado dirigente colono, sentado cómodamente sobre un banco de madera en su nueva casa con vista al río, se apresta a hablar:
“No tenemos política de desarrollo forestal en la región, ni política de reforestación. Tampoco hay apoyo para el campesino, no hay incentivos para sembrar plantones de valor comercial, como el palo de rosa. No hay entidades a dónde acudir. En un vivero privado el plantón cuesta cinco soles, pero el campesino no los tiene porque necesita mil o dos mil plantones. Al no existir apoyo, el campesino se ve empujado a talar en el monte para procurarse dinero con qué mantener a su familia”.
A pesar de que actualmente falta apoyo, le recuerdo que en el pasado sí hubo proyectos estatales en esta región. ¿Estos resultaron fallidos?
“Todos los proyectos han resultado fallidos. Un ejemplo: el ‘proyecto camu camu’, en el año 2000 con Fujimori. En quince años la producción ha sido bajísima. No ha dado resultado. ¿Por qué? Porque las plantas tienen sus propios medios naturales, si las sacas de su medio no producen como en su lugar de origen. La Amazonía es ingrata en sus suelos. Pero la naturaleza misma nos indica lo que no hay que hacer. Si usted va a una oficina estatal le reciben unos señores con grandes títulos y doctorados que lo impactan a uno; pero cuando hablas con ellos te das cuenta que saben poco o nada, sus títulos son papel vacío. Estos especialistas son los que crean proyectos erróneos. Pero eso sí, ganan muy buenos sueldos. Así funciona el Estado. Necesitamos reformas que beneficien e incentiven al campesino amazónico. Tenemos aquí recursos para vivir con un nivel de bienestar alto. En cambio, tal como estamos, nos consideran poblaciones en extrema pobreza”.
Abraham Guevara mira más allá de los particulares problemas de su pequeña población de colonos. Proyecta ideas de desarrollo que bien podrían ser tomadas en cuenta por quienes tienen poder de decisión en esta región de la Amazonía.
“El río Mazán tiene un centenar de cochas muy ricas en peces. Por eso luchamos para que no entren pescadores que utilizan venenos muy tóxicos. Ni el gobierno municipal ni el gobierno regional toman nota de nuestras denuncias. Están más perdidos que nosotros en su propio bosque, en el bosque de la coima y la codicia”.
Se comprende entonces por qué los hombres de esta cuenca recurren a la tala como el único medio de ganar dinero…
“Así es. Pero la madera es un producto que no se consume en la región, es un producto de exportación. La tala es un trabajo muy duro, por eso el peón debe tener un salario justo y con seguro social”.
Pone de relieve que no existen políticas de control forestal, y que el peón maderero debe trabajar bajo protección social. En este lugar, como en muchos otros de la Amazonía, es evidente que no hay presencia efectiva del Estado. Guevara recalca la necesidad de hacer reforestación para que la explotación de los bosques sea sostenible.
“Para darse cuenta de esto no hace falta ser técnico ni especialista agrícola, ni haber estudiado. Hemos pedido semillas, plantones de palo de rosa y caoba para sembrar esos árboles en nuestra chacra. En el vivero del Ministerio de Agricultura nos han respondido que no tienen esos plantones. Volvemos así al punto cero”.
¿Qué pasó con el proyecto de pollos?
“No funcionó. Todos los pollitos murieron porque este no es su clima. Temperaturas demasiado altas para criarlos en granjas si no están bien acondicionadas. Resultaba muy caro”.
Se suceden proyectos fallidos, uno tras otro. Entretanto, nativos y colonos retoman la vía de la tala como salvación, la mayoría de las veces contratados por madereros ilegales. Su necesidad se convierte en trampa para caer en el endeudamiento inducido que da lugar al llamado trabajo forzoso, en el que, a sabiendas de su ilicitud, son expertos los madereros.
Con la perspectiva del tiempo es posible intentar evaluar si fue efectiva la campaña implementada el año 2007 por el gobierno y el Ministerio de Trabajo, en colaboración con la Organización Internacional del Trabajo, para la erradicación de esta lacra social. La campaña se focalizó en áreas geográficas sensibles para que un juez o un policía supiesen distinguir una denuncia de trabajo forzoso de una denuncia de trabajo en malas condiciones. Visitar Mazán ocho años después y comprobar que la práctica de este abuso incluso está más extendido confirma que no se logró tal objetivo.
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*Leoncio Robles es autor de la novela Bajo el cielo amazónico, 2014.
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Información relacionada publicada en Servindi:
La novela se encuentra en venta en la Librería El Virrey |
Por Jorge Agurto
25 de abril, 2015.- Acabo de terminar de leer Bajo el cielo amazónico una novela muy realista o una realidad novelada, y me apresuro en recomendar su lectura como algo urgente y necesario para introducirnos a esa realidad densa y compleja que se vive en la Amazonía peruana pero que la mayoría de personas ignoran, a pesar de ser parte importante del país.
– Una obra indispensable para entender el drama de las comunidades indígenas avasalladas por la colonización maderera en el Perú.
Servindi, 13 de abril, 2015.- El martes 14 de abril se presentará la novela Bajo el Cielo Amazónico, del escritor peruano Leoncio Robles. La cita es en la Librería El Virrey de Miraflores, situada en Bolognesi 510, a las 7 p.m.