Por Javier Ugaz
18 de febrero, 2015.- El Día de la Lengua Materna es el día de todas las lenguas del mundo. Imagino un banquete, un concilio, un cotarro de hechiceras de distintas lenguas celebrando juntas las mil maneras con que pintan diariamente el mundo de los niños.
No hay forma de ver el latido de un corazón materno al comprobar las primeras palabras de sus hijos, salvo por la mirada tierna y la sonrisa escapando de los labios. Tampoco hay forma de saber el lenguaje secreto de la madre cuando le habla al oído al bebé: solo damos fe de su efecto cuando vemos a este quedarse dormido a pierna suelta.
Cada madre tiene una lengua para cada hijo. A unos les dará la humildad de la palabra sencilla, a otros la efervescencia del verbo activo, a unas la voz cálida del hogar, a otras el lenguaje de las mariposas. A todos, sin excepción, una alfombra mágica para volar por el mundo.
Una lengua materna acoge la vida, la amamanta, la educa y la libera por medio del afecto, los sueños y la alegría. Una experta decía: si hubiera que dar un mensaje a todas las madres les diría que tienen muchas cosas importantes que decirles a sus hijos en su lengua materna: ¡tantas cosas nos falta decir con amor!
Imagino el Día de la Lengua Materna en un aquelarre de madres, comadres, conocidas y desconocidas, contando cosas maravillosas en sus idiomas para quien las quiera oír y recordando pasajes de nuestras vidas que son también los de sus vidas. ¿Acaso con ella no aprendimos a existir, a sentir, a pensar, a hacer? ¿Acaso la ternura en su vasta expresión no fue un invento colectivo de todas las madres?
Me doy por satisfecho, vivo bendecido con el lenguaje musical que acunó mis primeros años.