Por Efraín Jaramillo Jaramillo¨*
18 de octubre, 2012.- Ganó Hugo Chávez. El pueblo manifestó una vez más y de forma clara que Chávez es el caudillo indiscutible de Venezuela. Ganó porque personifica de forma fehaciente la voluntad popular del pueblo venezolano. También ganó Heinz Dieterich, el mentor ideológico de Chávez y autor del Socialismo del siglo XXI, para quien la democracia liberal, representativa y pluralista es un sistema alcahuete y permisivo a toda suerte de fraudes de las clases dominantes.
Triunfó también el Socialismo del siglo XXI, un sistema que según Dieterich supera las democracias liberales y representativas. Triunfó Venezuela porque se expresó la voz del pueblo, la voz de la calle, la esencia de las verdaderas democracias, no importa si se devalúan los canales de expresión de las voluntades políticas de la democracia liberal representativa (opinión pública, partidos políticos, congreso); lo que importa es que un líder carismático, iluminado, hijo genuino y conocedor de las necesidades de su pueblo, continúe afirmándose con el pueblo por encima de las leyes y de las instituciones.
Y es que eso es Chávez, un caudillo que encarna la voluntad popular; el líder que recibe un tercer mandato para continuar rompiendo las trampas de la democracia liberal; para seguir conduciendo a su pueblo hacia una autentica democracia: “el socialismo del siglo XXI”. Era eso lo que estaba en juego. Por eso lo que verdaderamente importaba era que el líder se alzara con la victoria.
El sociólogo y exministro de educación de Evo Morales, Felix Patzi, otro discípulo aventajado de Dieterich, explica con excepcional audacia esta forma de hacer desaparecer el papel de las organizaciones sociales en la lucha política y destacar el rol del caudillo en la construcción del socialismo. Se trataría de “una especie de autoritarismo basado en el consenso”. Por supuesto Patzi omite decirnos que estos "consensos" en sistemas autoritarios son fraguados arriba, en la cúpula.
Pero dejemos a un lado lo que significa para un país la ruptura con los valores liberales que hicieron posible los avances sociales de la humanidad, en particular el ideal de los derechos humanos, basados en la igualdad de todos los hombres, un ideal surgido de la ilustración. No le prestemos tampoco atención al particular estilo injurioso y grosero de Chávez para referirse a sus adversarios, un estilo que al decir de sus áulicos, es la forma directa y rústica como se expresa un hombre recio del pueblo, hijo del Llano y del Caribe. No hablemos tampoco de su enfermedad, tan valuada por sus adversarios. Y no atendamos la apología que han hecho del régimen de Chávez analistas como Theotonio Dos Santos, destacado economista brasilero, del cual aprendimos en los años 70, a entender el subdesarrollo; James Petras, notable marxista estadounidense muy conocido en los círculos latinoamericanos de izquierda y Willian Ospina, distinguido poeta y ensayista colombiano. Busquemos por el contrario, entender este fenómeno populista que ha sacudido y dividido la opinión de venezolanos y latinoaméricanos.
Los seguidores del comandante Chávez alegan a favor de su liderazgo caudillista el hecho de haberle arrebatado las rentas petroleras a una clase indolente y haragana y haberlas repartido al pueblo venezolano, lo que ha sido bien recibido no sólo en Venezuela, sino en toda Latinoamérica. Semejante a cuando Fidel expulsó a Batista del poder y Cuba dejó de ser, como se decía en aquella época, un “garito”.
Estos fueron hechos políticos de gran significación que otorgaron a estos caudillos una aureola de superioridad moral, que con el transcurso de los años se convertiría en una coraza que hacía impenetrable cualquier análisis crítico de sus gobiernos. Peor aún, sus detractores eran automáticamente declarados enemigos de la revolución y despojados de toda credencial ética o despectivamente calificados de “gusanos” (Cuba), “majunches” (Chavez), “mariconsones” (Maduro).
Se dirá que estos vocablos son circunstanciales, “chabacanos”; pero no, el lenguaje importa, y mucho. Muestra la esencia de un gobierno. Si algo conocemos bien los colombianos son las formas como en estos últimos 50 años se ha aprendido a justificar desde el Estado, desde el paramilitarismo, o desde las guerrillas de izquierda (da igual), la supresión violenta del declarado adversario ideológico o político.
Durante la época de la violencia, monseñor Miguel Ángel Builes arengaba a su feligresía desde los púlpitos de Antioquia, incitándolos a matar liberales, declarados “ateos” que no merecían la misericordia de Dios; Laureano Gómez, hablaba de “bárbaros contemporáneos” y “lastres del desarrollo” para referirse a indios y a negros; Y hace dos décadas se borró de la escena política al partido político Unión Patriótica, al ser asesinados cerca de 3.000 de sus miembros, entre ellos su dirigencia. Un hecho que es hoy calificado de genocidio político. Este exterminio fue precedido de una campaña de estigmatización de sus miembros con la idea de que se trataría de enemigos de la Patria que buscaban tomarse el poder para acabar con la democracia. Pero también son muchos los indígenas y campesinos que catalogados de “sapos”, han sido asesinados por las guerrillas izquierdistas.
Por medio del lenguaje se instaura en las mentes de aquellos, que siguen ciegamente al grupo o al caudillo, una carga negativa contra el identificado adversario, o para decirlo en términos de Carl Schmitt, se “construye al enemigo”, ya que la existencia del enemigo es fundamental para la reproducción histórica, cultural y moral del amigo.
El presidente Uribe por ejemplo, inventó su enemigo, le dio un rostro concreto: eran los detractores de la “seguridad democrática”: la guerrilla en primera línea, pero también todos aquellos que cuestionaban o se movilizaban contra su gobierno: indígenas, campesinos, sindicalistas, universitarios, afrocolombianos. Parejo a Uribe, el presidente Hugo Chávez ha venido también “creando” a su enemigo: “la oposición” lacaya de la burguesía y del imperialismo norteamericano que busca destruir el Estado revolucionario, para impedir que se profundice la revolución.
A partir de allí y ungido por la superioridad moral que ha ganado en los más pobres, producto de la repartición de las rentas del petróleo, el presidente Chávez identifica al enemigo en todos aquellos que cuestionen el control absoluto de su régimen o manifiesten su inconformidad con las políticas económicas o la desinstitucionalización creciente del país, sean estos periodistas, sindicalistas, estudiantes, políticos, o aún militares, a quienes se les desconoce libertades y se les cercena derechos adquiridos, que Chávez no duda en calificar de burgueses, como si fueran lujos y excentricidades de clases privilegiadas.
Construir al enemigo es clave para la generación y ascensión moral del amigo, que para el caso del populista Chávez no puede ser otro sino Bolívar, el Libertador, cuya gesta emancipadora liberó a nuestros países del imperio español. Estas luchas de ayer del Libertador contra el imperio “iluminan con su resplandor el presente, al mismo tiempo que reabren el futuro…”(1) El amigo incorruptible viene entonces del pasado y extiende su influencia hasta el presente. Es este amigo el custodio de los destinos del país, pues, “esta (gesta heroica de los libertadores) se invoca como inspiración de las luchas presentes contra el ‘imperio’ y, en correspondencia, los destinos del país deben confiarse a los militares por ser los ‘herederos de Bolívar’.” (2)
Pero el enemigo no se encuentra únicamente al interior de la frontera patria. El enemigo también está en el exterior, es el capitalismo globalizado que atenaza las libertades de los pueblos del mundo. Actuando en consecuencia Chávez identifica a Estados Unidos como el Gran Satán. Esta identificación del enemigo externo, posibilita identificar al amigo externo: aquellos, que como él, son enemigos del Gran Satán; esa conducta maniquea lo lleva a legitimar y hacer alianzas con déspotas de la talla de Ahmadineyad y Lukashenko, o dictadores sanguinarios como Bashar al Assad o Gadafi, elevados por Chávez a la categoría de insignes revolucionarios.
La doctrina del socialismo del siglo XXI comparte con el populismo la negación del carácter racional de las democracias liberales y representativas, lo que es común a todo autoritarismo. Populismo y autoritarismo son las caras de una misma moneda. Y ambas tendencias necesitan disolver “la diferencia entre la esfera privada y la estatal, pues en ambos casos el Estado toma a su cargo la indoctrinación de la consciencia de los "ciudadanos" y la manipulación de sus valores éticos.” (3)
Pero no obstante hay motivos para no perder la esperanza, pues “nos queda el consuelo, expresado por Marc Saint-Upéry, de que el populismo venezolano y los otros de la región constituirían un «autoritarismo anárquico y desorganizado», cuyo resultado puede ser calificado como una desinstitucionalización considerable, pero no como la supresión violenta de las libertades democráticas.” (4)
Puerto Libertador, Córdoba, octubre 12 de 2012
Notas:
(1) Luis Kancyper: “Las cuatro memorias”, citado libremente.
(2) Humberto García Larralde: ¿Es Chávez de izquierda?
(3) Mansilla, H.C.F. “Concepciones teóricas sobre el populismo latinoamericano.”
(4) Ibídem.
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* Efraín Jaramillo Jaramillo es antropólogo colombiano, director del Colectivo de Trabajo Jenzerá, un grupo interdisciplinario e interétnico que se creó a finales del siglo pasado para luchar por los derechos de los embera katío, vulnerados por la empresa Urra S.A. El nombre Jenzerá, que en lengua embera significa hormiga fue dado a este colectivo por el desaparecido Kimy Pernía.