Por Elaine Tavares*
20 de julio, 2012.- Desde hace más de 500 años las comunidades indígenas de Abya Yala1 (nombre original de lo que hoy conocemos como América Latina) ofrecen al mundo invasor su sabiduría acerca del desarrollo de la vida y de la convivencia armónica con la naturaleza. Pero esta cuestión nunca fue tenida en cuenta por la gente que tomó ese espacio como un lugar de colonización.
En los tiempos de la invasión, los indígenas, por no hablar el español o el portugués y no conocer al dios único de la religión católica, fueron considerados seres sin alma, animales, gente incapaz, útiles apenas para servir como esclavos. Su cultura, su manera de organizar la vida, su lengua, su cosmovisión, todo fue aplastado, tornado sin valor.
Pero el conocimiento ancestral nunca se perdió totalmente. En las comunidades originarias la memoria ancestral permanecía viva en los viejos y la enseñanza seguía, boca a boca, en la oralidad, pasando de padre y/o madre a hijo y/o hija. Los pueblos indígenas que no habían sido totalmente destruidos por el invasor nunca dejaron de adorar a sus dioses, organizando sus comunidades, protegiendo sus semillas, sus tradiciones.
Toda la crueldad, la violencia y la opresión de los tiempos coloniales no fueron suficientemente fuertes para apagar una historia de miles de años que ya se escribía en esas tierras antes de la llegada de los europeos, incluso en culturas que llegaron a ser grandes civilizaciones como los incas, los aztecas y los mayas. A lo largo del tiempo, a medida que el capitalismo se iba haciendo más fuerte, los indígenas seguían, compenetrados y unidos, fortaleciendo también sus conceptos y su organización. Muchas fueron las revueltas, motines y revoluciones protagonizados por ellos en nombre de la liberación y de la supervivencia de su manera de vivir. La conquista nunca se ha dado de forma pacífica. Aún hoy siguen vivos en la memoria de las gentes héroes como Tupac Amaru, Tupac Katari, Micaela Bastidas, Bartolina Sisa, Lautaro, Guaicaipuru y tantos otros que se levantaron en armas para defender su cultura. Son, todos ellos, lámparas que alumbran el camino que se hace cada día en la lucha cotidiana.
Hoy, los pueblos indígenas siguen ofreciendo al mundo su sabiduría, aunque pocos la acepten. Pero ya no están en silencio. Desde los años 60 del siglo pasado, las comunidades están asumiendo un protagonismo que ya no encuentra freno en toda Abya Yala. Organizan encuentros continentales, llevan a cabo revoluciones (como los zapatistas), defienden sus concepciones del mundo, adoran a sus viejos dioses.
Los indígenas siempre tuvieron muy claro que el modelo de desarrollo propuesto por el modo capitalista de producción no es bueno ni para ellos ni para nadie. Lo comprobaron en su propia carne. El proceso de destrucción del ser humano y de la naturaleza es visible y está llevando al mundo a la catástrofe, tanto ambiental como humana. La promesa del progreso, bajo el punto de vista del capital, no llega a la mayoría, o por lo menos no como algo bueno. El progreso es de unos pocos y el que llega a la mayoría lo hace en forma de explotación, destrucción, muerte. Basta ver la propuesta actual de la minería en América Latina, que planifica traer de nuevo las minas a cielo abierto, con el uso del mercurio, algo destructivo y atrasado, y que no conlleva nada más que muerte y desolación para los pueblos que viven en las ciudades donde esas empresas se están consolidando y actuando sin freno. Es lo que pasa en este momento en Argentina, en Chile, en Bolivia, en Ecuador.
Ecuarunari.org.
Los nativos no quieren ese tipo de progreso. Y tampoco quieren el modelo de desarrollo propuesto por la izquierda tradicional que también se ampara en la promesa del progreso sin tener en consideración el proyecto histórico de los indígenas. Para las gentes autóctonas está todo muy claro: no es posible, dentro del capitalismo, el llamado “desarrollo sustentable”. Ésa no es más que una trampa del capital, que quiere hacer creer que con unos ciertos cuidados, una cierta delicadeza, se puede humanizar la cara predadora y violenta del capitalismo. Nadie lo cree. No en el mundo indígena.
Así que en las últimas décadas asoman los conceptos indígenas de sumak kausay (usado por los kichwas del Ecuador), o el sumac qamaña (usado por los aimaras en Bolivia), la tierra sin males (de los guaraní). Son modelos de organización de la vida que presuponen y exigen otra episteme para entender e interpretar el mundo. Así que son de muy difícil comprensión desde la percepción occidental, eurocéntrica y cristiana.
Escucha aut éntica Para entender la proposición del sumak kausay (que en la lengua originaria significa “buen vivir”) es necesario desnudarse totalmente de los prejuicios y de la prepotencia típicas del invasor y de la cultura moderna occidental. Hay que conocer la manera de vivir de los indígenas y, desde ella, oír atentamente lo que tienen que decir, como tendría que haberse hecho hace 500 años. Hay que tener una disposición autentica de diálogo real, disposición de escuchar de hecho lo que el otro tiene que decir. Una especie de “actitud escuchadora”, como dicen los navajos, que creen en la necesidad de oír y quedarse en silencio por mucho tiempo, como rumiando las palabras. Sólo después el otro puede hablar. Porque habrá comprendido. Eso, por sí solo, ya es una manera nueva de enfrentarse a un diálogo, cosa muy difícil en una cultura que se ha caracterizado por imponer su modo de ser por la fuerza y por las armas.
El sumak kausay no es, como algunos quieren hacer creer, un discurso poético, pueril o patético acerca de la protección de la naturaleza. No es una actitud ritual de protección de uno o de otro animal en riesgo de extinción. Es, como bien resalta el teórico y ex viceministro de Economía ecuatoriano Pablo Dávalos, una alternativa concreta y real al modelo de desarrollo capitalista que ya ha mostrado su agotamiento y su incapacidad de garantizar un buen vivir a toda la gente. Es otra forma de producir, distribuir y consumir las riquezas, que tiene como punto principal un “nuevo contrato” con la naturaleza, permitiendo el uso de la tierra pero respetando su dinámica. Es una relación armónica y equilibrada (no el “sustentable” del capital) entre el ser humano y la tierra, porque en la cosmovisión autóctona no es posible separar uno de otro.
Incluso la nueva Constitución ecuatoriana contiene un capítulo específico para garantizar los derechos de la naturaleza. En esas comunidades el territorio es parte constitutiva del ser. Un ejemplo de esto se puede observar en el wallmapu (1) de la comunidad mapuche, de Chile. Al decir wallmapu no se está designando únicamente un trozo de tierra, sino una totalidad del ser mapuche. Un mapuche no está entero sin su wallmapu y ese territorio, que es también cultura, no puede estar en desequilibrio. Entonces, proteger el territorio es proteger una manera de ser en el mundo.
Así que más que nada es preciso comprender que el sumak kausay forma parte del proyecto histórico-político de los indígenas del continente, no es una lucha particularista-ambiental. Se encuentra impregnado en la vida misma, en la cultura, en lo cotidiano. Al recuperar sus formas ancestrales de convivencia y organización política, los pueblos luchan contra el capitalismo desde otra concepción, más allá de la propia izquierda que hasta hoy no ha incorporado (por no comprenderlas) las demandas indígenas, mirándolas como folclore y anacronismo.
Muchos son los teóricos de izquierda que acusan a los indígenas de dejarse manipular por la derecha cuando éstos están en lucha en contra gobiernos progresistas, como es el caso de Ecuador, donde se está llevando a cabo una batalla contra la minería y contra el Gobierno, que cede paso a los empresarios. Pero pocos de nuestros compañeros se proponen conocer con profundidad la cosmovisión indígena sin prejuicios.
Para un pueblo de la Amazonía, por ejemplo, el agua es más que algo que mata la sed, es cosa sagrada. En ella nacen y viven sus dioses. Entonces, ¿cómo podrán aceptar que una empresa contamine sus ríos? Sería lo mismo que uno entrase en una iglesia católica y quebrase la imagen de Cristo, o que quemase el libro sagrado de los musulmanes. Pero por lo que parece, destruir la vida de uno es válido si se hace en nombre del progreso.
El peruano José Carlos Mariátegui, en los años 30 del siglo pasado, fue el primero en intuir que la cuestión indígena no podría estar al margen de las preocupaciones políticas de la izquierda, pero, desgraciadamente, su voz sigue estando poco divulgada y pocos son los que consideran las demandas indígenas en sus programas o propuestas de gobierno. Hay mucho que avanzar en ese camino.
Así que el sumak kausay tiene que ser mejor conocido y comprendido. Esas formas ancestrales que hoy de nuevo asoman (porque nunca han estado perdidas) no son retrocesos en la historia. Al revés. Lo que se hace es traer lo que había de bueno en el pasado, como la cooperación, la reciprocidad, la equidad, formas de vivir que no encuentran morada en el modo de producción capitalista, y recuperarlas dialécticamente. Esos modos de organizar la vida son resistencias propositivas, concretas y factibles, incluso porque esas prácticas siguen siendo realizadas en lo más profundo de los países, por las pequeñas y medianas comunidades. Nunca fueron olvidadas. El reto ahora es hacerlas factibles en las grandes ciudades. Un desafío que los indígenas están seguros de que pueden cumplir. Lo que necesitan es que las gentes sean capaces de oírles con oídos de escuchar. ¡De verdad!
Es cierto que el mundo indígena aun tiene mucho que conquistar, pero también es cierto que el sumak kausay (la utopía concreta del buen vivir) empieza a andar en América Latina.
De la teor ía a la realidad
Tiene pies reales, está en las Constituciones de Ecuador y de Bolivia, está en la construcción del Estado Plurinacional, otra osadía de las comunidades autóctonas, capaces de construir una nueva forma de convivir con la herencia colonial eurocéntrica. El sumak kausay ya se hace real en las comunidades, en pequeños grupos, en movimientos, en organizaciones. Es una cosa viva. Hacer que esa propuesta sea entendida no es tarea fácil porque, como ya se ha dicho, exige otra episteme, la descolonización del pensamiento, la capacidad de pensar ese espacio geográfico de Abya Yala con los instrumentos epistemológicos autóctonos, locales, seguir lo que ya enseñaba el maestro venezolano Simón Rodríguez: “basta de copiar desde Europa. Hay que inventar lo nuevo”.
El desarrollo capitalista ya nos ha dado su lección: para que uno viva, otro tiene que morir. No queremos eso. El desarrollo capitalista ya ha mostrado que su lógica es la de sobreexplotar el trabajo, destruir el ambiente, al hombre. El desarrollo capitalista genera centros y periferias, genera pobrezas, hambres, miserias. Así que “eso que es, no puede ser verdad”, como ya decía el filosofo Ernst Bloch, y es por creer en esto que los indígenas de Abya Yala siguen luchando y apuntando hacia el futuro con otra lógica, que no es la capitalista, que no es tampoco la socialista según los moldes europeos. Es un modelo autóctono, original, cimentado en la realidad de nuestra tierra y de nuestra gente.
De nosotros depende, mínimamente, aprender.
Notas
(1) Wallmapu es como la gente de la etnia mapuche (que vive en el sur de Chile y norte de Argentina) llama a su territorio original, Tierra de las araucarias.
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*Elaine Tavares es periodista, miembro del Instituto de Estudios Latinoamericanos (IELA) de la Universidade Federal de Santa Catarina (UFSC). y autora de los libros Porque es preciso romper las cercas y En busca de la Utopía.
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Fuente: Revista Pueblos: http://www.revistapueblos.org/spip.php?article2455