Por Pedro Castillo Castañeda*
Cepes, 31 de marzo, 2012.- Hace unas semanas concluyó el proceso de consulta del reglamento de la Ley del Derecho a la Consulta Previa. La sensación que tenemos, algunos, es que fue una oportunidad perdida, tanto para el Estado como para las organizaciones indígenas. Para el Estado, principalmente, porque no hizo todos los esfuerzos necesarios a fin de traer de vuelta a las organizaciones que se apartaron de la consulta lo cual resta legitimidad a la norma
que se vaya a aprobar más adelante, y por el innecesario apresuramiento en terminar, cuanto antes, el proceso de reglamentación de la ley (¿cuál era el apuro?). Por otra parte, las organizaciones indígenas también perdieron una gran oportunidad, pues no se percataron de que dar pelea, en esta instancia, no significaba renunciar a la pretensión de modificar la propia ley.
Del proceso mismo se puede decir que no fue un diálogo intercultural, sino más bien una etapa de negociación entre 18 viceministerios y sólo dos organizaciones indígenas. El resultado era previsible: el Estado no aceptó la postura de las organizaciones en los temas más sensibles; uno de los más importantes: el momento de la consulta cuando se trata del uso y aprovechamiento de recursos naturales.
En efecto, este fue uno de los puntos que más tiempo tomó en la negociación. Incluso, el representante de Energía y Minas solicitó la postergación de dicha discusión hasta no tener clara la posición de su propia dependencia. El mismo gobierno no tenía una única postura al respecto; un hecho significativo, como para que se entienda lo delicado del asunto. Finalmente, el Estado propuso que la consulta debe realizarse antes de emprender las actividades de exploración y explotación de los recursos naturales, mientras que las organizaciones indígenas plantearon que la consulta debe realizarse antes de otorgar cualquier derecho que implique su uso o aprovechamiento. Esta es una diferencia sustantiva, como veremos más adelante.
Hay que tener presente que la medida administrativa que otorga derechos de exploración y explotación de recursos naturales ubicados en el subsuelo es la concesión, diferente y anterior a las medidas que facultan el inicio de exploración y explotación del recurso. En ese sentido, el razonamiento del Estado es muy simple: la concesión por sí misma no faculta el inicio de actividades; solo otorga el derecho para explorar y explotar. En consecuencia, no se afectarían directamente los derechos de los pueblos indígenas. Dicho de otra forma: la concesión no se consulta.
El Convenio 169 de la OIT nos puede ayudar a resolver el tema: señala en su artículo 15 que los gobiernos deberán consultar a los pueblos indígenas antes de emprender (dar inicio) o autorizar (otorgar derechos) cualquier programa de prospección o explotación de los recursos naturales que existen en sus tierras. La postura del gobierno de sólo consultar las medidas que impliquen el inicio de actividades mineras, únicamente estaría conforme con uno de los supuestos que prevé el Convenio en esta materia.
La administración de Alan García entendió en parte el problema, y publicó el 12 de mayo de 2011 el Decreto Supremo 023-2011-EM, «Reglamento del procedimiento para la aplicación del derecho de consulta a los pueblos indígenas para las actividades mineroenergéticas», que reconoció en forma expresa, en su artículo 14, que las medidas administrativas materia de consulta son el otorgamiento de las concesiones mineras, de beneficio, de labor general y de transporte minero. Esta norma fue derogada por la Ley de Consulta Previa, pero marcó una pauta al respecto.
Las organizaciones indígenas entienden que este es un retroceso en el reconocimiento de sus derechos. Los conflictos socioambientales que se viven en todo el territorio nacional, en contra de la actividad minera, tienen un punto de partida: el otorgamiento de una concesión. Una de las finalidades del derecho es regular la realidad social de una población, sin llegar a forzarla. Dar la espalda a una realidad como la descrita anteriormente es, simplemente, deslegitimar al propio derecho en su búsqueda por una sana y armónica convivencia en sociedad.
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Fuente: CEPES, especial para La Revista Agraria, 29 de marzo, 2012.