Por José Álvarez Alonso*
9 de noviembre.- Don Armando Tapuy era uno de los médicos vegetalistas (shamanes les dicen ahora) más conocidos y respetados del alto Tigre. Más conocido y respetado en el buen sentido, ya que se dedicaba a curar a la gente, no a hacerle daño, como es fama que hacen algunos que con conocidos como ‘brujos’ en la Amazonía.
Sin embargo, Don Armando sí tuvo que esconderse una vez de los Jíbaro – Achuar del Corrientes, que son conocidos, al igual que los Huampís, Awajún y Shawi, por las venganzas contra los brujos, a los que hasta hoy día algunos atribuyen cualquier muerte extraña que se produzca entre su gente; precisamente en las últimas semanas se ha hecho muy notoria la supuesta matanza de brujos en la zona de Balsapuerto.
Pese a la fama de Don Armando, algún ayahuasquero había atribuido una muerte al famoso curandero del río Tigre, y se supo que estaban organizando una expedición de venganza, por lo que tuvo que esconderse por un tiempo.
Él vivía en la comunidad Kichwa-Alama de “28 de Julio”, en el alto Tigre. Don Armando sabía bien que había nuevas enfermedades contra las que sus habilidades sanadoras y su conocimiento de las plantas no podían hacer nada: cuando la gente lo buscaba para tratar a los enfermos de malaria o hepatitis, por ejemplo, les decía que fuesen a la posta médica del cercano Intuto para tratarse con pastillas.
Supe de algunos otros curanderos que insistían en tratar a los enfermos de malaria o hepatitis con hierbas e ‘icaros’, agravando muchas veces su estado, a pesar de que sabían perfectamente que se trataba de estas enfermedades, y que no era “daño” de gente, tratable con la medicina tradicional. Algunas personas murieron por esta causa, y por confiarse también en los supuestos poderes curativos de algunos creyentes pentecostales, que decían curar con la fuerza del Espíritu Santo.
Recuerdo particularmente el caso de un enfermo crónico de úlcera al estómago, que llevaba años sin poder comer apenas, más que caldito de plátano, por lo que estaba prácticamente en los huesos. Más de una vez le dimos pastillas para la úlcera que recibíamos donadas de Europa. Sin embargo, su mal era en ese tiempo incurable. Un buen día, alguien le dijo a su señora que le llevase a la profetisa de la iglesia de Sanango, una comunidad pentecostal vecina, recién constituida por familias huidas de Trompeteros, siguiendo a su pastor que anunciaba la próxima desaparición de esta nueva Sodoma como castigo a sus muchos pecados, alucinante historia que contaré en otro artículo.
Llevó al enfermo a la profetisa, quien luego del consabido trance, le comunicó que había hablado con el Espíritu Santo en persona. “El Espíritu me ha comunicado que tu marido está sufriendo esta enfermedad por sus muchos pecados, y que para curarse debe hacer 40 días de ayuno”, le informó a la esposa. Sin pensarlo dos veces, ésta puso en práctica inmediatamente el tratamiento. Por supuesto, el pobre enfermo, dado el estado de desnutrición en que estaba, duró apenas cuatro días.
Cada pueblo indígena tiene en su lengua términos diferenciados para referirse a los “especialistas” que “curan” y aquellos otros que “hacen daño”. Los términos “médico”, “curandero”, “brujo”, son conceptos del castellano usados para referirse a personas que cumplen funciones diferentes. Hay pueblos, como los shipibos, que tiene hasta tres términos para referirse a distinto nivel de curandero según la sabiduría alcanzada, y otro para referirse al que se ha desviado del buen camino y hace daño con esa sabiduría.
Volviendo a Don Armando, también había gente crédula que le atribuía ciertos poderes maléficos, más por tradición que porque tuviesen pruebas de que había hecho alguna vez daño a alguien. Recuerdo que estábamos surcando una vez con los alumnos del internado de Intuto, y paramos un momento en la comunidad de “28 de Julio” para dar un aviso. Don Armando estaba en el puerto y nos saludó cordialmente.
Luego de tres o cuatro días de viaje, al día siguiente de llegar a nuestro destino, la comunidad de “12 de Octubre”, en el alto Tigre, nos avisaron de que uno de nuestros alumnos estaba muy gravemente enfermo. Me fui a visitarlo con la enfermera del internado, que había surcado con nosotros para hacer un curso de promotores de salud. Encontramos al muchacho en el suelo de la casa, espumeando y convulsionando. Su madre, entre lloros, nos informó que le había contado el muchacho que el brujo Don Armando le había hecho daño, que le había mirado desde el puerto de su comunidad, y al instante había sentido como un virotazo en su pierna, y cada día que pasaba le había ido creciendo el dolor.
Para nosotros era claro que era una acusación injusta contra Don Armando, y que el muchacho se había autosugestionado. Así que le hablamos sobre lo irracional que era su creencia de que el buen Don Armando le pudiese hacer daño, de su fe en Diosito, y le administramos un placebo, una ampolleta de agua destilada, diciéndole que eso le iba a curar inmediatamente. Efectivamente, al día siguiente estaba bastante recuperado, y a los dos días estaba jugando pelota con sus amigos.
Años más tarde, estando ya en Iquitos, un buen día me avisaron que Don Armando estaba grave en el Hospital Regional de Iquitos. Me fui a visitarlo, y lo encontré en su cama rodeado de dos de sus hijos. Le había dado un derrame y estaba parcialmente paralizado, pero no había perdido su ánimo y buen humor. Le saludé con cariño y le dije: “Quién lo iba a decir, Don Armandito, que después de curar a tantos y tantos enfermos a lo largo de tu vida, tú mismo caes enfermo. ¿Tanto ya no puedes curarte a ti mismo?”
“Mira, “huauqui” (hermano), yo curo “airaditos” (de ‘mal aire’), pero las enfermedades de Taita Diosito no las puedo curar. Y ésta es una enfermedad de Diosito, pues”, me contestó con una leve sonrisa, a pesar de la parálisis parcial de su cara.
Me impresionó la sabiduría y sinceridad de Don Armando; él sabía de los límites de su ciencia, y que hay enfermedades, provocadas por una infección o un trauma, que sólo son tratables por la medicina moderna. La medicina tradicional, por su parte, es sumamente efectiva para curar enfermedades sicosomáticas, y también para reforzar los mecanismos de defensa naturales del organismo, aspectos en los que suele fallar estrepitosamente la medicina moderna.
Pocos meses después me enteré de que Don Armando Tapuy había fallecido en su pueblo, rodeado de sus hijos y nietos. Estoy seguro que descansa en paz, con tu Taita Diosito al que supo respetar, al mismo tiempo que a sus creencias y conocimientos tradicionales.
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*José Álvarez Alonso es biólogo e investigador de Instituto de Investigación de la Amazonía Peruana (IAAP).
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Fuente: Publicado en el diario judicial La Región el 18 de octubre de 2001 (http://diariolaregion.com/web/2011/10/18/don-armando-tapuy-y-sus-airaditos/). Recibido del mismo autor para su difusión en Servindi.