Por Paco Moreno
La Primera, 15 de octubre, 2010.- El investigador-músico-cantante Leo Casas recuerda algunos pasajes de su vida en las cuales tuvo que luchar contra la discriminación y el prejuicio. Y “la lucha continúa”, dice.
Cusqueño de nacimiento, de padres apurimeños y ayacuchano por adopción; casi dos metros de estatura, cabellos castaños ahora encanecidos y ojos sumamente claros; desde muy pequeño habla perfectamente el español y el quechua, tanto que ahora es un gran especialista en ambos idiomas.
Nació en Mollepata una remota provincia de Apurímac donde fue la oveja blanca. Estudió en Abancay, la capital apurimeña, y cuando cursada el quinto de primaria un profesor cetrino le preguntó cierto día: “¿Qué hace usted aquí entre indios?”.
Entonces Leo le clavó sus ojos claros al maestro, y éste continuó: “Con esa cara, con ese apellido, con esa talla deberías ser otra cosa, pero eres un solo un indio con cara de gente”.
- Lo gracioso de esto es que el profesor era un indio a quien le decían “Chuño” por la forma de su cara —dice don Leo Casas en este restaurante-bar sin nombre, donde, a veces, a él le gusta conversar con los amigos.
En aquellos tiempos en Abancay los niños blancos eran una especie de auxiliares del profesor que les otorgaba a ellos un libro y palo con el objetivo de que el palo sirva para castigar a los niños quechua hablantes que leyeran incorrectamente el libro en castellano.
Misterio
Que su familia ha llegado a Mollepata fue siempre un misterio; pero lo bueno de eso fue que él aprendió en aquel mundo serrano que la único forma de acabar con los abusos contra los indios es luchando; aprendió que en el país había (aún hay) una división brutal entre blancos e indios; que somos un país de cholos choleadores, donde la ilusión de la igualdad no ha vencido aún las taras de la discriminación y el racismo.“Fui un niño enteramente feliz, viví entre gente que me adoraba.
De mi padre, que era un guitarrista excepcional, quizá heredé la vena musical, aunque a mi madre también le gustaba la música. Él tocaba y ella cantaba, y yo aprendía de los dos los misterios tan bellos de la música andina”, dice y una nubecita de nostalgia se apodera del lugar.
Como 500 hermanos
Sigamos, no es momento para tristezas. La madre de Leo Casas, doña Augusta, fue la partera no solo de Molleta sino de todos los pueblitos cercanos a éste. Es así que Leo se convirtió en hermano espiritual de todos los niños que con ayuda de su madre habían visto la luz.
“Te puedo asegurar que si viajara ahora mismo a cualquier pueblito cercano a Mollepata encontraría de todas manera a alguien que se acercaría a mí para abrazarme y decirme: hermano, has vuelto. Todos los niños que nacieron en brazos de mi madre son mis hermanos espirituales”, dice
Su madre, además de ternura, le enseñó la alegría de la vida. Era de aquellas mujeres que eran dueñas de la vida y podían armar la fiesta en el pueblo con cualquier motivo. Algo de esto tiene Leo, quien puede armar una fiesta incluso en los lugares más insólitos.
Fiesta en la calle
Sabemos de aquella peculiaridad de que música se puede hacer en cualquier parte y lo invitamos a hacer realidad ese aserto y armar una fiesta. “Vamos a esa callecita cerca de la sede de la CGTP en la Plaza 2 de Mayo, a esa callecita donde venden instrumentos musicales”, propone alguien. Vamos.
Nos acercamos a unos vendedores que tienen caras de puneños. Era verdad. Leo Casas empieza. “A ver, páseme una mandolina”. La señora le pasa el instrumento ante la mirada desconfiada de su esposo. “Quiero probarlo, no se preocupen. Parece desafinada”, dice. Hace algunos ajustes y la mandolina empieza cantar y llorar en sus manos. Sonidos andinos crean un silencio del que se apodera de inmediato y mientras sigue tocando los rostros de los vendedores cambian y cambian. Toca como dos minutos y se gana otros dos minutos de aplausos.
—¿De qué parte de Puno son? —pregunta Leo Casas a los dueños de la mandolina.
—De Ayaviri.
—Ah, Ayaviri. A ver si recuerdan esta canción.
Leo Casas canta y toca en aymara. Natividad y Apolinar lo miran raro y él sigue tocando. Los comerciantes aplauden; pero no cantan. Leo Casas ya entró en onda y piden que los esposos lo acompañen con la voz.
—Es que no sabemos aymara —grita Apolinar.
Los curiosos que han llegado a la tienda de instrumentos rompen en carcajadas. Leo Casas también ríe y cambia de canción. Ahora canta en quechua y Natividad y Apolinar cantan con él. Los curiosos aplauden. Se arma la fiesta y Leo Casas está ahora en su salsa, tocando un huayno al aire libre.
“La música es un cosa tan especial que puede unir, cohesionar todo un pueblo, una sociedad. Nadie sabe qué guarda la música que hace cambiar para bien a la gente. Usted ha visto como los puneños cambiaron de actitud con la música. Yo siempre supe que la música es una arte que engrandece a la gente. Por eso he recorrido casi todo el país, pueblo por pueblo, alegrando a la gente.
El arte es algo maravilloso; por eso es importante que el ministerio de Cultura haga un trabajo muy cuidadoso para que ayude a los cultores no sólo de la música sino de todas las artes a fin de que los artistas brinden lo mejor de sí a favor de su comunidad, sin discriminación, sin favoritismo, sin decir que esto es mejor que aquello, respetando las costumbres de cada pueblo o región, etc.”, dice.
Traductor
Al escritor José María Arguedas le causaba admiración que Leo pudiese recordar tantas canciones de los pueblos más remotos del país y que además pudiera traducir del castellano al quechua y viceversa. Esa habilidad, que con el tiempo se transformó en erudición, de alguna manera también se la enseñó su madre.
Ocurre que su madre no sabía leer y escribir y por ello tenía algunas dificultades pues otra de sus labores principales en Molletapa era enseñar la palabra de Cristo a los campesinos.
La señora, sin saber leer ni escribir, enseñaba además a cantar y daba consejos sabios a todo el que quisiese. “A ver Leo, hoy tienes que ayudarme en algunas cositas. Me dirás que dice este libro y este otro”, eran algunas órdenes de su madre.
Así el niño Leo Casas, leyendo libros y escribiendo a pedido de su madre, se convirtió en un conocedor del castellano y el quechua y ahora es virtuoso traductor, conocedor de las variantes dialectales del quechua peruano desarrolladas en Bolivia, Ecuador, Argentina, Colombia, Chile.
“Gracias a mi madre, yo leí La Biblia. Además recuerdo que yo era el encargado de leer las cartas que mis hermanas espirituales enviaban a Abancay. Las cartas estaban escritas en castellano y yo las traducía al quechua para que me entendiera la madre de mis hermanas espirituales. Luego ellas me dictaban en quechua sus respuestas y yo las escribía en castellano. Quizá eso sea el origen de que yo pueda ser ahora un traductor. Recuerdo que Abancay traduje casi todo ‘El Quijote’ al quechua para mostrarlo con novedad en el pueblo”, dice.
Aquí una aclaración. Su madre sí venció el analfabetismo, digamos. “A los 64 años de edad, le enseñamos a dibujar su nombre. Era muy sabia. No sabes lo que ella podía hacer, creaba canciones, enseñaba música, enseñaba cómo vivir”, dice, con otra noble tristeza.
Qué cojudo eres
Al brillante estudiante Leo Casas, el ministro de Educación Carlos Cueto Fernandi le concedió una beca a raíz de que ganara un concurso de poesía. Podía estudiar lo que quisiese, en la universidad que quisiese, aunque a Cueto y a su esposa les hubiese gustado que estudiase en La Católica. Leo Casas eligió la Facultad de Derecho de San Marcos. La beca era integral. Cubría estudios, vivienda, alimentación e incluso dinero para la recreación dominical.
Pero para él la beca tenía algunas inconvenientes. El dinero venía de un programa educativo de la OEA cuyo mayor financista era Estado Unidos y de una minera norteamericana y prohibía que el becario realizara actividades políticas. Esto le molestaba a Leo Casas porque creía que estaba estudiando con el “dinero de imperialismo” y quería seguir siendo libremente dirigente estudiantil.
En aquellos tiempos tenía ya inquietudes políticas y se consideraba de izquierda y se sentía mal teniéndolo todo mientras sus compañeros la pasaban mal. “Eran tiempos en que ser obrero era lo máximo y yo renuncié a la beca y no sabes que bien me sentí. Fui a contarle la noticia a mi amigo Hildebrando Pérez para compartir mi alegría con él. Hildebrando me escuchó la noticia y me dijo: qué cojudo eres, compañero. Fue la única vez en mi vida que le escuchado una lisura a Hildebrando”, cuenta.
Leo Casas es un hombre sano y bueno que ahora es ejemplo de solidaridad y amor a la cultura andina. Sigue luchando a su manera contra los abusos, contra la discriminación en perjuicio de la cultura andina.
Su canto regala alegría y el sonido de la mandolina es música grandiosa. Se considera un indio blanco y por indio conoce los problemas del país. Es un amante de la música andina. Leo Casas es viajero andino que va de pueblo en pueblo dejando sabiduría.
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Fuente: Diario La Primera