- ¿Qué tienen en común Tartagal, el nuevo cultivo transgénico de Basf y los desmontes?
Por Raúl A. Montenegro*
La nueva papa, cuya mayoría de genes procede de ancestros andinos, tiene entre sus agregados de bioingeniería un gen resistente a los antibióticos. Éste gen podría transmitirse a bacterias que viven en el tracto intestinal.
Esta enzima puede inactivar antibióticos beta lactámicos como la ampicilina, y conferirle a la bacteria portadora una mayor resistencia. Pese a los potenciales riesgos sanitarios de la papa transgénica, los burócratas europeos -más sensibles a los reclamos de la Organización Mundial de Comercio que al Principio Precautorio- consideraron que la evidencia era irrelevante.
Hace apenas unas horas la Comunidad Europea aprobó cinco expedientes de organismos genéticamente modificados u OGM, el cultivo de la papa Amflora para uso industrial (no apta para consumo humano), el uso de la fécula producido por esta papa y la comercialización de tres maíces transgénicos de Monsanto (1). Hacía 12 años que la comunidad no adoptaba decisiones tan críticas. Detrás de la aprobación está el visto bueno de la poderosa Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (AESA) y la incapacidad de los países miembro para adoptar decisiones conjuntas sobre organismos genéticamente modificados.
El Ministro de Agricultura de Italia, Luca Zaia, ya se pronunció en contra de la medida adoptada por la Comunidad Europea y anticipó la posibilidad de formar un frente de países "para defender la salud de los ciudadanos y la identidad de la agricultura europea".
Estas contradicciones no deben sorprendernos. En el viejo continente se entremezclan hipocresía, codicia corporativa, corrupción y una sociedad cada vez más reticente al consumo de OGM "visibles". No es casual que las especies con comercialización permitida (pero cultivadas fuera de Europa) superen abrumadoramente las pocas especies autorizadas para cultivo local. Su percepción social es diferente. Aunque los granos importados son insumos clave para numerosas industrias europeas de la alimentación, los consumidores locales no siempre conocen el recorrido total de los transgénicos pese al complejo sistema de marbetes.
Recién en 1998 la Comunidad Europea aprobó un organismo genéticamente modificado para cultivo local, el maíz 810 de Monsanto (MON810). El segundo cultivo permitido, esta vez de papa transgénica, acaba de aprobarse 12 años después.
Tras completar el desarrollo de la papa Amflora, Basf presentó el correspondiente pedido de aprobación a la Comunidad Europea. Esto ocurrió hace 6 años. Su autorización repitió formatos anteriores. Al no lograrse consenso entre los países miembro, la Comunidad decidió unilateralmente, y aprobó Amflora.
La papa transgénica produce espesantes que serán utilizados en la fabricación de papel y su alto contenido en almidón permitirá que los residuos de la producción industrial puedan ser empleados como alimento para animales. Curiosamente, la Comunidad Europea aprobó en un solo acto administrativo los dos usos, el cultivo y la utilización de pienso. Como ya sucedió con el maíz 810 de Monsanto, seguramente habrá aceptaciones y prohibiciones, país por país. Pero el mensaje fue claro. La papa de Troya ingresó a Europa desde uno de sus países miembro. La puerta se abrió -acompañada de otras tres autorizaciones emblemáticas- y nada sugiere que vaya a cerrarse.
La nueva papa, cuya mayoría de genes procede de ancestros andinos, tiene entre sus agregados de bioingeniería un gen resistente a los antibióticos. Éste gen podría transmitirse a bacterias que viven en el tracto intestinal. Un efecto similar ya fue detectado en el maíz genéticamente modificado, que contiene el gen de la beta lactamasa. Esta enzima puede inactivar antibióticos beta lactámicos como la ampicilina, y conferirle a la bacteria portadora una mayor resistencia. Pese a los potenciales riesgos sanitarios de la papa transgénica, los burócratas europeos -más sensibles a los reclamos de la Organización Mundial de Comercio que al Principio Precautorio- consideraron que la evidencia era irrelevante. De este modo el experimento pasa a su etapa social. Aunque después de algunos años se confirmen los efectos negativos de la Amflora sobre la salud y algunos países prohíban su cultivo, las empresas ya habrán obtenido ganancias descomunales. Vendrá entonces un nuevo cultivo transgénico, otra aprobación unilateral y el repetido experimento social.
Existe sin embargo otro peligro, mucho mayor y menos predecible. A corto, mediano y largo plazo la estabilidad ambiental de los países depende de sus biodiversidades naturales, es decir, de los ecosistemas con sus miles de especies vivas. Sin superficies importantes de ambiente nativo dejan de funcionar las fábricas naturales de suelo y de agua. Al mismo tiempo disminuye peligrosamente la resistencia de estos ambientes degradados a los cambios –incluido los cambios por modificación del clima, grandes terremotos y maremotos e incendios. Haití mostró con una didáctica feroz que la destrucción de los ambientes nativos y del tejido social magnifican escandalosamente los efectos de una lluvia intensa, un huracán o un terremoto.
La expansión de los cultivos transgénicos empieza consumiendo superficie de ambientes naturales. El desmonte ya produjo en Argentina la desaparición del 80% de sus bosques nativos, y en provincias como Córdoba –dominada por la soja transgénica- solo queda el 5% de los bosques nativos cerrados que tenía originalmente. Al reducirse la superficie de los ecosistemas naturales disminuye también la "distribución" de la biodiversidad.
Cuando desaparecen por ejemplo 50.000 hectáreas de bosque chaqueño en el oeste de Formosa –en la zona más caliente de América del Sur, la "isla de Prohaska"- también desaparecen germoplasmas (códigos genéticos) que estaban adaptados a las particularidades de "ese" ambiente. Aunque distintos sectores del bosque Chaqueño tengan fisonomías similares, cada uno de ellos posee información única e irrecuperable en tiempos humanos.
Proteger una pequeña superficie del total original de bosques, pastizales o lagunas –ya sea como parque provincial o nacional- es críticamente insuficiente para mantener los pulsos ambientales que necesitamos (agua, suelo, estabilidad microclimáticas). Lamentablemente la soja RR y otros cultivos transgénicos están "devorando" ambientes nativos. Esto simplifica peligrosamente la biodiversidad de Argentina y reduce su resistencia ambiental. En momentos de cambios extremos tener escasa superficie de ambiente nativo y baja biodiversidad es la peor estrategia.
Todo el dinero acumulado por la codicia de la soja RR no alcanzará para cubrir los daños y la pérdida de estabilidad ambiental que sufriremos en los próximos años. Tartagal 1 y 2 son apenas muestras de lo que vendrá. Se pueden exportar porotos de soja a la Comunidad Europea o China, pero no podemos importar ecosistemas que nos protejan.
Existe además un riesgo adicional tan grave como el anterior. En momentos de mínima superficie con ambientes nativos, y menor biodiversidad –es lo que caracteriza a la Argentina actual- la irrupción de materiales genéticos extraños en grandes cantidades (solamente la soja cubre en Argentina más de 17 millones de hectáreas) genera un experimento biológico sin precedentes. Introducimos especies transgénicas que contaminan con sus genes a las especies nativas (esto ya ocurrió por ejemplo con el maíz en México) o crean situaciones genéticas absolutamente nuevas en momentos con valores críticamente bajos de biodiversidad natural. No solamente tenemos la resistencia ambiental más baja de toda la historia: también ofrecemos la menor resistencia genética.
La biodiversidad nativa no es destrozada solamente por las topadoras y por las especies genéticamente modificadas. También actúan a gran escala los plaguicidas. Matando distintos tipos de vida –pues los plaguicidas son ecológicamente analfabetos- sus complejas moléculas mantienen bajos niveles de biodiversidad en los cultivos, y afectan la biodiversidad de ambientes naturales ubicados incluso a grandes distancias de los lugares de aplicación. Entre los seres vivos impactados estamos nosotros, desde embriones, fetos y bebés hasta niños, adolescentes y adultos.
Las bajas dosis de plaguicidas rompen nuestros sistemas hormonales y de defensa, y crean cócteles de contaminantes que ninguna regulación prevé ni controla. La legislación argentina solo toma en cuenta las dosis letales de cada principio activo, no sus bajas dosis, ni los cócteles de sustancias. Omite además la acumulación ambiental de plaguicidas y el traspaso intergeneracional de organoclorados.
Nuestra propia diversidad humana sufre los efectos colaterales del alto precio de la soja, de la Mesa de Enlace, de las corporaciones químicas y biotecnológicas y de los gobiernos ausentes. No se conserva ni la biodiversidad, ni las fábricas de suelo y agua, ni la salud de la mayoría de las personas. Se privilegian los rindes, los beneficios económicos de las grandes empresas, el consumismo ciego, y el crecimiento a cualquier precio.
La invasión de los cultivos industriales expulsa además comunidades campesinas que conviven con los ambientes de bosque desde hace varias generaciones, y arrebata las tierras donde viven pueblos originarios. Extinguimos la biodiversidad, pero también la diversidad cultural, y al hacerlo perdemos comunidades, conocimientos y herramientas prodigiosamente adaptadas a nuestros ambientes nativos. Disminuye así nuestra resistencia ambiental, pero también nuestra resistencia social para enfrentar los cambios.
Curiosamente uno de los temas dominantes es el cambio climático global. Nos dejamos seducir por las incoherentes propuestas de Al Gore, seguimos obsesivamente a través de los medios de comunicación social lo que sucedió en Copenhague y observamos el cielo con temor cuando aparecen nubes oscuras, o cuando no aparecen por meses. Es cierto que hay cambio climático, y que lo alimenta mayoritariamente el exceso de efecto invernadero. Pero existen otros dos cambios de gran escala, mucho más perversos e inmanejables: el cambio biológico global, y el cambio terrestre global. Recién los leemos cuando llueve copiosamente sobre serranías quemadas y sin vegetación, y una inundación violenta arrastra personas y viviendas.
En Argentina estamos en rojo, esos cambios han sido extremos, y no cesan. Disminuye la superficie ocupada por ambientes nativos, la CONABIA sigue aprobando organismos genéticamente modificados y no vigila sus poblaciones, el SENASA habilita nuevos plaguicidas, o deja sin revisión los existentes, y el país se transforma, con rapidez, en un monocultivo de soja, consumismo feroz, vanidades y codicia. Si no hacemos mayores esfuerzos para entender nuestro ambiente, nuestra sociedad y nuestras propias contradicciones, y no asumimos compromisos urgentes de cambio, las tragedias seguirán pareciéndonos naturales. www.ecoportal.net
Nota:
(1) Las tres formas aprobadas son MON683xMON810, MON683xNK603 y MON683xMON810xNK603
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*El profesor Dr. Raúl A. Montenegro es Biólogo Presidente de la Fundación para la defensa del Ambiente (FUNAM) Asimismo es profesor Titular de Biología Evolutiva en la Universidad Nacional de Córdoba y Premio Nóbel Alternativo 2004 (RLA-Estocolmo, Suecia), Premio Global 500 de Naciones Unidas 1989 (UNEP-Bruselas, Bélgica), Nuclear Free Future Award 1998 (Salzburgo, Austria) y Premio a la Investigación Científica (Universidad de Buenos Aires, Argentina)
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Fuente: Ecoportal