Por Germán Vargas Farías
La muerte de un perro a manos de un congresista, ocurrida en mayo de este año, provocó una reacción de repudio inmediata. Lo que hizo Miró Ruiz, el congresista, contra Matías, el perro, fue vergonzoso, repugnante, y criminal. Los comentarios unánimes en la calle y a través de los medios fueron de rechazo al victimario.
La trágica muerte de Matías avivó algo saludable en la conciencia de autoridades, líderes de opinión y ciudadanía en general, me refiero a la capacidad de indignación frente al abuso y, según dijera otro congresista, el excesivo salvajismo perpetrado contra un animal doméstico.
La repulsa ciudadana fue incondicional, no es que la alentase saber que Matías era un perro de raza schnauzer, ni escuchar el lamento de una familia que le echaría de menos. A la gente le indignó que alguien se hubiese atrevido a quitarle la vida a un perro, no importando si éste era chusco o vulgar, vagabundo o callejero. Enfurecía más que ese alguien fuese un sujeto con autoridad, y que hiciera abuso de su poder.
Miró Ruiz negó inicialmente su responsabilidad, pero no tardó mucho en reconocerla. Según se dijo en un diario, "no pudo más con su conciencia y cargado de vergüenza lo confesó todo", pero deben haber sido las evidencias y la presión ciudadana la que le hizo admitir su crimen. Si hubiera hecho falta pedir información al Ministro de Defensa, quizás la verdad habría tardado más en conocerse. O no se hubiera conocido nunca.
Los grupos defensores de los derechos de los animales se movilizaron bajo el lema "Justicia para Matías". Fueron entrevistados en RPP y en muchos otros medios, y toda la gente, incluso congresistas, simpatizó con ellos. A nadie se le ocurrió decir que intentaban desprestigiar al Congreso, ni menos desestabilizar al gobierno. El entonces presidente del Congreso, Luis Gonzales Posada, tras lamentar los hechos pidió a la Comisión de Ética analizar el caso y determinar el grado de responsabilidad que pudiera recaer en Miró Ruiz.
Tan firme fue la reacción de casi todos frente a la injusta muerte de Matías que, además de admitir su culpa, el "perricida" declaró sentirse arrepentido, pidió "perdón" a la dueña del animalito, a la sociedad peruana, al Parlamento, a su propia familia, y aceptando que "toda mala acción merece sanción", e intentando resarcir el daño causado, anunció que se dedicaría a promover campañas de vacunación caninas en su distrito.
Así es como deberían desarrollarse las cosas en un país en el que la vida se respeta. Trátese de la vida de un animalito o, con mayor razón, de una persona. Por eso es difícil explicar la reacción en el caso de Putis.
Fue en mayo de este año, también, que empezaron a desenterrarse los restos de más de cien personas asesinadas salvajemente en esa comunidad ayacuchana. Eso ocurrió hace exactamente 24 años. Varias circunstancias nos permiten encontrar similitudes con el caso Matías, pero hay diferencias sustantivas. Una de ellas, la más significativa, es que en Putis mataron seres humanos.
Sin embargo, no todos se han escandalizado ante la barbarie de Putis. La investigación camina con lentitud. El ministro de Defensa insiste en no cooperar con las investigaciones porque no sabe nada. Nadie ha reconocido ningún grado de responsabilidad. Salvo el reporte de algún buen corresponsal, RPP y varios otros medios han ignorado los hechos. Un pintoresco ex jefe del Ejército (ayacuchano, para más señas) se ha incomodado cuando le han sugerido pedir disculpas a nombre de su institución. Muy pocos en el Congreso, y casi nadie en el gobierno, simpatiza con quienes defienden los derechos humanos de la gente de Putis.
Como si la vida de un niño o de una mujer de Putis, valiera menos que la vida de un perro. A pesar de su muerte, tuvo suerte Matías. A él no lo mataron en Putis.
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Información relacionada publicada en Servindi:
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- ¡Escándalo! Los asesinados en Putis superarían las 400 personas
- El Caso de Putis, por Instituto de Defensa Legal
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Fuente: La Calle en línea