Con el triunfo del SI en la consulta popular realizada ayer en Ecuador se abre un proceso tendiente a poner fin a esta intolerable escisión entre derechos constitucionales que se convierten en letra muerta y un orden democrático deslegitimado e inoperante.
Rafael Correa quiere refundar el Estado ecuatoriano. ¿Se trata de una maniobra populista o responde a una necesidad histórica?
La derecha dice que lo primero, y la propaganda para descalificar la iniciativa presidencial apeló a las técnicas usuales en estos casos: campaña de terror, mentiras que parecen verdades, y todo tipo de chantajes. Si gana el sí, decían los sedicentes custodios de la democracia y la libertad tan valorados por George W., es votar por el caos, el autoritarismo presidencial, el aborto, el comunismo. Incluso llegó a decirse que, envalentonado por su triunfo, ¡Correa expropiaría las tierras de las comunidades campesinas!
Afortunadamente esta campaña no parece haber sido demasiado eficaz para formatear la conciencia política de las masas ecuatorianas. Su notable triunfo contra el multimillonario Noboa en las elecciones presidenciales pasadas fue una primera señal de los límites con que tropiezan tales ardides; la paliza electoral infligida el día de ayer lo ratifica y, de paso, confirma que el llamado hecho por Correa obedece a razones profundas e impostergables por lo que el triunfo del sí a la convocatoria de una constituyente debe ser saludado como un avance político de primera magnitud.
Son muchos los datos que abonan esta interpretación. Una encuesta realizada en 18 países de América Latina por Latinobarómetro a mediados del 2006 demuestra que Ecuador y Bolivia son los dos países con la mayor proporción de ciudadanos que dicen que puede haber democracia sin partidos políticos y sin congreso. En el caso del Ecuador las cifras son de un 45 y un 42 por ciento respectivamente; en Argentina 64 y 71 por ciento.
En buenas cuentas, casi la mitad de la población Ecuatoriana, harta de los engaños, las maniobras y las corruptelas que se manifestaron con inusual intensidad en ese país cree que es posible construir un régimen democrático sin partidos ni congreso.
Si observamos la proporción de gente que cree que el gobierno favorece a unos pocos privilegiados en lugar de hacerlo a favor de todo el pueblo los resultados son escandalosos.
Sólo el 11 por ciento de los ecuatorianos creen en lo segundo; 89 por ciento, en cambio, cree -¡con razón!- que se gobierna a favor de los ricos y poderosos, siendo estos guarismos los más extremos de toda América Latina.
Lo interesante del caso es que pese a estas decepcionantes realidades los ecuatorianos siguen teniendo confianza en la democracia: el 54 por ciento dice que es preferible a cualquier otra forma de gobierno, una cifra similar a la de Chile (56 por ciento) y superior a la de Colombia (53 por ciento) y Brasil (46 por ciento).
Esta virtuosa persistencia del apoyo a la democracia es tanto más loable si se tiene en cuenta que cuando se le preguntó a los entrevistados si se hallaban satisfechos o más bien satisfechos con el funcionamiento de la democracia en Ecuador apenas el
22 por ciento respondió afirmativamente.
Conclusión: la propuesta del presidente Correa es razonable y necesaria porque intenta subsanar la profunda deslegitimación que ha sufrido la democracia a manos de gobiernos pseudo-democráticos que una y otra vez traicionaron el mandato recibido en las urnas. No por casualidad grandes movilizaciones populares desalojaron a tres presidentes en menos de diez años.
Una de las más distinguidas sociólogas ecuatorianas, Ana María Larrea, caracteriza a la constitución de 1998, surgida luego del derrocamiento de Abdalá Bucaram, como esquizofrénica: de avanzada en la formalización de los derechos medioambientales, de los pueblos indígenas y afroecuatorianos, de las mujeres, de los niños y jóvenes y de los discapacitados pero, al mismo tiempo, su talante neoliberal consagra un estado ausente, débil, sin adecuados organismos de control democrático y perpetúa un sistema político (partidos y congreso) con escandalosos niveles de irresponsabilidad y corrupción, lo que impide que los derechos que contempla puedan materializarse.
Con el triunfo del sí se abre un proceso tendiente a poner fin a esta intolerable escisión entre derechos constitucionales que se convierten en letra muerta y un orden democrático deslegitimado e inoperante.
El objetivo de la reforma será reconstruir al Estado, crear dispositivos que garanticen la redistribución de la riqueza y la justicia social, la defensa de la soberanía nacional y la nacionalización de los recursos naturales. Claro que nada de esto podrá lograrse sin vencer la encarnizada resistencia de las clases dominantes y sus aliados en Washington.
Tal como se ha dicho una y otra vez, quien pretenda reformar nuestras sociedades no tendrá que vérselas con hidalgos adversarios prestos a reconocer que su ciclo político ha concluido sino con feroces enemigos dispuestos a responder con los horrores de una sangrienta contrarrevolución la osadía de pretender cambiar un orden que sus beneficiarios no sólo n justo sino también natural e inmutable.
Correa ha triunfado y demostró no sólo sabiduría para planear y ejecutar su estrategia de construcción de poder sino además el valor y la audacia que requieren todas las grandes iniciativas políticas. Ecuador necesita este acto fundacional, y parece haber encontrado el personaje capaz de encarnar esa necesidad histórica. Puede sonar demasiado hegeliano, pero como Marx se encargó de demostrar la historia es siempre un proceso dialéctico en donde los grandes procesos estructurales requieren de la aparición de ciertos sujetos colectivos e individuales.
En los últimos diez años Ecuador vio nacer a los primeros. Ahora parece haber encontrado a su líder. ¡Enhorabuena!