El doctor Alan García está enamorado de la muerte. Ahora dice que, aunque sea solo, luchará por imponer la pena capital a los violadores y a los terroristas.
Lo que no dice es que él ya aplicó la pena de muerte informal a 261 terroristas rendidos y esgrimiendo trapos blancos. Él era el comandante supremo de las Fuerzas Armadas cuando éstas decidieron poner en práctica la doctrina de tierra arrasada que fundara años atrás el generalísimo Clemente Noel Moral, el que le echó gasolina a la hoguera de Ayacucho. García fue el autor intelectual y Mantilla –la bisagra con el montesinismo de aquel entonces y el de ahorael veedor, ¿recuerdan?
En cuanto a que aunque sea solo, se trata de otra mentira salida de ese géiser de mentiras que es muchas veces la boca del señor presidente constitucional de la República. Él sabe que la mayoría de la gente está con la pena de muerte, que a las multitudes que lo escuchan prometiendo cosas se les haría agua la boca si aquí ahorcaran, inyectaran o balearan a los terroristas pescados infraganti (como aquellos de Ayacucho que acaban de soltar después de difamar) y, más aún, a los violadores como el Monstruo de Armendáriz, cuya culpabilidad se decretó por el testimonio de un turronero.
Es que el doctor García, que necesita su ración de antilitio con urgencia para que la euforia no le haga una mala pasada, interpreta a las muchedumbres hambrientas como nadie. Sólo él puede entender su apetito de muerte, su preferencia por los atajos legales, sus ganas de reproducir la experiencia de Ilave –alcalde lapidado por la justicia populara lo largo y ancho del país, como dicen los locutores de Radio Nacional. Sólo él y Lourdes Alcorta, embajadora plenipotenciaria de la muerte, pueden captar la urgencia popular de distraerse como lo hacía el populacho francés cuando lo del Terror. Sólo el doctor García y Giampietri, ese Grau al revés, saben qué es eso de la justicia calibre 7.65 y qué el castigo de Dios con silenciador.
¿Qué pasa con el doctor García y la muerte? A su partido le fusilaron por la vía del linchamiento uniformado a unos tres mil militantes. Los apristas mataron a 18 militares del cuartel ODonovan, a Sánchez Cerro, a los esposos Miró Quesada en 1935, a Pancho Graña en el 45 –y hay un pequeño etcétera que permanece en la ambigüedad histórica–.
¿Esa es la muerte de la que está enamorado el doctor García? ¿Esa es la levadura de la que emana su discurso? ¿Quiere que recordemos esos años de barbarie, cuando el Apra quería cambiar el país y mataba para lograrlo? ¿Y quiere que lo recordemos hoy, cuando, superado el quinquenio 85-90, el Apra ni mata –felizmenteni quiere cambiar nada? ¿O será el recuerdo del grupo Rodrigo Franco, el que mató a Saúl Cantoral y estaba dirigido desde el ministerio del Interior con la anuencia presidencial, el que atormenta y aproxima a la idea de la muerte, como si de una pesadilla se tratara, al doctor García?
Este obseso por la muerte debería preocuparse por la mortalidad infantil, que es una pena de muerte de clase. O de la muerte de los ancianos abandonados, que es una sentencia social. O la muerte lenta de los niños contaminados por el plomo minero, que es un veredicto del sistema. O de la muerte de los tuberculosos que siguen muriendo, lo que es un fallo casi arbitral del ministerio de Salud.
Tal vez sea que, para tranquilizar su conciencia, el doctor García quisiera ver hecha ley de la república la que fue ley salvaje de sus esbirros en el Frontón, Lurigancho y Santa Bárbara. ¿Habría así una limpieza retroactiva de su memoria, doctor García?
La pena de muerte estará siempre asociada a su inutilidad absoluta, a su crueldad siempre posible y a la estadística posibilidad de haber sido impuesta por error, racismo o apresuramiento. La pena de muerte es un asesinato estadual que ensucia el concepto mismo de la autoridad. Y, por último, la pena de muerte siempre será auspiciada por locos, fanáticos y criminales encubiertos de diversa índole.
Cuando la revolución francesa condenó a Luis XVI a la guillotina, el diputado jacobino Louis Legendre propuso que, luego de la ejecución, el cadáver del monarca fuera dividido en 82 trozos para que cada una de las provincias de la naciente república recibiera el suyo. La moción fue rechazada por excesiva. Como nos lo recuerda Vicente Vega, Legendre había sido un hábil carnicero parisino.
Fuente: Diario La PrimeraÂ