Municipalidad distrital de Yurúa, que cuenta con un presupuesto de 260,000 nuevos soles; sin embargo el pueblo no cuenta con ningún servicio básico. El alcalde es de origen indígena, pero está rodeado de asesores que se han convertido en una mafia que pulula por toda esa cuenca. |
A mediodía el sol cae a plomo y un calor abrasador nos envuelve, pese a la ligera brisa que parece la agitada respiración del río. Es el verano amazónico y navegamos por el Alto Yurúa, que semeja una anaconda reptando entre las aguas claras y las ardientes playas. El esbelto peque peque, apropiado para esta aguas estivales poco profundas ha encallado varias veces en los bancos de arena. Pero gracias a la pericia del joven motorista yaminahua acoderamos al atardecer en la Comunidad Ashéninka de Dulce Gloria, en la confluencia del Alto Yurúa y el Huacapistea.
En el alto barranco donde ahora se asienta Dulce Gloria estaba a fines del siglo XIX y principios del siglo XX Puerto Portillo y hasta allí llegó la lancha Iquitos con la Comisión Mixta Peruano-Brasileña que exploraba y estudiaba el Yurúa en vísperas de la suscripción del Tratado Río Branco-Velarde del 8 de setiembre de 1909.
El Tratado, que lleva los nombres del célebre Barón de Río Branco, el padre de la diplomacia brasileña, y del diplomático peruano Hernán Velarde, pretendía restañar nuestras dolorosas heridas territoriales y apaciguar las movidas aguas políticas, económicas y fronterizas provocadas por el ciclo del caucho, el oro negro, donde las víctimas como siempre habían sido los pueblos indígenas.
En esos convulsos años de la historia amazónica, las correrías para capturar indígenas como mano de obra esclava para los campamentos caucheros eran sucesos comunes y corrientes. El informe de la citada Comisión, fechada el 25 de marzo del 1905, en Manaos, se refiere a las dificultades de calcular la población indígena de esos años, porque su número no es posible fijarlo, ni aún aproximadamente; pero es muy reducido y van desapareciendo por efecto de las correrías de que son víctimas. Las correrías, además, de acuerdo al mismo informe, se realizaban con el objeto en algunos casos de alejar al indio de la región en que trabaja el cauchero para no ser molestado por ellos.
Cien años después, esta mentalidad y esta mala conciencia prevalece en la región en un nuevo ciclo de la riqueza amazónica: el ciclo del oro rojo de la caoba (Switenia macrophylla).
El polígono de la riqueza
Científicos peruanos han estudiado un espacio territorial en forma de polígono de más de 4 millones de hectáreas entre las regiones de Madre de Dios y Ucayali, en las cuencas del Yurúa y el Purús, con verdaderas marcas mundiales de biodiversidad y donde la caoba tiene uno de los promedios más altos del mundo, casi 2 árboles por hectárea. Sólo la cuenca del Yurúa, un río que nace en las estribaciones montañosas del Cusco y desemboca en el Amazonas después de un recorrido de 3,283 kilómetros, tiene una superficie de 809,613 hectáreas.
Diezmadas durante el violento ciclo cauchero en toda la cuenca amazónica sudamericana, y en la Amazonía peruana particularmente en el Putumayo y el Madre de Dios y sus afluentes, los indígenas del Yurúa, tal como señala el informe de la Comisión Peruano-Brasileña, no escaparon a esta hecatombe. Hoy en día, del total de la población del distrito del Yurúa que se estima en 1,500 habitantes, cuya capital es Puerto Breu, aproximadamente mil son indígenas de la familia etnolingüística Pano, sobre todo yaminahua, amahuaca y chitonahua. Los ashéninka de Dulce Gloria y otros de familia Arawak migraron desde la Selva Central en los 40 del siglo pasado y se desplazaron incluso a territorio brasileño.
Agredidos permanente y sistemáticamente por la sociedad nacional, olvidados por el Estado y en una situación de pobreza que los pone, en algunos casos, al borde de la agonía biológica, sin embargo, la peor y más grave amenaza que se cierne sobre los pueblos indígenas del Yurúa proviene del asedio de los extractores de caoba que están entrando a saco partido a saquear los últimos rodales de caoba que aún quedan en los bosques de la Amazonía y, en especial, en el Yurúa y el Purús.
El biotráfico amenaza la vida indígena en el Yurúa
El biotráfico, es decir el tráfico biológico de especies forestales, peces, animales vivos y diversas otras especies de la flora y fauna tropical, es la nueva amenaza de los pueblos indígenas y su milenario habitat, el bosque tropical.
Sólo en tala ilegal de especies forestales, el Banco Mundial estima que los países pierden entre 10 a 15 mil millones de dólares cada año. La madera ilegal fluctúa entre el 20 al 80 por ciento del comercio mundial. El Perú pierde anualmente entre 8.5 millones de dólares por este comercio ilegal. De acuerdo al Instituto Nacional de Recursos Naturales (INRENA), en el Perú se extrae cada año 22 mil metros cúbicos de caoba por un valor de 40 millones de dólares. El 90 por ciento de esa caoba procede de áreas no autorizadas, es decir, de Parques, Reservas y territorios indígenas.
Existe en la actualidad una tipología de la ilegalidad para la extracción de madera en la Amazonía peruana, sacándole la vuelta a la Ley Forestal y Fauna No. 27308 y al proceso de concesiones, fundamental para ordenar el aprovechamiento del bosque y construir un sistema forestal sostenible. En primer lugar, están un buen número de los 583 concesionarios que, en total, recibieron más de 7 millones de hectáreas en contratos de concesión en los últimos cuatro años. Extraen madera de concesiones ajenas y lo legalizan valiéndose de sus guías y listas de trozas.
Un segundo grupo son los industriales madereros que no tienen concesiones y que generalmente tienen aserraderos. Casi siempre en su stock maderero sólo el 20 por ciento es madera legal y el 80 es ilegal, blanqueado con guías de otras concesiones. Un tercer grupo está formado por los ilegales habilitados por los empresarios propietarios de aserraderos. Estos compran madera de campesinos y agricultores que poseen árboles maderables en sus parcelas pero que están imposibilitados de comercializarlos legalmente porque necesitan un permiso forestal cuyo monto asciende a 3,600 soles. En este caso y como ocurre con toda la informalidad e ilegalidad en el Perú, el propio estado con su camisa de fuerza burocrática induce a la ilegalidad.
Este sistema de informalidad e ilegalidad se sostiene principalmente en la venta de guías. Una guía es un cheque en blanco otorgado por el INRENA. Un concesionario puede tener realmente 100 caobas en su concesión de 25 mil hectáreas. Pero en su Plan Operativo Anual (POA), aparecen 1000 caobas por la coima que ha pagado al funcionario del INRENA. Entonces, el Estado corrupto le entregará listas de trozas y guías de acuerdo al número de caobas que consta en su POA. Puede hacer dos cosas con sus guías ilegales: venderlas a 300 soles cada una o sacar madera de otras concesiones y legalizarlas con estos documentos aparentemente legales, pero en realidad fraudulentos.
La maquinaria del biotráfico de caoba y otras especies forestales no deja nada al azar. Tiene bien organizado el sistema de transporte fluvial y terrestre. Por la vía fluvial, la madera se transporta en chatas que cargan entre 300 a 400 trozas. También en balsas de lupuna o marupa. Encima de estas trozas se estiba madera motoaserrada. Pero debajo de la balsa, se arrastran las trozas de caoba o cedro. Un deslizador veloz conocido como El timbre o El chalequero avisa si hay moros en la costa. Generalmente la garita de control del INRENA no significa peligro.
El transporte por tierra es muy intenso. El Fiscal de Campo Verde, el Dr. Elidergio Mori Trigoso, calcula que cada día circulan por la carretera Federico Basadre no menos de 150 mil pies de madera, entre rolliza, tuqueadas y motoaserradas de caoba, cedro y maderas duras como shihuahuasco, estoraque, aguanomasha y capirona que conocen ahora un boom por las compras chinas. Cada vehículo paga una coima de 100 soles en las garitas de control en los kilómetros 34 y 10.5. El Chalequero en este caso usa auto o una poderosa motocicleta.
Este cuantioso comercio ilegal está originando una subcultura, como el narcotráfico. Han empezado a surgir grupos armados, cuerpos de seguridad privados, bandas, integrados por ex narcotraficantes y antiguos militantes de Sendero Luminoso y el MRTA. Los nuevos ricos del comercio ilegal de madera lucen camionetas 4 x 4, cabalgan en motos de última generación, andan cargados de joyas y sus hijos participan en carreras automovilísticas y de motonáutica.
Las víctimas de este nuevo ciclo del oro rojo de la Amazonía son los parceleros y agricultores que venden clandestinamente sus árboles de cedro a 50 soles al rematista, el equivalente maderero del rematista de los puertos y mercados amazónicos; los materos, los grandes conocedores del bosque que ubican las especies forestales; los motosierristas; las cocineras; los tractoristas y los churamperos, los humildes peones que cargan los cuartones de caoba y cedro a través de kilómetros en el bosque y a quienes después de algunas semanas y meses les empieza a crecer una jiba en la espalda. Pero sobre todo los indígenas que venden una caoba de 40 años de edad y de 2 mil pies tablares de producción por 100 soles. Un metro cúbico de caoba se valoriza en 1,850 dólares y la caoba vendida por 100 soles, transformada en muebles en el mercado de Estados Unidos produce 100 mil dólares.
No sólo ilegalidad, sino también la injusticia en el Yurúa
No sólo la ilegalidad ha sentado sus reales en la actividad maderera en toda la Amazonía peruana y principalmente en Atalaya, el Purús y el Yurúa, sino también la injusticia en las relaciones económicas entre los pueblos indígenas y los madereros.
San Pablo es una comunidad Yaminahua en el Alto Purús de 300 habitantes, con un territorio titulado de 23, 475 hectáreas pobladas de cedro y caoba. Como casi todas las Comunidades de la cuenca, su actividad económica básica es la agricultura de subsistencia y la caza de animales silvestres. El Yurúa, como el Purús, no es un río que destaca por su riqueza pesquera como el Ucayali y todos los ríos nacidos en los Andes y que arrastran muchos nutrientes que dan vida a la biomasa pesquera.
Los comuneros de San Pablo siembran plátano, yuca, maíz y para abastecerse de productos urbanos industriales de los cuales son cada vez más dependientes, como azúcar, fideos, enlatados, sal, ropa y medicinas, venden su madera. Dialogo con el jefe de la Comunidad, el joven Rodrigo Pérez Trujillo, quien me relata que trabajan para una empresa maderera de Pucallpa a la que han vendido 57,000 pies de caoba a 3 soles el pie tablar (en Pucallpa está a 10 soles el pie tablar de caoba) y 21,000 pies de cedro, a 1.50 soles el pie. Al final, la empresa pagó a San Pablo sólo 23,000 soles, porque les descontó el precio de las motosierras, el costo del vuelo del avión que trasladó los alimentos de Pucallpa a Puerto Breu, además del valor de esos alimentos. Sin embargo, la empresa no reconoció los salarios de los 25 amahuaca que trabajaron durante un mes extrayendo la madera ni tampoco el valor de la carne de sajino, huangana, venado y otros animales silvestres que sirvió de alimento a los trabajadores. Los extractores madereros no conocen la palabra justiprecio en sus relaciones comerciales con los pueblos indígenas.
Las batallas por la sobrevivencia
En Puerto Breu está el local comunal de la Asociación de Comunidades Nativas para el Desarrollo Integral del Yurúa Yono-Sakakoia (ACONADIYSH) que integra a 16 Comunidades y Anexos. Gerson Mayaningo Odicio, el jefe Ashéninka de la Asociación preside una reunión de sus bases donde también participan líderes y técnicos de la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva (AIDESEP), de la Organización Regional Aidesep de Ucayali (ORAU) y un equipo técnico de WWF-PERÚ.
Tenemos que cuidar el bosque que nos da la vida, los animales y los peces. La naturaleza es nuestra madre y ella nos da la vida-dice y sus palabras suenan como el último grito por la supervivencia en medio de estos bosques amazónicos triturados por los tractores forestales y derrumbados por las sierras eléctricas.
Fuente: http://www.ceta.org.pe/kanatari/