Durante las elecciones presidenciales del 2000 y el 2001, me tocó ser observador electoral y acompañar a una delegación de observadores belgas, que incluía a tres diputados. Tiempo después, encontrándome en Bruselas para un encuentro sobre cooperación, ellos me invitaron a almorzar al Parlamento y luego pasamos a presenciar los debates de la Cámara de Senadores. Allí me llamó la atención que las intervenciones se realizaran indistintamente en francés o flamenco.
-Ese ministro es francófono, pero ahora está hablando en flamenco y lo hace muy bien –me comentó una periodista flamenca.
Supongo que tenía razón, pero la única persona no comprendía el flamenco en la Cámara era yo.
Setenta años atrás, esta situación hubiera sido imposible: el francés era el único idioma válido en los tribunales, instituciones públicas y universidades belgas, aún en las provincias donde casi toda la población hablaba flamenco. Sucesivas movilizaciones sociales permitieron finalmente a los flamencos obtener el derecho a que su idioma fuera efectivamente oficial.
En el Perú, todavía algunos periodistas limeños se atrevieron a considerar pintoresco o circense la decisión de congresistas como Hilaria Supa o Maria Sumire de prestar juramento en quechua. De hecho, fueron evidentes el desconcierto y la incapacidad en el Congreso para manejar la situación, obligándose a una de ellas a repetir cinco veces su juramento pronunciado solemnemente a la usanza andina. Tres días después, el mensaje presidencial fue transmitido sin que ningún funcionario de la televisión estatal pensara que sería oportuna alguna versión en otro idioma.
En realidad, el sentimiento más común de los peruanos hispanohablantes es de negación respecto a la existencia de casi 8 millones de personas que hablan quechua en sus distintas variedades, medio millón que se expresan en aymara, cincuenta mil aguarunas, aproximadamente el mismo número de asháninkas y otros cien mil peruanos que se comunican en shipibo y las demás lenguas amazónicas.
Es preferible ignorar, además, que muchos habitantes de las zonas rurales de Ayacucho, Apurímac, Huancavelica, Huánuco, Puno, Cusco o la sierra de Ancash, no comprenden el castellano y que, en menor medida, este problema existe también en las ciudades, aún en la costa. Si, para los limeños más racistas, sería mejor simplemente que toda esa gente no existiera, menos van a pensar en los problemas que genera un Estado monolingüe en español.
La negación del carácter plurilingüe de nuestro país atenta contra la premisa básica para la gobernabilidad: que los ciudadanos puedan comprender las normas estatales. La semana pasada, por ejemplo, se emitió el Decreto Supremo 007-2006-MIMDES que prohibe emplear a niños y adolescentes en una serie de actividades peligrosas. Pareciera que, para los amables funcionarios del MIMDES, la explotación infantil es un problema que sólo padecen los niños y adolescentes hispanohablantes.
Emplear el idioma indígena en público puede generar una censura sólo comparable a la que inspiran las vestimentas indígenas. Yo hablo quechua en mi casa, pero en la calle sólo castellano, me confiesa un universitario que vive en el Cusco (sí, en el Cusco). Inclusive autoridades que saben quechua sentirían mucha vergüenza de expresarse públicamente en este idioma.
Como sucedía antaño con los flamencos, la barrera lingüística mantiene muchas injusticias en la impunidad y profundiza las diferencias estructurales. Enfrentar este problema de ninguna manera es imposible: el Estado (y las ONG o empresas privadas con presencia nacional), deben tomar en cuenta el idioma que habla su personal para asignarlo a determinado destino y garantizar su comunicación con la población. Por ejemplo, un policía que habla aymara debería ser destacado a Juli o Ilave, y un funcionario del Banco de la Nación que habla quechua a Lircay o Llata.
A mediano plazo, debería ser obligatorio que todo funcionario manejara el idioma predominante en la zona, como sucede en Bélgica o Irlanda. Esto implicaría, naturalmente, vencer el prejuicio de los hispanohablantes sobre la imposibilidad de aprender idiomas indígenas (o mas bien, la inutilidad). Hace varios años, en el Centro de Idiomas de la Universidad Católica, donde millares de jóvenes intentan aprender inglés, francés o alemán, se canceló el curso de quechua porque todo el alumnado había tenido que viajar. En realidad, el alumnado era sólo yo.
En Bolivia se ha decretado recientemente que todo funcionario público aprenda quechua, aymara o guaraní. En el Perú, un primer paso, todavía aislado, ha sido la Escuela de Policía de Huancavelica que exige el quechua para sus integrantes. Sin embargo, todavía falta mucho para que el Estado pueda corresponder a la necesidad de millones de ciudadanos y tampoco los gobiernos regionales o locales han atendido esta situación.
Comentando mi exposición sobre la exclusión a los quechuahablantes, un cooperante flamenco, casado con una cusqueña, me dijo: Para mí, es imposible no esa situación con la que había antes en Bélgica. Acaso, en algunos años, la primera juramentación en quechua en el Congreso sea recordada como el primer paso para cambiar esta realidad.
Además...
- Muchos años después del resto de América Latina, las botellas peruanas de cerveza ya tienen la advertencia sobre los peligros de consumir licor en exceso. Sin embargo, los avisos publicitarios aún no cumplen la obligación legal de incluir una advertencia similar (RP 8).
- Aunque el Presidente Alan García insistió en su preocupación por la región andina, y anunció exoneraciones tributarias para las empresas que se instalen sobre los 3,200 metros, mucho más importante para los habitantes de esta región habría sido exonerarles del costo del DNI y disponer el carácter permanente de este documento. Mucho más importante, claro, habría sido referirse a las reparaciones a las víctimas de la violencia, al incremento del presupuesto del sector salud o atender la situación del medio ambiente.
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