La Jornada, 8 de noviembre.- Veo en La Jornada la foto de una manifestación de rarámuris en la ciudad de Chihuahua la semana pasada, y me invade la emoción de lo inimaginable: "Alto al etnocidio al pueblo rarámuri", así lo expresaron los indígenas del Ejido Pino Gordo que llevan varios años peleando por defender sus bosques.
La plaza Hidalgo de la capital norteña ha sido escenario de múltiples manifestaciones políticas, pero no había albergado a los primeros, a los originarios en esas tierras, para exigir al Registro Agrario Nacional solución al litigio de tierras que vive esa comunidad.
Ha sido intrincado el camino jurídico y lo han recorrido sin descanso; su caso presenta todos los componentes de un escenario que en efecto configura los componentes del etnocidio, pues la legislación, los factores reales de poder, caciques locales coludidos con intereses trasnacionales, las dependencias gubernamentales abonan para que los rarámuris pierdan la base territorial que da sustento a su cultura.
Su defensa no tiene traducción en el lenguaje neoliberal, al que nada dice la afirmación rarámuri de que ellos no sembraron los árboles: Lo hizo Dios y a ellos les encargó cuidarlos, por ello no están en venta. Así, nada más, dejan asentado que la relación con la naturaleza, la cosmovisión, tiene otras claves.
Sin embargo, se observa un cambio profundo en la tradicional resistencia, aislada, remontada en la sierra, con escaso contacto con los chabochis (blancos) a no ser cuando en décadas pasadas algunos y algunas de su pueblo bajaban a la ciudad.
Hoy el cambio es contrastante: La emigración también ha tocado a este pueblo, la población rarámuri se ha incrementado de manera notoria y permanente en la capital del estado y en la fronteriza Ciudad Juárez, pero hay muchos otros que, como los rarámuris de Pino Gordo, se resisten a abandonar el territorio por más que el asedio se incremente, cuando no por los madereros, por el narco.
Este plantón y movilización tan ajeno a sus prácticas históricas forma parte de una cadena de acontecimientos inéditos, como su participación en la marcha zapatista por la dignidad en 2001 y su relato al regreso a sus comunidades, cuando llegaron a informar que ya se habían dado cuenta de que "hay muchos rarámuris" y que el subcomandante Marcos los nombró en el Zócalo, en esa plaza grande donde estaban todos.
Por ello cuando supieron de la contrarreforma indígena se reunieron a decidir qué hacer y Ricardo Robles, nuestro querido Ronco, nos comentaba cómo salieron hablando de "esperanza" porque ella los movió para recorrer comunidades y organizar una consulta, levantar actas en cada una, recoger firmas o las más de las veces huellas y sellos de las autoridades para integrar un legajo que fueron a presentar al Congreso local para avalar su solicitud de que se votara en contra del dictamen aprobado en el Congreso de la Unión.
Tarea y esfuerzo inútil, pues no fueron escuchados; en el Congreso los recibió una asesora de algún diputado y los regañó por ponerse a hacer una consulta que nadie les pidió y que además eso es cosa de ellos. Se quedaron con los papeles sin ningún signo de que serían tomados en cuenta; no es de extrañar el desánimo que eso les causó, sin embargo, continúan su lucha.
Por la prensa me entero de que la Coordinadora Estatal de la Tarahumara se ufana del apoyo logístico que ha prestado al plantón rarámuri, además de aclarar que su problema es de orden federal, cuestión que es obvia y que olvidan a menudo quienes en la misma entidad han elaborado sucesivos anteproyectos de ley que pretenden disfrazar de derechos las meras expresiones de políticas institucionales.
De la intervención de la Comisión Nacional de Desarrollo de los Pueblos Indígenas no se tiene noticia. Resulta inevitable recordar la célebre Ley para el Mejoramiento de la Raza Tarahumara, de 1906, conocida como ley Creel. Su nombre lo dice todo, pero también su propuesta que buscaba reunir cobijas y alimentos y condescender con los indígenas para que poco a poco fueran abandonando sus costumbres.
Hoy la instancia indigenista estatal otorga alimentos, telas, instala sanitarios móviles; ése es el tamaño y la dimensión del asistencialismo que perdura. También el gobierno foxista se ufanó en 2001 de que "arriesgó su capital político" por apoyar la marcha zapatista y se quedó en el apoyo logístico porque ante el Congreso de la Unión no hizo valer su compromiso; al contrario, festinó la contrarreforma.
Junto al de los rarámuris hay otros procesos de los pueblos indígenas que no permitirán el avance de las políticas privatizadoras y se acercan al límite que llevó a los zapatistas al levantamiento de 1994 y los impulsa ahora en la otra campaña. Mientras tanto, la clase política prefiere ignorarlos o distorsionarlos; olvidan que también estos pueblos les pueden decir "nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos".
Fuente: Recibido por cortesía de Prensa Indígena