A continuación las palabras de presentación efectuada por Isabelle Combès, del Instituto Francés de Estudios Andinos, [email protected], durante el Seminario Internacional: "Definiciones étnicas, organización social y estrategias políticas en la Chiquitanía y el Chaco" realizado del 5 al 7 de octubre en Santa Cruz, y en el que participarán destacados expertos de Latinoamérica, Europa.
Lo mío no es una “ponencia” propiamente dicha: se trata, más que todo, de una presentación general de los diferentes temas y problemas que nos están reuniendo aquí, de una manera de introducción.
Al contrario de lo que generalmente se hace, y antes de saber siquiera lo que iba a decir en esta presentación, había escogido ya su título. Parafraseando el dicho que pretende que “el hábito no hace al monje”, este título afirma que “el nombre no hace al indio”, y lo afirma en una forma algo provocativa.
Pues, de hecho, la palabra “indio” es hoy, en la práctica y en el lenguaje cotidiano, un insulto. Es un sinónimo de “bárbaros”, de “salvajes”, y tiene en todo caso una fuerte carga despreciativa. Los “indios” prefieren ser llamados “indígenas” o “originarios” según las regiones –aunque ambos términos sean prácticamente sinónimos, pues significan “oriundos”–. Una anécdota puede ilustrar mi propósito. Hace unos pocos años en la ciudad de La Paz, mientras dictaba clases en una universidad, califiqué a los aymaras y quechuas de “indígenas”; los aymaras y quechuas presentes me reprendieron, casi ofendidos: ellos eran “originarios”, y no “indígenas”. Al parecer, en las tierras altas del país, el “indígena” tenía todavía mucho en estos años del “indio salvaje”. La situación cambió bastante hoy, en particular bajo el impacto de discursos políticos como los del Movimiento al Socialismo (MAS), que reivindica la lucha “indígena” para todo el país.
De ahí varias preguntas, o por lo menos varias dudas. ¿Quién es un indígena, un indio, un originario? ¿Qué es lo que cambia cuando cambia el nombre, cuando cambia la etiqueta? ¿Qué consecuencias puede tener el hecho que los isoseños, por ejemplo y para citar el caso que mejor conozco, se llamen o sean llamados tapii, o guaraní, o chané del Parapetí, o chiriguanos?
Un primer punto es evidentemente el valor (positivo, negativo, pocas vez neutro) atribuido a un nombre. Cuando los “indios” se vuelven “indígenas”, cuando los “chiriguanos” se vuelven “guaraní”, cuando los “matacos” se vuelven “weenhayek”, están rechazando las cargas negativas contenidas en cada uno de estos nombres.
Pero el juego de los nombres y el vals de los etnónimos no siempre son sencillos, no siempre es transparente, no siempre es inocente. Tiene que ver con la “identidad”, un tema muy de moda en las ciencias sociales y en los actuales movimientos “indígenas”: con la identidad sentida desde adentro, proyectada hacia fuera, o impuesta desde afuera. En 1996, un dirigente chiquitano reivindicaba el nombre de indígena: “nos llamaron indios, salvajes, aborígenes, nativos, selvícolas, tribus, bárbaros, indígenas, campesinos. Finalmente nosotros en el proceso de identificación propia optamos por el término indígena” (énfasis mío). No deja de ser, me parece que se trata de un término bastante ambiguo. El indígena es el originario, el oriundo… pero “el indígena” también no es el blanco, y bajo esta única etiqueta se reúnen a etnias y pueblos tan diferentes como los ayoreode y los quechuas, como los mojeños y los tapieté. El indígena es la cara positiva y valorada del indio… pero es una categoría ante todo blanca, u occidental que llega a crear, en mi opinión, una nueva barrera entre “ellos” y “nosotros” que poco caso hace de barreras y fronteras más antiguas, pero no por eso menos ciertas.
Nombres y etiquetas también que ver con visiones propias, con visiones criollas, con visiones de investigadores y organizaciones de desarrollo, con visiones y políticas de Estados y organismos internacionales. José Braunstein abordará en parte estos temas en su ponencia.
De hecho, ¿cómo explicar de otra manera que los guaraní (o chiriguanos…) urbanos de Santa Cruz primero se hayan definido como “campesinos” en los años 1950’, y se proclamen hoy “indígenas”? ¿Cómo explicar que, en 1987, la sola idea de constituirse en “capitanía” (la organización política de los “guaraní”) les parecía “ridícula y primitiva” (Davison, 1987), y que cinco años después solamente esté naciendo la Capitanía de Zona Cruz? La respuesta es en este caso clara. La década de 1950 es la de la primera reforma agraria boliviana, dirigida a los “campesinos”; las décadas de 1980 y 1990 son las de la creación de las organizaciones indígenas en Bolivia, y la de la segunda reforma agraria… destinada a los “indígenas”. En una reunión que tuvo lugar en 2001 en la capitanía de Zona Cruz, se discutió bastante para saber si se debía incluir o no a los “barrios integrales” en la capitanía: estos barrios son lugares donde viven, no solamente “guaraní”, sino también chiquitanos, guarayos… y blancos. La discusión se tornó ardua por una simple razón: es sólo como organización “indígena” que la Capitanía de Zona Cruz puede conseguir financiamientos de los organismos internacionales, y no le convenía mostrar el grado de mestizaje o “aculturación” si lo quiere llamar así de muchos de sus integrantes (Combès y Ros, 2003).
El juego de los nombres no es algo novedoso. Se recoge en las crónicas coloniales del siglo XVI una profusión impresionante de “nombres étnicos”, que no necesariamente refleja una situación étnica objetiva. Algunos de estos nombres son o eran nombres propios (autodenominaciones); otros eran nombres dados a un grupo X por otro grupo Z. Otros más –o los mismos– eran o siguen siendo nombres “genéricos” como se les suele llamar: por ejemplo tapii, un término guaraní a menudo traducido por “esclavo”, y que designaba en todo caso, para los guaraní-hablantes, a cualquier grupo de otro idioma y considerado como inferior. Así, tapii existen desde la costa de Brasil hasta el Chaco, sin que los grupos así llamados tengan el más mínimo parentesco entre sí. Lo mismo pasa con la palabra de yanaigua o ñanaigua, guaraní también, y que significa “los que viven en el bosque”. Yanaigua es una palabra que bien podría traducirse por “salvajes” –salvajes a los ojos del guaraní-hablante, se entiende–. Es así que, en el Isoso, dos grupos completamente diferentes fueron llamados así: los tapieté en el siglo XIX, y los ayoreode más tarde (Combès, 2004). Estos nombres revelan más los criterios o perjuicios de quién los emplea, que de los grupos así calificados. Silvia Hirsch tocará este tema a propósito de los llamados tapiete del norte argentino.
Lo que para nosotros hoy puede parecer bastante evidente –a saber: que un “isoseño” sea un “tapii”, pero también un “guaraní” o incluso un “chiriguano”– es algo que se convierte en un verdadero rompecabezas para la época colonial: Catherine Julien nos ilustrará este tema para la Chiquitania del siglo XVI.
Me parece sin embargo que, hoy, estos vaivenes de nombres e “identidades” tienen consecuencias importantes para quién estudia o trabaja con los “indígenas”. Si el término mismo no es más, en mi opinión, que una definición externa y la imposición de una “identidad” donde sólo existen disparidades sociales y culturales, otras etiquetas merecen también la atención. La definición de los chiriguanos de antaño como “guaraní” no sólo corresponde a un rechazo de etimologías dudosas de la palabra. También corresponde a la visión de los muchos antropólogos que trabajaron con estos grupos, y que tuvieron no poca influencia en la creación de la Asamblea del Pueblo Guaraní (APG) en 1987. La Asamblea proyecta hacia fuera una imagen que corresponde, en cierta medida, a la tradicional clasificación antropológica de las etnias por su idioma. Una clasificación que tiene por cierto sus méritos, pero también sus problemas, pues plantea una “identidad” (una semejanza) casi absoluta entre gente que sólo comparte, en muchos casos, el mismo idioma. De ahí, probablemente, los múltiples problemas atravesados por los tapieté que integraron, y luego se alejaron de la APG: pues la lengua compartida, no más que el nombre, “hace al indio”. Federico Bossert y Diego Villar nos darán un ejemplo de ello, a propósito de los chané del noroeste argentino. Otros problemas se plantean a la hora de incluir, por ejemplo, a los isoseños tapii en la Asamblea “guaraní”, pues vuelven a surgir antagonismos seculares entre los diferentes grupos que hoy se nos quiere presentar como “la etnia guaraní”. El escoger una etiqueta no sólo responde a un deseo, totalmente legítimo, de contrarrestar el desprecio. También es una política, que debe entenderse como tal a la hora de querer entender a “los indígenas” y sus actuales movimientos de reivindicación.
De estos temas y de estas dudas tratarán las diferentes ponencias de este seminario, tratando de aportar, sino respuestas, al menos elementos de reflexión. Nuestro escenario será el Gran Chaco y su prolongación norteña, la Chiquitania. La elección de este escenario tampoco es casual, pues uno de los objetivos de este seminario es realzar el aporte de los estudios chaqueños para la historia y antropología sudamericanas. El Chaco fue y sigue siendo una zona de encuentros e intercambios étnicos, situada a medio camino entre los Andes y la Amazonía. Los estudios chaqueños quedaron en general en manos de especialistas regionales y no fueron tomados en cuenta por muchos de los investigadores de otras regiones vecinas. Sus aportes son sin embargo numerosos y enriquecedores tanto por las diferencias que demuestran como por los puntos de comparación que pueden aportar a discusiones claves de las ciencias sociales contemporáneas. De estos aspectos nos hablará a continuación Kathleen Lowrey.
Las ponencias que van a seguir están organizadas en varias mesas. La primera, “Indios, indígenas y movimientos sociales en el Chaco”, reúne a las comunicaciones de Kathleen Lowrey y José Braunstein, que presentan la situación contemporánea.
La segunda mesa, “Chiquitanos”, empezará con dos ponencias de tipo histórico: la de Catherine Julien sobre el siglo XVI y la de Cynthia Radding sobre la época de la reducciones. Seguirá con las contribuciones de Laurent Lacroix sobre las estrategias políticas actuales de los chiquitanos de Lomerío, y de Renata Bortoletto sobre los–mucho menos conocidos– chiquitanos de Brasil.
La siguiente mesa está dedicada a los weenhayek y wichí de Argentina (con una contribución de John Palmer) y Bolivia (ponencia de Guido Cortes). Continuará con dos contribuciones sobre el pueblo tapiete (Silvia Hirsch) y sobre los toba-pilagá de Argentina (Lorena Córdoba). El martes en la tarde tendrá lugar la mesa que reúne a “chiriguanos y chané”. Federico Bossert y Diego Villar ilustrarán, desde perspectivas etnohistóricas y antropológicas, los peligros de la asimilación “sin más” que a menudo se hace entre lengua y cultura, y en este caso concreto nos hablarán del llamado “complejo chiriguano-chané” del norte argentino. Franz Michel, por su parte, hablará del tema de la tierra sin mal entre los chiriguanos o guaraní.
La última mesa estará dedicada al pueblo ayoreo, con tres contribuciones: las de Bernardo Fishermann y de Elva Terceros, ambas centradas sobre el tema del territorio; la de Claudio Rinaldi, con un enfoque diferente, desde una perspectiva psicológica. El seminario se cerrará con la comunicación de Volker von Bremen sobre “Procesos organizativos indígenas en el Gran Chaco. Diversidad y desafíos”.
Bibliografía
COMBÈS Isabelle
2004 “Tras la huella de los ñanaigua: de tapii, tapiete y otros salvajes en el Chaco boliviano”, Bulletin de l’Institut Français d’Études Andines 33(2): 255-269.
COMBÈS Isabelle, José ROS, Chiaki KINJO, Patricia ARIAS y Mirtha SORUCO
2003 Los indígenas olvidados. Los guaraní-chiriguanos urbanos y peri-urbanos en Santa Cruz de la Sierra, La Paz: PIEB.
DAVISON C.I.P.
1987 Environments of integration; three groups of Guaraní migrants in Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, Ph-D. thesis, Institute of Social Antropology, Oxford.