Por Patricia Urteaga Crovetto*
Desde que conocí Madre de Dios en 1998 me hice una pregunta: ¿Por qué la minería informal tenía casi un siglo de vigencia en este departamento sin que nada o casi nada hubiera cambiado? Recién al leer el artículo del Sr. Rospigliosi publicado el domingo 25 de octubre en La República comprendí por qué. La visión de los políticos tradicionales es similar a la que él esboza: la culpa de la minería informal la tienen los mineros informales/ilegales indígenas o no, y, por omisión, los ambientalistas y otros.
No es mi intención defender la minería informal pero tengo dos atingencias a esta visión: ¿No es acaso el Estado quien tiene que velar por el medio ambiente, y, por lo tanto, no es éste quien debería haber por lo menos reducido la minería informal en esta región? Por otro lado, ¿cómo podría combatirse este fenómeno si no se conoce las causas que lo generan, si no se conoce la historia, si no se buscan las razones estructurales más allá de encontrar chivos expiatorios para borrar algunas culpas?
Si hurgáramos en la historia descubriríamos, por ejemplo, que la minería informal en Madre de Dios data de la década de los 30s. Entenderíamos que la ausencia del Estado en este departamento hasta fines de los años 70s contribuyó a hacer de Madre de Dios una terra nullius que impulsaba a propios y extraños a la extracción informal de recursos naturales.
En efecto, aunque parezca increíble recién en la década del 70 se instalan en Madre de Dios los ministerios de Vivienda y Construcción, Pesquería, Industria y Turismo, y otros. Comprenderíamos que fue el propio Estado el que, en aras de aumentar la producción de oro a través del Banco Minero en los años 70s, promovió la migración andina a gran escala hacia la selva de Madre de Dios. En efecto, en un estudio promovido por el propio Banco Minero y el Ministerio de Trabajo de aquella época se indicaba lo siguiente: un plan para desarrollar la extracción del oro debe contar con una intensificación de la migración serrana (1)
Tampoco nos sería desconocido que los bajos precios que el Banco Minero pagaba y sus engorrosos trámites contribuyeran a que los mineros buscaran los mercados negros de Bolivia y Brasil, consolidando la ilegalidad de la actividad. Sabríamos, asimismo, de los vínculos que existen entre algunos mineros, políticos y autoridades que han contribuido a su impunidad, particularmente la de los mineros invisibles y con mayor poder.
Con ello quiero decir que lo que existe en Madre de Dios no son sólo mineros artesanales; sino un sistema basado en una cadena de producción que ciertamente vincula lo formal con lo informal, y en muchos casos ilegal, y que los articula en base a relaciones de subordinación que casi siempre benefician a los grandes mineros en perjuicio de los denominados chichiqueros.
Conoceríamos de las mil veces denunciadas relaciones esclavistas a las que están sometidas mujeres y niños en esta actividad, de la violación de sus derechos y de toda normativa de protección sin que el Estado haya reducido estas situaciones. Sabríamos que gran parte del territorio de las comunidades nativas de la zona están invadidas por mineros legales e ilegales, y que a pesar de la legislación internacional que los protege, los indígenas llevan años tratando infructuosamente de defender sus tierras de la invasión minera, tanto en los tribunales como en sus propias comunidades, y que la incesante presión sobre sus tierras, así como la ausencia de alternativas laborales y la depredación de su medio ambiente, ha llevado a algunos a establecer relaciones denominadas trabajo a medias con los invasores, y, en otros casos, a realizar las mismas actividades que las de sus invasores con efectos nocivos para su propio hábitat.
Entenderíamos las razones de estos comportamientos solamente si tuviéramos alguna idea de lo que significa que sólo en el año 2002, 33,600 hectáreas de tierra de comunidades hayan sido concesionadas a mineros. Eso sin contar las miles de hectáreas de tierra invadidas por mineros ilegales sin que ninguna autoridad lo haya impedido, degradando sus suelos, imposibilitando que los indígenas desarrollen sus actividades de subsistencia y devastando su cultura.
Comprenderíamos que la perversidad de este sistema no reside en los individuos, sino en la lógica del mercado que determina los altos precios de los minerales y que incentivan este caos con el solo propósito de generar ganancia y lucro sin considerar las consecuencias funestas de la misma en términos ecológicos y socio-culturales; es decir, en términos humanos. Todo ello con la connivencia del Estado.
¿Quién es entonces el informal? ¿Quién es el promueve esta actividad? ¿Es tan difícil para los políticos tradicionales entender lo que sucede y actuar en consecuencia para resolver estos problemas o simplemente no existe la voluntad para hacerlo? Aunque, claro, siempre es más fácil poner etiquetas y, desde un lindo escritorio en Lima, disparar un cañón contra los salvajes buenos. Eso, definitivamente, no cuesta mucho trabajo y brinda muchos más réditos.
Nota:
(1) Véase La problemática minera y los pueblos indígenas en Madre de Dios, Perú. Lima (2003: 19).
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*Patricia Urteaga Crovetto es abogada peruano por la Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima y tiene postgrados en Antropología por la Universidad de California, Berkeley. Ella realiza investigaciones principalmente sobre cuestiones jurídicas y políticas y los pueblos indígenas en el Perú, centrándose especialmente en el pluralismo jurídico, la ley local, las industrias extractivas y los recursos naturales.