El nieto y el mar
Por José Luis Aliaga Pereira*
El llanto del nieto despertó al abuelo dos noches seguidas. Era su engreído. "No creo que se haya asustado", pensó. Desde su habitación escuchó que la madre lo empezó a mimar; pero éste continuó llorando, por casi diez minutos, las dos veces.
"No había más qué hacer, ni qué decir", el abuelo, por su edad y experiencia como santiguador, dedujo que el nieto se había asustado. Despertaba y empezaba a llorar sin motivo, contó la madre al día siguiente. Le preguntaban si le dolía algo. Emanuel los miraba en silencio y continuaba llorando.
Padre, madre e hijo habían viajado, por primera vez, a la ciudad de Lima. Lo primero que visitaron, como buenos turistas serranos, fue el mar. Cuando estuvo frente a la inmensa e interminable sábana azul, el nieto se quedó mirándola, extasiado. Era muy emotivo y siempre reaccionaba, a cada estímulo, de inmediato. Esta vez no fue así. Las fotografías y vídeos que trajeron de la capital lo decían todo. El nieto estuvo contemplando el mar por largo tiempo. El abuelo, estaba seguro; algo en su comportamiento le decía que la causa de su llanto era por el susto que había sufrido en Lima.
Durante el día, al recordar el llanto, el anciano meditaba: el nieto nunca mostraba su miedo. Al mirarlo, parecíale estar frente a un espejo. De chico, lo recordaba muy bien, y lo confirmó su madre, la bisabuela, cuando, riéndose, le dijo señalando al niño: Eres tú, de pequeño. Tiene tu mismo carácter: ¡Fuerte y Renegón! ¡No aguantabas pulgas desde esa edad! Es que, recordó el abuelo, él nunca quiso que lo vieran triste o asustado. Por ello fue igual de curioso cuando averiguaba, muchas veces, sin preguntar a nadie, el por qué, de todo lo que encontraba a su paso. Pero allá, seguramente —pensó el abuelo— reprimió su llanto, como él hizo de niño; controló este sentimiento de puro orgullo. Hoy, lo experimenta en el nieto cuando éste despierta y llora. Pasan los diez minutos y el niño, de mirada pensativa, de pronto, calla y se vuelve a dormir.
Llegó el tercer día y, sin pedir permiso a nadie, el abuelo preparó lo necesario para las tres sesiones de santiguada: su checo, su aguardiente, su cigarro, su cal, su mishquina, su ajo macho, alumbre y el infaltable crucifijo junto a las oraciones que las sabía de memoria. No había explicación que dar. Cuando el abuelo preparaba hasta su indumentaria, para estos casos, nadie lo podía detener. Creía en la energía espiritual que también sana como lo hace un médico que más que en el dinero piensa en el paciente. La santiguada, si no te cura, aseguraba el abuelo, tampoco te enferma o agrava. No te hace daño; pero, eso sí, tienes que creer en ella. El viejo, chacchador de coca, vivía la santiguada, se entregaba a esta costumbre ancestral que recordaba, lo aprendió de su abuelo.
La señal de la cruz, el nombrar a los Apus, a los Cerros, eran cómo sus padres nuestros y ave marías, en los católicos. Es así cómo se iniciaban los actos de la santiguada. El nieto miraba, muy atento. Una bombilla eléctrica de débil luz blanca, alumbraba el patio del primer piso de la casa. Todos observan en silencio, este acto al que el abuelo, daba suma importancia y que, por ello mismo, hasta su sombra, pese a la edad, lo hacía majestuoso y, con su bufanda, pintoresco.
Esta escena se repitió dos veces; al abuelo no le costaba realizar la tarea. Se enfrasca, gustoso, en el hecho que contagiaba al nieto, quien después, lo imitaba santiguando a Bella, la perra engreida de la casa.
Todos vieron la imagen en el alumbre: una carita asustada que a la tercera santiguada desapareció.
— ¿Qué haces? ¿Qué estás haciendo? —preguntaba el abuelo al nieto.
El nieto, alzaba los ojos y le contestaba llevando el dedito índice a la boca en señal de silencio: — ¿No ves que estoy santiguando a Bella?
Y continuaba su labor.
El abuelo sabía que la santiguada no terminaba allí. Habían muchas preguntas aún sin responder en la cabeza del niño.
— ¿Tú sabes cómo se formó el mar? — preguntó el abuelo a su nieto.
El nieto lo miró con ojos interesados en saber la respuesta.
El abuelo, explicó:
— El mar es un viejito, el más viejito de todos. Podríamos decir que es el padre mayor. Después, poco a poco, se formó la tierra como si se tratara de un pez. Ahora, para que el mar viva, lo alimentan, como a las plantas, los bofedales, las lagunas o glaciares que bajan hacían él convertidos en ríos.
— ¡Cállate! —gritó el nieto—. ¿No ves que la bella se asustó?
El abuelo hinchó el pecho con un suspiro largo y pensó en el ciclo de la lluvia, en los sembríos y en el padre de su padre.
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* José Luis Aliaga Pereira es comunicador y escritor cajamarquino. Es autor del libro “Grama Arisca, cuentos, relatos y anécdotas” y el cuento largo “El milagroso Taita Ishico”. Próximamente publicará "El cazador de viudas frescas y otros cuentos".
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