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"Con Ayawaska no se juega" de Walter Pérez Meza

Foto: Ayahuasca Visiones Shamanish Healing/ Facebook

Servindi, 12 de junio, 2021.- Compartimos el relato "Lagartija", uno de los seis relatos contenidos en el libro "Con Ayawaska no se juega", la más reciente publicación de Walter Pérez Meza.

Este magnífico relato narra cómo conoció el Ayawaska o “planta madre” y cómo recorrió la selva peruana en busca de un sabio mëraya para una explicación sobre los extraordinarios poderes del Ayawaska.

También demuestra cómo el Ayawaska es parte de los conocimientos que las comunidades indígenas tienen para ofrecer al mundo.

Walter Pérez Meza es un escritor y periodista nacido en Lima, pero afincado en Pucallpa y con fuerte arraigo a los pueblos indígenas de Ucayali y otras regiones que forman tema central de sus narraciones.

Foto: Autor del libro Walter Pérez Meza

Lagartija

Por Walter Pérez Meza*

Mi abuela Micaela (que en paz descanse y de Dios goce), tras escuchar mi relato, habría dicho, enfática: “es una historia tremebunda”, asombrándonos con tremenda palabra. Luego, mirándonos con la picardía de sus años vividos, habría agregado: “es cojonuda”, riéndose hasta hacernos llorar de risa.

Una tarde dorada, todavía con mi uniforme de estudiante del tercer año de secundaria, cuando fui a saludarla, me preguntó: “¿has pensado en la carrera que vas a estudiar? Muy seguro de mí, contesté: “seré científico”. La abuela Micaela, mirándome con sus ojos bondadosos, dijo: “va con tu personalidad, el día que dejes de ser curioso ya no serás tú, pero, hijo mío, nunca olvides que la curiosidad mató al gato”.

Seis meses después, la abuela murió atacada por una venenosa víbora shushupe en el monte del Abejayo por Curimaná, cuando buscaba la corteza de un árbol raro. Ella me heredó su curiosidad.

De estar viva, abuela Micaela habría escuchado con atención esta historia que comenzó cuando yo tenía 17 años y ya me dejaban participar en las “conversaciones de mayores”.

Terminaba un día caluroso. Zancudos golosos, acompañando la noche, invadieron nuestra casita del barrio Santa Martha, a orillas del río Ucayali, donde apasionadamente el “Chejo” Pizango hablaba maravillas de la ayawaska, afirmando que después de tomarla, sus ojos funcionaban normal con la potente visión de un águila buscando su presa desde las nubes. Yo me dije: “este Chejo es un mentiroso”, porque, todos sabíamos que cuando trabajaba como trochero en la petroleada por Trompeteros, la violenta e inesperada caída de la rama de un árbol, le había azotado el rostro, haciéndole perder el conocimiento, dejándolo tuerto, sin el ojo izquierdo. Pero el “Chejo”, dijo que la “planta madre” le había puesto un ojo invisible. Entonces me pregunté “¿será cierto que ayawaska tiene mucho poder?”

Desde ese día, mi curiosidad, me llevó a leer sobre ayawaska, pregunté a curanderos, shamanes, brujos. La bebí. Participé de innumerables sesiones. Cuando conocí a dos famosos mërayas, los más sabios de los sabios entre los shipibos, supe que el “Chejo” Pizango podía tener razón. De los llamados científicos aprendí que la clasifican como Banestiriopsis Caapi. Banestiriopsis por el clérigo y naturalista inglés John Banister quien, a los 42 años de edad, en plena investigación, murió abaleado cuando exploraba el río Roanoke (USA) en 1692. Caapi o Cipó, quiere decir yerba u hoja delgada en lengua Ñe’engatu de la familia lingüística tupí guaraní, extendida en toda la Amazonía.

También supe que los shipibo-konibo del Ucayali, llaman ayawaska a la planta. Pero, a la bebida mezclada con chakrona (psychotria viridis) la llaman: nishi. El nishi kobin, es la bebida de la sabiduría. Una historia de los shipibos cuenta que ayawaska fue un hombre, enviado del cielo para instruir a los antiguos habitantes en el uso de las plantas, mientras chakrona fue una hermosa mujer, seleccionada, por sus cualidades en el canto, para vivir junto al hombre que, en medio del bosque se transformó en liana mientras la mujer, en arbusto. Ambos, enseñan los cantos o ikaros para sanar, soñar o vivir mundos diferentes.

Si no terminé siendo ayawaskero o ayawaskólogo como mi pata Ronald Rivera Cachique, fue porque no quise padecer las abstinencias, la “dieta” como le llaman ellos. A mí, me gusta tomar mis tragos, comer un buen trozo de chanchito, especialmente si es de la vecina, jejeje. Eso sí, leí tratados y reseñas de la “planta madre”, muchas fuera de foco, falsas.

Lo que nunca imaginé fue encontrar religiones de ayawaska. En Brasil, hay dos grupos: “Unión del Vegetal” que denomina “hoasca” a la bebida y “La Iglesia del Santo Daime”, la más extendida, que la denomina “daime”. Combinan ritos católicos con ceremonias de ayawaska ¿parece loco no? Pero es pura espiritualidad.

Dos elementos llaman la atención. La chakruna, del quechua chakruy, (los shipibos pronuncian chakrona) quiere decir mezcla. Los científicos occidentales dicen que sus componentes bioactivos, sus actividades antibióticas y propiedades anti inflamatorias, la convierten en medicina al combinarse con ayawaska. La chakruna aporta la DMT (dimetiltriptamina), enteógeno que hace soñar despierto. La kamalonga, en cambio, de la selva alta peruana, no tiene nombre científico. Algunos la confunden con la Strychnos sp, una planta africana. Su semilla es curativa y energética. La usan solo los más expertos. Les da más fuerza y es un escudo protector contra los malos espíritus. Aún no ha sido muy estudiada.

He participado, infinidad de veces, de la preparación de la mezcla. En días de luna llena y en ayunas, se recoge la liana de ayawaska y las hojas de chakruna. Durante 12 horas, tras consumir 50 litros de agua mientras los ayawaskeros cantan los ikaros, el cocimiento dejará 2 litros de un líquido viscoso de color rojizo ocre.

Para consumirla, se recomienda una dieta previa y posterior a la ceremonia donde, apoyado por sus asistentes, el maestro ayawaskero, estremece la sesión con las melodías de los ikaros. Algunos pacientes sufren vómitos o diarrea. Otros, ingresan a la mareación y ensueño donde verán la causa de sus dolencias o preocupaciones, mientras el maestro recibe las indicaciones para el tratamiento o curación del paciente.

¿Por qué se produce ese sueño donde el paciente está consciente? En 1923, el químico colombiano Fischer Cárdenas, inició estudios de la composición química de ayawaska, aislando un alcaloide denominado “telepatina”. Luego, se ha establecido que su estructura química es como la de algunos neurotransmisores que segregan naturalmente nuestros cerebros. Uno de ellos, la dimetiltriptamina –DMT – es el neurotransmisor responsable y propulsor de los sueños. Cuando dormimos, la glándula pineal de nuestro cerebro segrega DMT para relajar y soñar visiones. El enteógeno DMT no sólo lo tiene la ayawaska, también está en la chakruna. Usar chakruna sin ayawaska, no causaría el mismo efecto.

¿Cómo, los antiguos habitantes de la selva amazónica peruana, que la usan hace siglos, supieron eso antes del químico Fischer?

Ese misterio atizaba mi curiosidad.

En diciembre del año pasado, época de copiosas lluvias en la selva, escuché hablar sobre un Mëraya, sabio de sabios entre los shipibos. Me dijeron que vivía por el río Putaya y conocía el secreto de la juventud eterna. Eso no es cierto, pensé, la inmortalidad no existe. Al investigar, supe que, durante milenios, los hechiceros, magos y alquimistas, han soñado con el elixir de la eterna juventud. Los españoles al llegar a la antigua América, fueron informados por los arahuacos que, en la mítica isla Bimini, había una fuente de la juventud ¿Conocía este Mëraya ese secreto?

Me propuse viajar al Putaya, un afluente del río Tamaya, célebre por haber sido zona de narcotráfico, disputada por dos capos: “Shushupe” y “Cristal”. Socios al principio, terminaron enfrentados a muerte. Me organicé para buscar al Mëraya, ignorando las advertencias sobre los peligros. Shushupe, acusado de ser informante de la DEA, había sido asesinado por un sicario en la cárcel de Pucallpa. Cristal purgaba larga condena en una cárcel limeña, pero el narcotráfico y la tala ilegal de madera, seguían generando violencia. Cuatro líderes ashéninkas habían sido asesinados impunemente. No me importó. La leyenda en boca de los shipi-bo (hombres monos pichikos), afirmaba que ese Mëraya tendría doscientos años de edad y seguía fuerte como un joven de veinte ¿¡Qué cosa!? ¿me estaban tomando el pelo? Debía averiguarlo. O morir en el intento.

Partí una mañana de la orilla de Pucallpa hasta Puerto Alegre en el río Tamaya. El dueño del bote de pasajeros “La Roca”, me advirtió que era una locura seguir navegando río arriba. Tampoco le hice caso. Después de un día de espera, me embarqué en el bote de un agricultor que me llevó hasta Vinoncuro. Me dijeron que, desde allí, si tenía suerte, algún maderero podría llevarme hasta el Putaya.

Durante los tres días de espera para conseguir embarcación hacia el Putaya, conocí a Roy, un hombre de rostro arrugado, cuerpo esmirriado, piel cetrina, quien, al enterarse de mi propósito de encontrar al joven-viejo Mëraya, se ofreció a guiarme. “Deme solo una propina”, dijo. Y se me pegó, sin que yo hubiera aceptado su propuesta. 

Después de navegar dos días, cuando desembarcamos en el Putaya, encontramos un pueblo fantasma, abandonado. Tuve miedo al ver las huellas de las balas en las paredes de madera de las casas, los huecos hechos por las granadas. Me desalenté.

Al verme en ese trance, Roy, el guía me dijo: “no te asustes, ¿confiarás en mí?”. Algo me decía que no, pero le respondí: “sí”. No tenía otra opción.

Cámara fotográfica en mano, iniciamos una extenuante caminata entre los árboles, subiendo y bajando las colinas de Sierra del Divisor. La primera noche, dormimos subidos a un árbol. Desperté con los párpados cubiertos de agua y, al abrir los ojos, lo primero que vi, fue un nido de avispas, muy cerca de mi cabeza. Un ligero movimiento, al chocarlo, habría despertado la furia de las huayrangas que, con sus aguijones, inoculan fuego en el cuerpo. Cuando fui niño las había sufrido. Con mucho cuidado me descolgué de la rama cama.

Reiniciamos la marcha. Debía confiar en el guía. No sabía mucho de él. Era otro misterio. En la precipitación por viajar, no se me pasó la idea de averiguar sus antecedentes. Podría ser un asaltante ¿Me estaría llevando hacia algún solitario lugar para matarme y apoderarse de mis pertenencias? Ropas, cámaras, grabadora de mano, dinero y, sobre todo, una medalla invalorable, con la imagen de la Virgen de Guadalupe, regalo de mi madre, y un reloj antiguo marca Nivada, con enchape de oro, regalo de mi padre. Por un momento sentí pánico.

Más temor tuve cuando percibí que, desde la espesura del bosque, nos vigilaban ojos invisibles. No se lo dije a Roy por temor a la burla. Él caminaba siempre delante, cortando ramas, arbustos, sogas y maleza, abriendo camino para mí.

“No tengas miedo”, dijo Roy como si adivinara mis sentimientos, deteniéndose para descansar. “Ya estamos cerca”, agregó, secándose el sudor de la frente. Recién me di cuenta que sus arrugas de viejo habían desaparecido y tenía una sonrisa juvenil, alentadora. Quise preguntar, pero me contuve. El viejo que conocí en Vinoncuro, era, ahora, un joven musculoso. 

Caminamos cien metros, en la espesura, hasta salir a un claro. En una colina se levantaba una casa indígena: piso de pona, techo de hojas de palmera, sin paredes. En el centro de la vivienda vi un otorongo. Increíblemente, no tuve temor. Seguimos avanzando. Al acercarme, descubrí que no era un otorongo, sino un ser humano, de espaldas a nosotros, vestido con una cushma, (los shipibo le llaman tari) bordada con manchas oscuras. De lejos, le daban apariencia de otorongo. Me asaltó la duda ¿no se habría transformado ante mis ojos, mientras me acercaba, así como se estaba transformando el viejo Roy en un joven Roy? Cuando estuve más cerca, la cushma ya no tenía las manchas del otorongo, sino preciosos diseños tejidos por mujeres shipibo en noches de luna llena.

“¿Has venido a convencerte si soy joven o viejo?”, preguntó el hombre de la cushma sin darse la vuelta. “¿Tú que crees?”, volvió a preguntar. Yo, dudé en mi respuesta ¿cómo se había enterado de mis intenciones? Él dijo: “No somos lo que somos, sino lo que otros creen que somos”. Volvió a preguntar “¿Crees que soy joven o viejo?”.

- “Maestro, Mëraya…”, intervino Roy.

- Un rugido, lo cortó: “No estoy hablando contigo, ¡lagartija!”.

- Me di cuenta que debía intervenir y dije:

- Creo que usted es joven a pesar de sus doscientos años.

- ¿Doscientos? ¡no!. Si llevas la cuenta como lo hacen ustedes los occidentales tendré trescientos, quizás quinientos o mil años. En nuestra forma de contar, entre los verdaderos shipibos, no hay edad ni tiempo – replicó el hombre dándose la vuelta para mirarme con sus ojos claros, hipnóticos.

Su rostro era tan juvenil como el amanecer del día, como si su vida recién estuviera comenzando. Su cuerpo, fornido y lleno de vigor. Las figuras de su cushma parecían danzar, felices. Su sonrisa, radiante como la aparición del sol en el horizonte, me llenó de confianza. ¿Encontraría respuestas a mis dudas, con él? ¿cambiaría mi vida?

“Los misterios siempre serán misterios. Aquí vas a encontrar algunas respuestas. Lo que ayawaska, te revele no podrás contárselo a nadie” dijo el Mëraya y agregó. “aunque no te veo con cara de guardar secretos y eso te costará, así como le ha costado a este hombrecito”. Mirando a Roy le ordenó: “¡lagartija!, prepara a nuestro visitante”

Roy me llevó hasta un pequeño tambo, bajo los árboles. Me dio instrucciones para descansar. ¿Por qué nunca me dijo que conocía al Mëraya?

Durante tres días hice una dieta rigurosa. Mi vida transcurrió escuchando los sonidos del bosque. Me alimentaban con magras comidas. Me las traía una vieja mujer guiada por “lagartija” Roy. Cuando quería hablar, me hacían señas con el dedo para no abrir la boca. El silencio era la regla absoluta. Sólo el bosque seguía su parlotear interminable.

La noche del primer día, al soñar a la abuela Micaela, me pregunté: ¿dónde estaba el científico que yo había querido ser? ¿me había frustrado? Al culminar la secundaria, no tuve dinero para seguir estudiando. Mi curiosidad se volcó al uso de los vegetales. Los pobres del campo y de los barrios marginales, encontraron en mis recetas la curación o el alivio a sus angustias, enfermedades. Antropólogos, médicos y otros interesados en la planta madre me buscaban para consultarme. Era un científico a mi manera.

Esa primera noche soñé que caminaba por un largo camino verde, entre árboles cada vez más altos. Desperté al escuchar un canto lejano. Nunca supe cuál era el significado de ese sueño. La vida es así, nunca podremos saberlo todo. Como dijo alguien: “los sueños, sueños son”.

La segunda noche, no sé si fue sueño o realidad. El Mëraya, con su túnica de otorongo, apareció en mi tambo para preguntarme “¿conoces a Jordi Riba?”

Me sorprendió. Sí. Yo lo había leído en internet. Riba, científico catalán especializado en bioquímica cerebral, estudiaba la farmacología del sistema nervioso y las neurociencias.

“¿Por qué, maestro?”, pregunté.

El primer contacto de Riba con ayawaska, habían sido los relatos de los antropólogos que estudiaron Sudamérica. En los 90 se vinculó a gente que la tomaba en Catalunya, alrededores de Barcelona, con prácticas rituales provenientes del Brasil. Cuando comentó en una entrevista del 2017 que le hizo Joseph Pita para el viejo diario La Vanguardia de España, el mundo científico europeo quedó conmovido.

Para Riba la bebida sagrada tenía un gran potencial. Bajo sus efectos, se activaban las zonas del cerebro donde se procesan las emociones, la memoria, así como la frontera de los aspectos cognitivos y emocionales. También se activaban las áreas visuales.

“¿Tenía razón el Chejo Pizango?”, me preguntó el Mëraya.

Claro ¿cómo no lo entendí antes?, pensé.

El Mëraya siguió diciendo que Riba afirmó que ayawaska ¡genera neuronas! Citó textualmente: “(Ayawaska) estimulan la proliferación del número de estas células madre y su migración para integrarse en circuitos cerebrales preexistentes donde se transforman en neuronas funcionales”.

“¿Maestro, como has podido saber lo que dijo Riba?”, pregunté.

Una carcajada tronó en mi cerebro. “¿También eres de los que creen que los habitantes ancestrales de la selva, somos unos salvajes, barbaros y atrasados? Si así piensas, en nada te diferencias de los españoles que entraron por el 1500 a estos bosques o de los extranjeros que, en pleno siglo veintiuno vienen supuestamente a civilizarnos con religiones desfasadas”.

En seguida, el maestro, desapareció.

Abrí los ojos a un nuevo día. En las siguientes horas, afiebrado, busqué, entre los árboles, alguna antena, equipo de internet, radio o televisión que comunicase al Mëraya con el resto del mundo. No encontré nada. ¿Cómo entonces el Mëraya estaba tan actualizado de las investigaciones europeas?, me pregunté durante muchas horas, sin encontrar respuesta.

Era evidente que yo seguía pensando en algún truco. Sin embargo, lo que vino después hasta hoy tampoco tengo explicación.

En la noche del tercer día, “lagartija” Roy me trasladó al tambo del Mëraya, donde un buen número de personas ya estaban en trance

¿De dónde y por qué caminos habían llegado? Nunca lo supe.

Sin embargo, me preparé para preguntar al maestro si ayawaska era una medicina poderosa. Esa era mi duda. Estaba seguro que esa noche se resolvería.

Roy sopló todo mi cuerpo con humo de tabaco y me convidó la bebida amarronada con sabor a follaje antiguo.

Mis visiones no fueron las de siempre.

Vi acercarse la túnica de otorongo danzando en el viento. Dijo: “Lo que dice Riba ¿no lo supiste tú desde la primera vez cuando tomaste ayawaska? Los científicos occidentales jamás entenderán nuestra ciencia antigua porque creen que sólo lo que ellos descubren tiene valor; construyen el mundo a su imagen y semejanza, con una lógica diferente y son incapaces de entender que su mundo ya es decadente y contrario al nuestro lleno de vida y sabiduría; sin embargo, buscan destruirnos y aplastarnos ¿quiénes son los bárbaros? ¿tú, vas a participar de esa jugada occidental?”

Después, la túnica de otorongo, dijo: “lo que ahora verás, no resolverá todas tus preguntas porque la vida nunca está quieta, y tú vas a seguir creyendo en la ciencia occidental; me gustaría que algún día entiendas que eres diferente, pero eso no será tan fácil”.

Quise responder. No pude. Me invadió un pesado sueño. Luché para no dormir. Mis párpados se cerraron como pesadas cortinas de hierro. Oscuridad, inconciencia.

Cuando abrí los ojos, no había bosque, tampoco “lagartija” Roy, no había Mëraya.

Tumbado sobre una cama de madera cubierta por un mosquitero y un silencio absoluto, tuve miedo.

Salté de la cama. Caminé hasta encontrar la puerta de la casa de madera. Allí, parada, sonriente, me esperaba una mujer. Ansioso pregunté: “¿dónde estoy?”. “En Tushmo”, dijo ella y se retiró rápidamente dejándome en la confusión de muchas preguntas. ¿Cómo pude llegar hasta allí desde los inaccesibles bosques del Putaya en el río Tamaya, distante cien kilómetros, hasta Tushmo, un antiguo asentamiento de los kokama ahora convertido en caserío del distrito de Yarinacocha, a 9 kilómetros de esa ciudad que sigue tragándose bosques enteros y que se llama Pucallpa? ¿poder misterioso de ayawaska?

Hasta hoy sigo buscando explicaciones. He vuelto a beber ayawaska muchas veces. La “planta madre” se limita a decirme: “si no tienes corazón tu cerebro seguirá cerrado”.

Ya me estoy acostumbrando a escuchar ese rugido burlón que viene del Putaya, diciéndome: “lagartija pronto te llegará el turno” O sea ahora yo soy el “lagartija” ¿Hasta cuándo? Quizás hasta cuando entienda el verdadero poder del nihsi kobin y otro curioso “lagartija” ocupe mi lugar. 

“Historia cojonuda”, diría dulcemente Micaela, mi enorme abuela, soltando una ruidosa carcajada.

 

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* Walter Pérez Meza es periodista, narrador, poeta e infatigable promotor cultural y fundador de la Casa de la Cultura Amazónica. Junto a destacados artistas ucayalinos crea el grupo literario Maldita Boa, y funda la Revista LEA Literatura, Educación y Arte. Es también propulsor de numerosos encuentros regionales de literatura. Estudió derecho y periodismo en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Actualmente reside en Pucallpa donde dirige el diario El Día y se encuentra avocado a la investigación de la literatura de los pueblos indígenas de Ucayali.

 

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