Por Roger Merino Acuña*
1 de agosto, 2013.- Interesantes reflexiones ha suscitado la reciente movilización social en contra de la llamada repartija en el Congreso. Algunos hablan de la “primavera chola”, los “indignados limeños” o el “despertar de la clase media”.
Desde una mirada atomizada, por ejemplo, Carlos Meléndez señala que se trata de un nuevo sector más informado y con mayor acceso a los medios, que expresarían un descontento de los “electores con sus representantes”.
No creo que lecturas de este tipo ayuden a entender la complejidad de la movilización social de los últimos días. Incluso el “nuevo sector” que salió a protestar contra la repartija congresal era en sí bastante diverso. Hay un fuerte sustrato liberal clásico que protesta contra la politiquería sucia, la falta de transparencia y meritocracia en puestos importantes; pero la protesta también fue impulsada por muchos activistas de derechos humanos de izquierda, que veían especialmente repudiable que el lado más oscuro del Fujimorismo detente el poder de tomar decisiones claves.
El hecho de que las últimas protestas limeñas muestren juventud y máscaras de Anonymous no deben alejar del análisis las otras protestas que se dan en Lima y a nivel nacional. Las movilizaciones de médicos y demás trabajadores, por ejemplo, muestran que el problema no es sólo una repartija de poder político. La palabra “repartija” es entendida como una distribución injusta, sin legitimidad social. Pero la protesta social no solo va dirigida a la distribución de poder, sino también a la distribución económica. Mucha gente está indignada porque el Estado tiene dinero para pagar sumas millonarias por los bonos de la reforma agraria (muchos de los cuales están en manos de especuladores financieros), puede duplicar el presupuesto del servicio de inteligencia y gastar mucho dinero en campañas publicitarias que nos dicen lo bacán que es ser peruano y lo mucho que crecemos económicamente, pero no tiene dinero para aumentar el sueldo a sus médicos y otros servidores públicos, mejorar la calidad universitaria y enfrentar eficazmente la inseguridad ciudadana y los crímenes de odio.
Las últimas protestas muestran una amalgama de descontentos. En la marcha del 27 de Julio se observaron pancartas de jóvenes en contra de la corrupción, a favor de la consulta previa a los pueblos indígenas, por la cultura y educación, banderas de la CGTP y los fonavistas, activismo gay y feminista en contra de la discriminación, entre otros. En ese mar de reivindicaciones laborales, luchas por el reconocimiento de la diversidad y lucha anticorrupción hubieron, por supuesto, algunos que buscaban aprovechar los espacios para intentar sacar provecho político; otros, trataban de diferenciarse señalando: “la tuya no es mi lucha”, pero muchos otros van formando lazos de simpatía y solidaridad. Y es que un tema clave al que muchos analistas no ponen atención es la solidaridad de varios grupos y su búsqueda de espacios comunes para canalizarla.
Esta situación compleja no es adecuadamente abordada desde una visión formalista que limita su análisis a la calidad de la democracia representativa. Más bien, estas movilizaciones y su impacto en el sistema político podrían ser vistas analíticamente con Nancy Fraser, como las luchas por el reconocimiento y por la redistribución que tienen el reto de articularse y la potencialidad de transformar los procesos democráticos; o desde la perspectiva de Ernesto Laclau, como las luchas por la democracia radical a partir de articulaciones de cadenas de valor en busca de un significante que los represente; o nos podemos poner más postmodernos con Gilles Deleuze y ver esta amalgama de descontentos desarrollarse en zonas rizomáticas, donde las diferentes voces avanzan desordenada y espontáneamente reconstruyendo el orden social y político. Hay marcos teóricos interesantes que podrían explorarse, pero es necesario ir más allá de ellos y observar nuestra realidad concreta.
Un tema que no puede dejarse de lado, por ejemplo, es que el Perú sufre sostenidamente muchos conflictos socio-ambientales. Hoy en día estos conflictos, en sí muy diversos, se han transformado de manera interesante. Como señalan José de Echave y Alejandro Diez, no son sólo simples oposiciones a proyectos extractivos, sino que promueven políticas públicas desde abajo ¿Puede encontrarse alguna similitud entre los conflictos socio-ambientales y la reciente ola de indignación limeña? Como es natural, las recientes protestas aún no articulan propuestas generales de políticas públicas, no obstante, una semejanza podría encontrarse en el hecho de que tanto en la ciudad como fuera de ella, muchos tienen la sensación de que la economía de mercado y el Estado funcionan sólo para algunos y que ese funcionamiento para algunos se hace a costa del bienestar de sectores amplios de la población.
Durante mi trabajo de campo en la Amazonía una de las cosas más recurrentes que escuché de varios indígenas era que las petroleras y mineras siempre habían estado cerca y lo único que habían dejado era contaminación ambiental. Sentían que su modo de vida había sido gravemente afectado, por lo que desconfiaban de la expansión de los proyectos extractivos. Su activismo entonces estaba dirigido a recuperar (o mejor, construir) su “buen vivir” como pueblo indígena.
La clase media limeña que se ha esforzado para acomodarse al orden económico y social de la ciudad vive un bienestar bastante precario: inseguridad ciudadana, servicios públicos de muy bajo nivel, aumento del costo de vida con deudas hipotecarias y de consumo cada vez más asfixiantes. Por ello, hay razones para pensar que muchos de los indignados luchan implícitamente por un buen vivir distinto, que podría traducirse en un “derecho a la ciudad”, derecho de las personas que viven en la periferia geográfica y social de la ciudad, a tener realmente las mismas oportunidades de acceso a los servicios públicos y una vida de calidad. Este derecho podría alimentarse del ímpetu de muchas luchas socio-ambientales que buscan el buen vivir de sus comunidades y pueblos, pues el derecho a la ciudad busca también el bienestar. Es preciso señalar, además, que tal como lo teorizó David Harvey y otros, el “derecho a la ciudad” también es un derecho a recuperar los espacios públicos como plataforma democrática para expresar el descontento. Derecho a la ciudad, buen vivir, democracia radical son conceptos que deben ser explorados por la academia para entender la lógica de la actual movilización social en el país.
* Investigador doctoral (Ph.D. c.) por la Universidad de Bath, Reino Unido. Es abogado con maestrías en Derecho Civil, Derecho Comparado y Políticas Públicas. Consultor en materia de justicia ambiental, pueblos indígenas y políticas públicas.
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