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Perú: La democracia radical en contextos comunitaristas

Por Fidel Tubino Arias-Schreiber

"[…] la democracia radical exige que reconozcamos la diferencia —lo particular, lo múltiple, lo heterogéneo—, o sea, todo aquello que el concepto abstracto de hombre excluía. Lo que hace falta es un nuevo tipo de articulación entre lo universal y lo particular. No se rechaza el universalismo, se lo particulariza."(1)

Introducción

El proceso actual de transición a la democracia es un proceso incierto. La incapacidad de las democracias liberales latinoamericanas para reducir, sustantivamente, los alarmantes niveles de inequidad económica y cultural le restan la credibilidad moral y la legitimidad social que su funcionamiento requiere. Si la democracia no es eficaz en combatir, mediante acertadas acciones transformativas de carácter redistributivo, las causas de la pobreza, su deslegitimación social es un proceso irreversible.

Ya John Rawls, el padre del liberalismo político contemporáneo, lo vio desde el inicio: la justicia distributiva es tan esencial a la democracia liberal como el ejercicio de las libertades civiles y políticas. Libertad política sin justicia social y cultural es falsa libertad. Y justicia social sin libertad política es ausencia de ciudadanía. Equidad de oportunidades (libertad) sin acceso los bienes primarios (justicia) es una contradicción insostenible. Ambas se necesitan; son dos caras de la misma moneda. Esta es, según Rawls, la esencia de la justicia como equidad e imparcialidad. Democracia sin justicia es tan absurdo como democracia sin libertad

Las democracias latinoamericanas son, por ello, profundamente contradictorias. El problema de la pobreza en América Latina es un problema de injusticia distributiva; pero es, al mismo tiempo, un problema de ausencia de libertades, de opciones reales. Es, en este sentido, un problema de derechos humanos fundamentales. La pobreza es un problema de ciudadanía; ataca el corazón mismo de la democracia. Si nuestras democracias constitucionales no son capaces de encarar, desde sus raíces, el problema de la pobreza mediante acciones transformativas de mediano y largo plazo sin restringir las libertades fundamentales de los ciudadanos, están quedándose sin razón de ser. El problema de la injusticia social y cultural es un problema estructural; no se combate mediante programas de acción afirmativa de lucha contra la pobreza. Se combate construyendo ciudadanía.

En el ambiente moral y social en el que nos encontramos, las tentaciones autoritarias encuentran un clima lamentablemente propicio para resurgir. Para quienes creemos que solo en democracia es posible construir ciudadanía, el reto que tenemos es bastante grande: o persistimos en el intento de implantar las instituciones liberales y el viejo modelo de democracia que heredamos del republicanismo ilustrado, o intentamos, tanto en el plano teórico como en el de la praxis, reinventar la democracia que tenemos para que sintonice con las tradiciones y las postergadas y seculares demandas de nuestros pueblos.

La consolidación de la democracia pasa, necesariamente, por su enraizamiento, por la recreación y apropiación de sus ofertas, pero, sobre todo, por la radicalización de sus propuestas. La democracia se robustecerá cuando deje de ser un procedimentalismo y empiece a ser ocasión histórica de realización de los ideales ilustrados de justicia distributiva, economía solidaria, libertad política y equidad cultural. Esa es la esencia de la democracia radical.

Sin embargo, para radicalizar la democracia, es preciso reinventarla. En el plano teórico, ello implica una crítica radical de los presupuestos filosóficos en los que se sustenta la democracia liberal. Es vital que la democracia no exija a las sociedades que abandonen sus instituciones y las sustituyan por instituciones liberales. Para democratizar la democracia liberal, el proyecto democrático debe ser capaz de renunciar a su vocación civilizadora.

El proyecto democrático debe flexibilizarse. Ello significa que debe tornarse poroso, permeable, influenciable y abierto a la diversidad cultural, es decir, a otras formas de pensamiento y a otros modos de vida buena. Más allá del individualismo moderno, debe abrirse a otros horizontes morales y a otras antropologías filosóficas. Debe interiorizar que no hay una sino muchas maneras de pensar, sentir y convivir, y que, por lo mismo, no hay una sino muchas maneras válidas de entender los derechos humanos y de ejercer la ciudadanía. Debe, en una palabra, confrontarse con la diversidad.(2)

La ciudadanía no debe seguir postulándose como una condición jurídica ajena a las pertenencias culturales sobre las que se construyen las identidades éticas de la gente. La ciudadanía debe anclarse en el mundo de la vida y echar raíces en los referentes existenciales de la gente, en las identidades comunitarias de los pueblos, en sus tradiciones renovadas y en sus condiciones reales. Para que el acceso a la ciudadanía tenga sentido real y la condición ciudadana sea interiorizada y asumida como propia, no debe involucrar ni el autoexilio cultural ni la asimilación pasiva a un modo de vida extraño y ajeno a los referentes éticos de la gente. La ciudadanía debe particularizarse, conectarse con los mundos vitales, reformularse en contacto con ellos y enriquecerse, pero sin perder su esencia ni su razón de ser.

En el presente ensayo, proponemos, en un primer momento, un análisis sobre la importancia de la deliberación pública en la democracia radical y lo que ello implica en términos prácticos y en términos teóricos. En un segundo momento, explicitaremos los problemas a los que conduce la exportación de la democracia liberal a contextos comunitaristas; en esta presentación, haremos especial hincapié en el caso del comunitarismo indígena latinoamericano. Finalmente, terminaremos proponiendo, a manera de conclusión provisional, algunas pistas sobre lo que involucra la radicalización de la democracia y la diversificación de la ciudadanía en contextos comunitaristas como el nuestro, socialmente asimétricos y culturalmente diferenciados.

1. La razón pública y la cultura política: dos caras de la misma moneda

Rawls y Jürgen Habermas nos han enseñado que la deliberación pública es la esencia de la democracia. Razón pública y deliberación pública son, en el fondo, una y la misma cosa. Ambas se refieren, aunque desde tradiciones filosóficas distintas, al ejercicio bien intencionado de la razón práctica en la esfera pública. La razón pública es la esencia de la democracia y el espacio privilegiado del ejercicio de la ciudadanía activa. Las elecciones limpias y transparentes son la condición sine qua non de la democracia; no su esencia. Una democracia es más democrática en función del grado de acceso y participación de los ciudadanos en la deliberación pública. La participación activa de los ciudadanos libres e iguales en la razón pública es la esencia de la convivencia democrática.

Rawls considera, en su Derecho de gentes, que:

"[…] la clave de esta concepción [es decir, de la democracia constitucional] es la idea misma de deliberación. Cuando los ciudadanos deliberan, intercambian puntos de vista y exponen sus razones para sustentar las cuestiones políticas públicas. Todos suponen que sus opiniones políticas se pueden revisar a la luz del debate con otros ciudadanos; y, en consecuencia, tales opiniones no son simplemente un producto de sus intereses creados. En este punto, la razón pública resulta crucial."(3)

La gran diferencia entre el razonamiento público y el razonamiento no público es que, en el razonamiento público, no se debe apelar a justificaciones basadas en doctrinas comprensivas o cosmovisiones particulares. «El razonamiento público tiende a la justificación pública […]. La justificación pública no es simplemente el razonamiento válido sino la argumentación dirigida a los otros; parte de premisas que aceptamos y que pensamos que los otros razonablemente podrían aceptar, y llega a conclusiones que pensamos que ellos también razonablemente podrían aceptar».(4) Por ello, la construcción de la razón pública implica la construcción de referentes compartidos, es decir, de una cultura común que no sea resultado de la universalización de un punto de vista particular, sino de un consensus intercultural de ancha base.

1.1. La razón pública

La razón pública es la esencia de la democracia. La praxis de la razón pública, en una democracia radical, presupone la presencia de la pluralidad política y la diversidad cultural en la esfera pública. Para ello, las esferas públicas deben dejar de ser espacios monoculturales y monolingües. Deben ser espacios en los que las reglas de juego y las formas de expresión no sean impuestas arbitrariamente. Deben ser, por ello, espacios lingüísticamente plurales y culturalmente diferenciados. Deben ser espacios de aparición de la pluralidad de racionalidades. Deben ser, sobre todo, espacios no de omisión o sumisión, sino de consensus y concertación entre la diversidad cultural y la pluralidad política. Los procedimientos y las reglas de juego de la discusión pública deben ser, por ello, normas pactadas en diálogo entre las partes.

La esfera pública es y no es una torre de Babel. Lo es porque, por un lado, es y debe ser un espacio de conflicto entre la diversidad y la pluralidad. Sin embargo, no lo es también porque el conflicto es el punto de partida y no el punto de llegada de la deliberación social. El punto de llegada, es decir, el télos que anima la deliberación pública, es el reconocimiento y la fecundación recíproca.

Creo que una de las grandes tareas de la radicalización de la democracia es crear «un marco de condiciones sociales e institucionales que facilite la discusión libre entre ciudadanos iguales — proveyendo condiciones favorables para la participación, asociación y expresión—»,(5) es decir, entre ciudadanos y ciudadanas sin discriminación de ningún tipo. En otras palabras, para que la deliberación pública sea más representativa y de mejor calidad en términos lógicos y discursivos, hay que crearle condiciones institucionales.

En términos concretos, hay que crear y preservar la existencia de espacios deliberativos a escala local y regional, y no solo a escala nacional. En este sentido, los cabildos abiertos y las mesas de concertación de lucha contra la pobreza en nuestro país son espacios privilegiados de praxis de la democracia directa y de la deliberación política. Sin embargo, la democracia culturalmente diferenciada debería empezar a practicarse también y de manera intensiva en los espacios microsociales de la sociedad civil como universidades, iglesias, colegios profesionales, empresas, etc. Sobre todo y de manera especial, debería empezar a practicarse en los partidos políticos. Interculturalizar los partidos y las instituciones de la sociedad es el punto de partida para la construcción de Estados y ciudadanías interculturales.

Sin embargo, Rawls nos enseñó algo más importante. Nos enseñó que, para que la razón pública sea más que una idea, es decir, para realizarla y hacer que se particularice, es absolutamente necesario crear nuevos hábitos. En otras palabras, es necesario crear una nueva cultura política. Es necesario hacer, de la deliberación pública, un hábito compartido y, de la acción concertada, un paradigma de lo político. Pensar con los otros para resolver los problemas comunes es una tarea compleja, pues:

"[…] la deliberación pública es una actividad dinámica desempeñada por un sujeto plural, precisamente el tipo de actividad que es mantenida en el intercambio de razonamientos con los cuales se incrementa la calidad de las justificaciones para las decisiones políticas [...] dicho proceso dialógico debe desarrollarse en un marco institucional e interpretativo en constante revisión; el continuo diálogo entre el público deliberante y las instituciones que organizan la deliberación mantiene este marco abierto y democrático. Sin este diálogo, la democracia pierde su capacidad de generar un poder político legítimo."(6)

La democracia no es el imperio de los procedimientos por los procedimientos mismos. La democracia es el imperio de la institucionalidad. Sin embargo, institucionalidad no es sinónimo de procedimentalismo. La institucionalidad es lo opuesto a la arbitrariedad y el procedimentalismo no es sinónimo de imparcialidad. Es, muchas veces, una forma soterrada de arbitrariedad.

La institucionalidad es el comienzo de la vida civilizada: presupone ciudadanos, es decir, individuos no preconvencionales, personas que han aprendido a anteponer el bien público al bien privado en el desempeño de la función pública; presupone individuos que no usan los procedimientos instituidos para atender intereses particulares; y presupone la vigencia social de una ética pública de mínimos. Sin una ética pública de mínimos, la institucionalidad pierde su sustancia ética; se desvirtúa y deja de ser lo que debe ser.

Sin institucionalidad, no es posible la praxis de la razón pública. En una sociedad donde las instituciones se usan arbitrariamente y la función pública se usa para atender intereses privados, la razón pública tiene que ser el lugar de la denuncia y de la vigilancia ciudadana. Razón pública quiere decir, en democracia, ejercicio dialógico de la crítica social. Significa, también, deliberación pública de ancha base, es decir, sin exclusión social ni cultural. Es muy importante asegurar el carácter democrático de la deliberación política, porque es vía deliberación pública como se perfecciona la democracia y, sobre todo, se legitima tanto moral como socialmente. Así, se estabiliza y se hace sostenible en el tiempo.

1.2. Importancia de la deliberación pública

Para que haya deliberación pública, los ciudadanos y las ciudadanas deben saber deliberar, es decir, pensar con los otros y no a pesar de ellos. Deliberar es saber producir lo justo posible. La deliberación pública tiene sentido cuando se encuentra animada por una profunda motivación ética.

La educación ciudadana tiene allí una inmensa tarea y una gran responsabilidad social, pues es necesario enseñarla. Deliberar es pensar con otros para concertar acciones destinadas a resolver problemas comunes. En una democracia radical, la deliberación pública debe ser práctica cotidiana en los espacios micro y en los espacios macro de la sociedad. Para ello, es necesario priorizar y universalizar la educación ciudadana más allá del concepto ilustrado de ciudadanía.

La deliberación pública requiere, para su praxis, de un conjunto de condiciones objetivas e institucionales, pero también requiere de un conjunto de condiciones subjetivas y actitudinales. Necesita de ciudadanos con orientación ética subjetivamente capaces de practicarla. La deliberación ético-política presupone el desarrollo de determinadas capacidades intelectuales, disposiciones anímicas y hábitos sociales que la educación ciudadana debe promover. La educación ciudadana no debe entenderse solamente como educación en derechos; es, también, educación para el ejercicio de la deliberación democrática. En este sentido, debe orientarse a generar, en los ciudadanos, las capacidades que la deliberación pública requiere.

Así, sin pensamiento flexible ni capacidad para la construcción dialógica del pensamiento, no es posible deliberar con los otros. Sin disposición anímica para colocarse en el lugar del otro e intentar ver el mundo desde la perspectiva y la vivencia del otro, la deliberación social se transforma en mera negociación política instrumental. Y existe una diferencia radical entre deliberar y negociar: la deliberación es un proceso de comunicación, mientras que la negociación es un proceso de transacción; La deliberación es del orden de la racionalidad comunicativa, mientras que la negociación es del orden de la racionalidad instrumental.

Ambas son importantes en el debate público para poder generar acciones concertadas: la racionalidad instrumental no sustituye a la racionalidad comunicativa; por el contrario, le da sentido, pues permite la construcción dialógica de un horizonte moral compartido. Por ello, la deliberación debe anteceder a la negociación y no —como suele suceder hoy en día— ser sustituida por ella.

Sin una cultura de la deliberación política y la participación social, la deliberación pública se reduce a una mera negociación de intereses en conflicto. Y si la cultura política pública no incluye la diversidad cultural ni la pluralidad lingüística, entonces, la razón pública se reduce a un procedimentalismo puro sin horizonte ético sustantivo. Para que esto no suceda, es preciso interculturalizar los espacios formativos de la ciudadanía: las universidades, las escuelas, las iglesias, etc.

Mientras las agencias educativas de la sociedad civil y el Estado no se conviertan en espacios privilegiados de formación ciudadana con apertura a la diversidad, la cultura política que necesitamos seguirá siendo una asignatura pendiente. No olvidemos que la cultura política es la otra cara de la razón pública y que, sin cultura política pública intercultural, la razón pública se transforma en un mecanismo más de exclusión cultural.

1.3. La cultura política como cultura de consenso

Tenemos que interiorizar, como responsabilidad ética, la construcción dialogada de la cultura política pública. La cultura pública no puede seguir siendo una expresión privilegiada de la cultura y de la lengua hegemónica. Esta falsa cultura política pública que tenemos hay que deconstruirla y rehacerla desde sus cimientos. La cultura política pública no debe seguirse administrando como un conjunto estático de saberes y formas de comportamiento que se imponen desde fuera. Está y debe estar siempre en proceso de construcción desde las culturas de base de la gente.

La cultura política pública debe ser una cultura común, una cultura de consenso. No puede ni debe ser, por ello, monocultural. Habermas ha puesto en evidencia que:

"[…] por razones históricas existe en muchos países una fusión entre la cultura de la mayoría y aquella cultura política universal que tiene la pretensión de ser reconocida, a pesar de su procedencia cultural, por todos los ciudadanos. Esta fusión debe ser disuelta cuando en el interior de la misma comunidad deben poder existir en igualdad de derechos distintas formas de vida culturales, étnicas y religiosas en coexistencia y convivencia. El nivel de la cultura política común debe ser desconectado del nivel de las subculturas y de sus identidades acuñadas prepolíticamente."(7)

La cultura política pública no debe, en realidad, identificarse con ninguna cultura particular, ni hegemónica ni subalterna. Debe ser expresión de todas y no de alguna en particular. Debe ser expresión de un acuerdo básico que no se apoye ni en la negociación instrumental ni en el cálculo político. Debe ser una cultura de consenso, es decir, una cultura de mínimos éticos que se exprese en hábitos y valores compartidos. La cultura de los derechos humanos es la cultura política pública de la democracia radical. Sin embargo, para serlo, debe interculturalizarse, salir del paradigma ilustrado, enriquecerse y modificarse en el contacto con otras culturas y otras formas de ver el mundo.

Así, por ejemplo, en la doctrina clásica de los derechos humanos, el derecho a la tierra no es considerado como un derecho fundamental que se encuentre al mismo nivel que el derecho a la vida. Sin embargo, en la concepción indígena de los derechos humanos, el derecho a la vida es indesligable del derecho a la tierra. En la concepción indígena, el ethos no es externo a la physis. El ethos habita la physis y la tierra es consustancial a la cultura. La tierra no es concebida como un bien de cambio. Estar enajenado de la tierra es estar enajenado de la vida. La tierra o territorio es el equivalente indígena de nuestro hábitat. En realidad, es más que eso: un valor de uso está supeditado a su valor simbólico. El vínculo con la tierra no es el de posesión-explotación. La tierra es el referente ontológico de la existencia. No se negocia; negociar la tierra es como negociar la vida. Y quedarse sin tierra es quedarse sin sentido, sin ubicación ontológica.

Por ello, los pueblos indígenas colocan siempre el derecho a la tierra como el derecho fundamental en torno al cual se articulan los otros derechos. No es verdad, pues, que los indígenas no saben de derechos. Lo que sucede es que, para comprender las concepciones indígenas de los derechos, hay que instalarse en otro registro de categorías y transportarse a un paradigma diferente de comprensión del mundo. Abrirnos más allá del paradigma de la Ilustración a otras formas válidas de entender los derechos es parte esencial de la construcción democrática de la cultura de los derechos humanos.

La cultura política pública es la cultura de los derechos humanos, pero la cultura de los derechos humanos debe ser expresión de un consenso traslapado. El pacto social, para ser real y funcionar como sustento de la convivencia plural, debe ser inclusivo de la diversidad. Sin embargo, para que el pacto social sea el sustento de la convivencia y le infunda sentido a la vida social, debe ser hábito compartido por la ciudadanía más allá de las divergencias ideológicas y doctrinarias y de las diferencias culturales. El pacto social —es cierto— se expresa en la Constitución, pero, para que configure y anime lo cotidiano, debe hacerse cultura común.

1.4. La cultura política pública y las culturas de base de la sociedad

La cultura política pública de una democracia constitucional se debe construir desde las culturas de base de los ciudadanos y no a pesar de ellas. Las culturas de base son las culturas de la sociedad civil, es decir, las culturas de las diversas agencias y asociaciones de la sociedad. «La cultura de base incluye la cultura de las iglesias y asociaciones de todo tipo, y las instituciones culturales como universidades, escuelas profesionales y sociedades científicas».(8) Sin embargo, en las sociedades latinoamericanas, a pesar de que se reconoce, a escala jurídica, el carácter pluricultural de la sociedad, las instituciones tradicionales de los grupos étnicos originarios son, sistemáticamente, no reconocidas como legítimas agencias de la sociedad civil.

Existe un sesgo occidentalizante y liberal muy fuerte en la manera como se conciben las culturas de base de la sociedad civil. Los pueblos indígenas poseen una institucionalidad propia que funciona, en la práctica, más de lo que aparenta. Sin embargo, las instituciones comunitaristas propias de la institucionalidad de nuestros pueblos indígenas son injusta y sistemáticamente excluidas no solo del Estado-nación, sino también de la sociedad civil. De esta manera, hemos creado, paradójicamente, Estados ajenos, instituciones descontextualizadas y procedimientos foráneos para convivir en democracia y tolerancia cultural.

Rawls decía, refiriéndose al carácter de la cultura política pública, que «en una democracia, esta cultura no está (y no debe estar) orientada por ninguna idea o principio central, político o religioso».(9) Debe ser —pensaba— una cultura de consenso. En otras palabras, no puede ni debe ser una cultura o una doctrina en particular, ni hegemónica ni subalterna. Debe ser una cultura común, es decir, inclusiva de la diversidad cultural y de la pluralidad política. En otras palabras, para que la cultura ciudadana sea una cultura viva, que goce de legitimidad y valoración social, tiene que ser una cultura democráticamente construida. No puede ni debe ser una cultura que resulte de la imposición soterrada o de la dominación cultural.

La construcción dialogante de la cultura política y de la institucionalidad democrática es una tarea que tiene que ser impulsada y sostenida desde el Estado. Sin embargo, un Estado monocultural jamás asumirá esta tarea como prioritaria. Para que ello suceda, es necesario que transformarlo.

Solo un Estado multicultural o plurinacional es capaz de asumir y priorizar una tarea de tal envergadura. El Estado-nación monocultural fomenta la asimilación cultural, no el diálogo intercultural. El diálogo intercultural, en la esfera pública, concierne a todos los ciudadanos, tanto de tradición de liberal como de tradición no liberal. Convoca a todos aquellos que —más allá del liberalismo o del comunitarismo— han optado por la convivencia razonable, es decir, por la convivencia basada en el acuerdo y la concertación, y no en la violencia o la imposición. La cultura política pública de las democracias radicales multiculturales debe ser, por ello, una cultura de la tolerancia. La tolerancia ilustrada es, desde esta perspectiva, el principio rector de la cultura política. Sin embargo, la tolerancia es solo el punto de partida de la cultura política; la convivencia es su punto de llegada. No se trata de tolerar por tolerar, sino de tolerar para, desde allí, aprender a convivir juntos a partir del reconocimiento recíproco y la mutua fecundación.

1.5. La cultura política como cultura de la tolerancia y la convivencia

La tolerancia no implica ni renuncias ni autopostergaciones. Consiste, fundamentalmente, en no colocar las creencias y las costumbres propias como condición absoluta para la convivencia con el otro. O, en otras palabras, consiste en colocar al otro, es decir, al que no piensa, no vive y no siente como yo, como interlocutor válido de la deliberación pública. Por eso, la virtud pública por excelencia de la democracia es la tolerancia. Sin tolerancia, no hay convivencia democrática. No obstante, solo la tolerancia no basta. Es importante que sea complementada con una actitud de reconocimiento y apertura hacia el otro.

Hemos sostenido ya repetidas veces que la esencia de la democracia es la deliberación. Y la deliberación no es una capacidad natural. La convivencia democrática no es ni natural ni antinatural; es una condición adquirida. Debe adquirirse y formarse a través de la educación. Aprendemos a deliberar deliberando con el otro, así como aprendemos a ser honestos siendo honestos, y a ser justos siendo justos en nuestro obrar. La deliberación es una práctica y una disposición: la cultura de la deliberación es un asunto de hábitos.

La cultura política de la deliberación pública no es del orden de la teoría, sino de la acción; no es del orden de las doctrinas, sino del orden del comportamiento; es, en una palabra, un asunto de hábitos del pensamiento y hábitos del corazón. No bastan los procedimientos si no hay hábitos sociales que nos dispongan e impulsen a usarlos, y a usarlos adecuadamente.

Hoy es claro que:

"[…] la salud y la estabilidad de una democracia moderna dependen, no solo de la justicia de su «estructura básica», sino también de las cualidades y las actitudes de sus ciudadanos: por ejemplo, de su sentido de la identidad y de cómo comprenden las formas de identidad nacional, regional, étnica o religiosa que potencialmente puedan entrar en competencia; de su capacidad para tolerar y trabajar junto a otras personas diferentes; de su deseo de participar en el proceso político con el fin de promocionar el bien público y pedir cuentas a las autoridades políticas […]. Sin ciudadanos que posean estas cualidades, las democracias se vuelven difíciles de gobernar e incluso inestables."(10)

La cultura política pública, basada en el consenso traspalado, es el fundamento de la razón pública; es su condición de posibilidad. Sin ella, la democracia se transforma en una formalidad abstracta sin verosimilitud, sin credibilidad y sin referentes éticos ostensibles.

La democracia no es, solamente, un asunto de cobertura. Es cierto que una sociedad es más auténticamente democrática en la medida en que más personas puedan participar en la deliberación pública y en la toma de decisiones. Sin embargo, la democracia no es solo un asunto de cantidad; es también un asunto de calidad. Importa también, y sobre todo, el tipo de la participación política de los ciudadanos. La democracia radical implica un nuevo tipo de ciudadanía: implica abandonar la imagen del ciudadano pasivo, que es típica de las democracias liberales actuales; implica abandonar la concepción homogeneizadora de ciudadanía propia de la visión ilustrada de los derechos humanos; implica, finalmente, transitar a una concepción y una praxis contextualizada de la ciudadanía que se nutra de la diversidad y se renueve en contacto con ella.

La democracia no es un conjunto de instituciones y procedimientos que deban ser exportados a todos los contextos. La implantación de la democracia liberal en contextos iliberales es expresión de intolerancia cultural y conduce a inevitables conflictos interculturales que tornan inviable la convivencia democrática No debe, por ello, ofertarse como parte de un paquete civilizador de invasión cultural. La concepción liberal de los derechos humanos y la institucionalidad democrática que le es propia no deben colocarse como condición absoluta de la convivencia razonable. Esto es una flagrante contradicción. La tolerancia ilustrada no se practica solo con el semejante; se practica, sobre todo, con el diferente, con el que no tiene nuestras creencias, nuestros valores ni nuestras costumbres. Al semejante, se le acepta; al diferente, se le tolera. La tolerancia es un acto racional. Consiste en aceptar al otro como interlocutor válido. Sin embargo, la tolerancia es el punto de partida de la convivencia razonable; no su punto de llegada.

La tolerancia tiene sentido privativo: evita el enfrentamiento violento. Asimismo, puede servir como primer paso para la construcción de una convivencia razonable con el otro. Y este es su sentido positivo.

Por ello, resulta «[…] esencial —a los ojos de Rawls, el gran teórico del liberalismo político contemporáneo— que el derecho de gentes no exija a las sociedades [no liberales] que abandonen o modifiquen sus instituciones [...] y adopten instituciones liberales».(11) El derecho de gentes al que se refiere Rawls es el derecho que debe regir las relaciones entre los pueblos, más allá de si están o no dentro de un Estado nacional o en varios de ellos al mismo tiempo. Este nuevo ius gentium debe hacer posible la convivencia razonable entre las sociedades liberales y las sociedades iliberales. Debemos, por ello, renovar el derecho de gentes y apuntar a la construcción dialogada de «un derecho de gentes no etnocéntrico»(12) que sirva de referente común a la diversidad, evite el enfrentamiento estéril y permita la solución dialogada de los conflictos.

2. ¿Es posible la democracia y la ciudadanía en contextos culturalmente comunitaristas y socialmente asimétricos?

En nuestros países, las ideas republicanas y liberales de la Ilustración no han penetrado ni en la cultura de la gente ni en la cultura de las élites. Constituyen un ideario externo, desenraizado e impuesto. Y es que nuestros países son poseedores de tradiciones milenarias comunitaristas que han sido injustamente folklorizadas o silenciadas por las culturas nacionales.

En toda América —sostiene acertadamente Luis Villoro— los antiguos pueblos indígenas han mantenido, pese a los cambios que introdujo la colonia, el sentido tradicional de la comunidad, en coexistencia con las asociaciones políticas derivadas del pensamiento occidental. La estructura comunitaria forma parte de la matriz civilizatoria americana [...]. Las civilizaciones que se remontan a la época precolombina estaban basadas en una idea de la comunidad del todo diferente a la asociación por contrato entre individuos que prevaleció en la modernidad occidental […]. La comunidad originaria se corrompe a veces por las ambiciones de poder ligadas a las estructuras propias del Estado nacional […]. Pero la comunidad permanece como un ideal de convivencia que orienta y da sentido a los usos y costumbres de los pueblos.(13)

El contractualismo y el liberalismo son ajenos a nuestras tradiciones. El modelo de Estado y democracia que tenemos es un modelo importado que excluye a priori la institucionalidad y los usos de nuestras culturas originarias; es un modelo sin suelo y sin raíces culturales en las tradiciones vigentes de nuestros pueblos. Es un modelo externo, extraño, ajeno e implantado, que no ha sabido incorporar la institucionalidad indígena. No es un modelo inculturado. La democracia liberal, en contextos comunitaristas como el nuestro, se ha convertido en una institucionalidad vacía y en un procedimentalismo desarticulado de los ethos de la gente y de la institucionalidad tradicional.

El modelo clásico de Estado-nación, sobre la base del cual se han implantado las democracias liberales en América Latina, es un modelo importado que no ha echado raíces en las tradiciones culturales de los pueblos. Es una formalidad jurídica sin contenido ético. Así, por ejemplo:

"[…] la actual forma cultural de la institucionalidad del Estado boliviano [y, por qué no, latinoamericano] ha venido siendo configurada con base en los modelos uniárquicos [monárquicos] de los sistemas de cargo de autoridad política provenientes de parte de la larga duración de la etnohistoria europea —sistemas en tales casos presididos por un solo titular para cada nivel de mando—; resalta igualmente el hecho de que la operatoria de tal modelo uniárquico transcurre desestructurando las tradiciones diárquicas —particularmente en el nivel de género— de los sistemas de cargo indígenas […]. Repitámoslo, uniárquico y radicalmente occidentalizado, el Estado boliviano muestra una fisonomía etnoinstitucional de exclusiva procedencia europea drásticamente ajena a las institucionalidades indígenas aún hoy masivamente existentes."(14)

El Perú, al igual que muchos países latinoamericanos, es un país de tradiciones culturales básicamente comunitaristas, no liberales. ¿Es posible construir ciudadanía en ethos comunitaristas? ¿Cómo? ¿Qué queda de la ciudadanía cuando la desligamos de sus raíces liberales? ¿Qué de la autonomía individual? ¿Qué del derecho de las personas a escoger sus creencias, sus convicciones, sus valores, sus maneras de ser y de convivir?

Los pueblos indígenas son de tradición comunitarista, no liberal. Inciden en la importancia de los derechos colectivos: en el derecho a la tierra, la lengua y la identidad cultural. En la concepción indígena de los derechos humanos, los derechos fundamentales son, esencialmente, derechos colectivos. Los derechos individuales no son percibidos como derechos fundamentales. Esto contrasta fuertemente con la concepción liberal de los derechos humanos, según la cual los derechos fundamentales son, esencialmente, derechos individuales.

Hay aquí, pues, un conflicto entre ambas concepciones que es preciso elucidar. Una concepción intercultural de la ciudadanía indígena no se puede limitar a los derechos colectivos en desmedro de los derechos individuales. Debe evitar imposiciones etnocéntricas, vengan de donde vengan. Debe poder construirse dialógicamente en las esferas públicas de la sociedad. Esto es lo propio de la interculturalidad: la apertura de espacios públicos inclusivos de la diversidad cultural y el pluralismo lingüístico que hagan posible la deliberación intercultural, espacios donde se pueda debatir libremente y en condiciones simétricas. Deliberar con el otro para realizar acciones concertadas es parte esencial de la praxis de la política bien entendida; es, en otras palabras, ciudadanía.

La ciudadanía es y debe ser el fundamento de la convivencia democrática. La ciudadanía no es una propiedad universal y abstracta que nos pertenece por naturaleza; es una condición adquirida que es resultado de una lucha histórica. Los derechos humanos, son tareas públicas. Son, en este sentido, prerrogativas que implican una lucha por el reconocimiento en la esfera pública de la sociedad. Sabemos que el reconocimiento jurídico de un derecho no implica, necesariamente, su respeto y realización. Simplemente, legaliza la lucha por su reconocimiento. Y esto es muy importante: significa que la lucha por el reconocimiento de los derechos es parte sustantiva del Estado de derecho.

La ciudadanía debe ser no solo pensada, sino, sobre todo, practicada como un derecho; pero no como un derecho entre otros, sino como el derecho a ejercer derechos desde nuestra pertenencia cultural. La identidad cultural y comunitaria es el suelo sobre el que se construyen las identidades ciudadanas de la gente. La ciudadanía no es una condición formal abstraída de contenidos éticos concretos. Es una identidad que se construye desde las identidades primarias de la gente y no a pesar de ellas. Es una identidad que se reinterpreta desde los códigos morales de nuestra cultura de pertenencia. Los derechos civiles y políticos siempre son leídos e interpretados a partir de los saberes previos. La cultura de pertenencia, con toda la complejidad que le es propia, es nuestro código de traducción. Por ello, hay que conceptualizar la identidad cultural como un derecho a partir del cual los derechos civiles y políticos adquieren contenido y razón de ser. Vista así, «[…] la ciudadanía como fundamento de la convivencia garantiza la igualdad entre todos, el respeto a la pluralidad de las ideas e incluye el reconocimiento del sentimiento de pertenencia».(15)

3. A manera de conclusión provisional

Radicalizar la democracia no es otra cosa que hacerla coherente con sus ideales. Los grandes ideales ilustrados de equidad social con libertad política y solidaridad humana son los que le dan sentido y razón de ser al proyecto democrático. Hay que denunciar y evitar que, en nombre de los ideales ilustrados, se justifique o tolere la inequidad social y la ausencia de solidaridad humana entre los pueblos y los Estados. En clave filosófica, diríamos que hay que evitar por todos los medios que, en nombre de lo universal, se sacrifique lo particular y que, en nombre del ciudadano abstracto de la Ilustración, se descuide y hasta denigre al ciudadano concreto de carne y hueso.

Democracia radical quiere decir, por ello, generar un nuevo tipo de relación entre el universal abstracto y el particular concreto. «Hoy en día, el ciudadano democrático solo es concebible en el contexto de un nuevo tipo de articulación entre lo universal y lo particular, de acuerdo con la modalidad de un universalismo que integre las diversidades, lo que Merleau Ponty llamaba “universalismo lateral” para indicar que lo universal se inscribe en el corazón mismo de lo particular y en el respeto a las diferencias».(16) Dicho de otra manera, lo universal solo existe y debe existir encarnado en lo particular. Cuando lo universal no se expresa en lo particular, se transforma en ideología.

En realidad, nos movemos entre dos alternativas: o dejamos que los ideales ilustrados se conviertan en ideología justificatoria de lo injustificable o hacemos que aparezcan aproximativamente en el «aquí y ahora» de la historia que nos ha tocado vivir. Optar por la primera alternativa es la opción de la democracia liberal; optar por la segunda alternativa es la opción de la democracia radical.

Esto no quiere decir, sin embargo, que las democracias liberales sean deleznables por sí mismas. Lo que sucede con ellas es que, al no ser capaces de armonizar justicia con libertad, sacrifican la justicia en nombre de la libertad. Y, de esta manera, se deslegitiman y pierden su razón moral de ser.

Notas

(1) MOUFFE, Chantal. El retorno de lo político. Barcelona: Paidós, 1999, p. 33.

(2) No estoy, con ello, postulando una apología de la parálisis crítica del relativismo cultural. El «todo vale» del relativismo cultural conduce a la aceptación acrítica de lo diverso, a la valoración a priori de la alteridad y a la sacralización injustificada de lo diferente. El relativismo cultural nos paraliza frente a lo diferente, impide la construcción dialógica de la convivencia y torna inviable la deliberación intercultural. Es, en el sentido baconiano de la palabra, idolatría. En términos programáticos, el relativismo cultural se traduce en políticas conservacionistas de ecología cultural que fosilizan las culturas y las colocan como piezas de museo para el deleite estético y la curiosidad intelectual. En clave política, el relativismo cultural es la nueva cara del conservadurismo y del dogmatismo intelectual. La democracia radical no es la fórmula política del relativismo cultural. Para el relativismo cultural, la democracia es una de las tantas formas de organización política de la convivencia. No la promueve, no la reflexiona y no la radicaliza. La deja tal cual. La democracia radical tiene una intencionalidad diferente. Busca democratizar la democracia, ponerla en sintonía con su ideario y hacerla coherente. Y, para ello, tenemos que empezar por ampliar la base social y cultural de la deliberación pública. Sin embargo, el problema de la deliberación pública no es solo de orden cuantitativo. Por ello, debemos buscar, por encima de todo, mejorar la calidad del debate público e introducir el raciocinio, el argumento y la construcción dialógica del pensamiento. La deliberación política debe ser plural e inclusiva de la diversidad; pero, sobre todo, debe ser un espacio reflexivo y crítico de construcción dialógica de la convivencia. La deliberación pública, que es la esencia de la democracia radical, presupone la inclusión del otro en el debate político y la apertura a la alteridad, pero la apertura crítica, reflexiva y solidaria. Presupone reconocer al otro como interlocutor válido del diálogo público. No presupone la aceptación pasiva y acrítica de sus puntos de vista. No presupone la parálisis del relativismo cultural. El relativismo cultural es el sustento teórico del sistema de sociedades paralelas propio del multiculturalismo liberal. No sustenta políticas de convivencia ni de democracia radical.

(3) RAWLS, John. Derecho de gentes. Trad. Hernando Valencia Villa. Barcelona: Paidós, 2001, p. 163.

(4) Ib., p. 179.

(5) COHEN, Joshua. «Procedimiento y sustancia en la democracia deliberativa». Metapolítica, vol. 4, 2000. p. 29

(6) BOHMAN James. «La democracia deliberativa y sus críticos». Metapolítica, vol. 4, 2000, p. 49.

(7) HABERMAS, Jürgen. La inclusión del otro. Barcelona: Paidós, 1999, pp. 94-95.

(8) RAWLS, John. Ob. cit., p. 159.

(9) Ib., l. cit.

(10) KYMLICKA, Will. La política vernácula. Nacionalismo, multiculturalismo y ciudadanía. Barcelona: Paidós, 2003, p. 343.

(11) RAWLS, John. Ob. cit., p. 143

(12) Ib., l. cit.

(13) VILLORO, Luis. «El poder y el valor: la comunidad». Christus, n.o 712, 1999, pp. 11-12.

(14) CALLA ORTEGA, Ricardo. Indígenas, política y reformas en Bolivia. Hacia una etnología del Estado en América Latina. Guatemala: ICAPI, 2003, p 11.

(15) GONZALES, Felipe El Comercio, 3 de abril de 2005.

(16) MOUFFE, Chantal. Ob. cit., p. 22.

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Fuente: RIDEI PUCP: http://red.pucp.edu.pe/ridei/buscador/files/Fidel%20Tubino%20Democracia%20Radical.pdf

Publicado en el libro: “Miradas que se construyen. Perspectivas multidisciplinarias sobre los derechos humanos”. Lima, Fondo Editorial PUCP; 2006.pp125-146

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