Editorial de La Jornada
Hace 10 años, en Acteal, municipio de Chenalhó, un grupo paramilitar vinculado al entonces partido en el poder, el Revolucionario Institucional (PRI), atacó arteramente, con armas de fuego, a indígenas tzotziles integrantes de la organización civil Las Abejas, mientras éstos oraban en una capilla. El saldo de la masacre fue de 45 muertos, 17 heridos y millares de desplazados. El desglose de las víctimas fatales constituye acaso el indicador más contundente del nivel de barbarie del ataque: los agresores asesinaron de forma inmisericorde a nueve hombres, 21 mujeres –algunas de ellas embarazadasy 15 niños, todos ellos desarmados.
Al día de hoy, Acteal continúa siendo una herida abierta sumamente dolorosa, sobre todo por la impunidad que ha prevalecido durante todo este tiempo para los autores intelectuales de la matanza: el desfile de 124 inculpados –algunos de ellos condenados y otros exoneradosno ha incluido la presentación de ningún alto funcionario, no obstante que, a juzgar por la forma en que operaron los paramilitares en la matanza, resulta aberrante sostener que actuaron sin petición, autorización, o por lo menos conocimiento de las autoridades estatales y federales. Es decir, a una década de la matanza de Acteal, las sucesivas administraciones han evidenciado una inaceptable falta de capacidad para ejercer justicia, esclarecer los hechos, y castigar a quienes, en última instancia, tomaron la decisión de acribillar a indígenas indefensos, quienes, paradójicamente, se habían congregado para rezar por la paz.
Para colmo de males, en semanas recientes se ha emprendido una campaña de intelectuales históricamente vinculados a los altos círculos del poder político, quienes, con un pretendido afán de revisar versiones anquilosadas de los hechos buscan esbozar una reconstrucción cosmética, conveniente, y en muchos puntos inconsistente, de los mismos, que remite, por cierto, a la línea argumental del inverosímil Libro Blanco de Acteal, difundido por la Procuraduría General de la República (PGR) casi un año después de la matanza, en noviembre de 1998.
Entre otras cosas, se sostiene que los asesinatos no obedecieron a la acción de grupos paramilitares a sueldo de los gobiernos sino que fueron la cúspide de conflictos de cariz político y religioso internos de las comunidades indígenas –entre grupos opuestos y simpatizantes al Ejército Zapatista de Liberación Nacionaly que la escena del crimen fue alterada. A lo sumo, se llega a reconocer que la responsabilidad de los gobiernos de Ernesto Zedillo y Julio César Ruiz Ferro –entonces gobernador de Chiapasfue por omisión, al no contener la espiral de encono entre grupos indígenas antagónicos.
Asimismo, en un afán inocultable por desviar la discusión sobre la participación activa del Estado en los hechos, quienes sustentan dichas versiones se han centrado en denunciar la injusticia que padecen algunos de los indiciados, de quienes se dice que, aunque son inocentes, enfrentan un proceso todavía inconcluso durante estos 10 años, algo que, en todo caso, de corroborarse sólo vendría a reafirmar las lamentables anomalías del sistema mexicano de procuración de justicia.
La actitud negligente de los gobiernos en la configuración del contexto en que se dio la matanza de Acteal no está en duda y es algo que por sí mismo resulta sumamente grave, pues pone de manifiesto el incumplimiento, por parte del Estado, de la obligación constitucional de hacer valer las garantías individuales, comenzando por el derecho de las personas a la vida. Sin embargo, las versiones negacionistas referidas, a contrapelo del más elemental sentido común, pasan por alto que el accionar de los agresores –antes, durante y después de la matanza obedece a las consabidas tácticas oficiales de contrainsurgencia, lo que hace por lo menos criticable la tesis de que lo ocurrido fue el resultado de la confrontación entre grupos indígenas y apunta, irremediablemente, a que se trató de un hecho concertado desde las entrañas del poder.
Nadie puede negar que en el caso Acteal han proliferado las irregularidades. Su esclarecimiento, sin embargo, debe partir de una voluntad real de investigar a fondo los hechos, y no de intentos de desvirtuar e incluso negar a toda costa la participación del Estado en un crimen de lesa humanidad; ello configura, en cambio, una ofensa inaceptable a la memoria de víctimas dolorosamente reales y una apología de la inveterada conjunción de injusticia e impunidad que lacera la historia del país y que tuvo una de sus expresiones más cruentas en aquel 22 de diciembre de 1997.
Fuente: La Jornada
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