Fuimos a la capital indígena de Colombia a registrar en video, audio y reportaje las historias de los jóvenes Wayuu
Por María Alejandra Calderón García
14 de agosto, 2018.- “La juventud no aterriza, es el deber de ellos, concientizarse en relación con el derecho Wayuu; sus costumbres, sus tradiciones, para que esto perpetúe en el tiempo, para que no se debilite y no se propicie el desorden para lograr ventajas pasajeras”: Laureano Gómez Pana, abogado e historiador Wayuu.
“Algunos padres wayuu han cambiado la manta por el jean, la mochila por un bolso Michael Kors, las cotizas por tenis, y eso dice muchas cosas de cómo cambia la convivencia, el lenguaje. La idea es que no perdamos nuestras costumbres”: Aida Luz Gómez, docente Wayuu.
“Cada vez que uno dice Guajira y Wayuu, todo el mundo referencia las palabras ‘desnutrición’, ‘corrupción’, cosas malas. Nosotros estamos diciendo que acá también hay talento y cultura”: Iiris Coverlo, cantante Wayuu.
Llegar a Uribia, el municipio ubicado en la árida Península de La Guajira en el extremo noreste de Colombia, es sentirse extranjero en su propio país. Es entrar a otro universo liderado por la comunidad Wayuu, uno de tradiciones milenarias. Acá todo es diferente; el idioma, la forma de vestir y las organizaciones sociales (denominadas como clanes), una cultura maravillosa en su misma complejidad. Llegar a Uribia es encontrarse con la mirada profunda de un pueblo lleno de sueños y esperanzas a pesar de que aquí hace cuatro años no llueve, a pesar de ser parte de un departamento en el que el 58 % de su población vive en medio de la pobreza y en el que entre 2012 y 2016 fallecieron 244 niños por desnutrición.
Hace 83 años que Uribia fue decretada como la capital indígena de Colombia debido a su ubicación estratégica entre nuestro país y Venezuela. Hoy sigue siendo el centro de resolución de conflictos entre la comunidad indígena Wayuu que abarca las dos naciones. Allí está el mayor asentamiento de esta comunidad donde el 95 % de sus 200.000 habitantes son indígenas de este grupo étnico, el más numeroso de Colombia, según datos del Dane.
Este lugar en los últimos 5 años se convirtió en un punto de referencia comercial de la costa caribe colombiana. Este constante intercambio comercial y cultural ha provocado que las influencias de occidente vayan permeando la comunidad, haciendo que muchos jóvenes dejen de lado costumbres de su cultura Wayuu. Sin embargo, existe una representación de nueva sangre de Wayuus enamorados de su tierra que se resisten a perder las tradiciones, y que por el contrario, sueñan con que se mantengan firmes y cobren mayor valor, así como lo hicieron sus ancestros en el siglo XVI al resistirse a la conquista europea.
Estos jóvenes Wayuu han sabido aprovechar la influencia de la educación de occidente usándola a favor de su comunidad. Esta se ha convertido en un aporte para que las cifras desalentadoras que estigmatizan a La Guajira como una región sin futuro prometedor se queden en el pasado, y ha hecho que sus costumbres: su música, su baile, su lengua (wayuunaiki) y sus artesanías, vivan en el tiempo, sean reconocidas y no se conviertan en arena que se lleva el viento, o que, en otros casos, se queden estancadas en las rancherías.
Estas son algunas de las historias del pasado que los enlazó con sus raíces, de su presente entre el desierto y el sol, y de sus sueños por mantener sus costumbres ancestrales.
Aida Luz Gómez (22 años), Clan Epinayú, docente de primaria. Aula satélite Sede Casushi, corregimiento de Taparajín, Uribia
Aida Luz ha pasado la mitad de su vida entre salones de colegios. A los 11 años supo que la educación iba a ser lo más importante en su vida, dejó su ranchería y se formó en internados estudiantiles. Cuando se graduó de bachiller en una educación mixta en la que le reforzaban los saberes Wayuu y le daban clases de la academia occidental, quiso servirle a su comunidad atacando uno de los males centenarios de La Guajira, la salud:
“No quería ser docente porque ya me había inscrito en la Universidad de la Guajira, quería ser ingeniera de sistemas, también quería ser médico, y quise empezar una carrera para complementarla con la medicina. Hasta que tuvimos un problema familiar, yo “me pintaba” ya en la universidad y una noche me invadió la tristeza por los problemas económicos, todo el dinero que estaba destinado para mis estudios pasó para cubrir ese inconveniente. Lloré, no quería comer, pero entendí que era un sacrificio por la familia”, contó Aida.
Hace tres años se fue por el camino de la docencia más por fuerza que por convicción. Hoy está segura que sus aprendizajes harán que su oficio fortalezca una nueva generación Wayuu.
“La parte fundamental que quiero transmitirle a mis niños, y no solo a ellos, sino a la comunidad en general, es formarlos como personas para que se puedan defender en un futuro sin dejar las raíces y las costumbres de los Wayuu”, expresó.
Con el sueño de poder mostrar en un futuro la esencia que su madre le enseñó, Aida se sigue formando en etnoeducación para perfeccionar su oficio.
Dayro Manuel (18 años) Clan Epinayú, músico tradicional integrante de la escuela Sauyepia Wayuu
Sobre las raíces de un árbol sembrado en el Centro Cultural de Uribia, Dayro con timidez habla sobre su vida, pero cuando se sienta a tocar el wa’wai deja que los sonidos ancestrales hablen por él.
Un día normal de Dayro empieza a las 5 de la mañana. En su moto transporta profesoras de Uribia hasta las rancherías (poblaciones rurales) en diferentes escuelas de la alta Guajira.
En la tarde va hacia el centro cultural de Uribia donde forma parte de la escuela de saber Wayuu Sauyepia. Allí, de lunes a viernes, le enseña a 10 niños Wayuu a tocar instrumentos tradicionales como el Wa’wai, un tipo de flauta que viene de la caña de azúcar; la Kasha, el tambor que marca los rituales tradicionales; Sawawa, otro instrumento de viento; y la trompa, el primer instrumento autóctono que aprendió a interpretar.
“Yo aprendí a tocar el trompa, un instrumento hecho con hierro, se lo veía tocar a mi abuelo quien tenía todos los instrumentos. Con ese instrumento se pastorea; se llaman a los animales, los chivos, las vacas”, nos dijo Dayro.
Aleida Tiller (31 años) Clan Uriana, socióloga
“Siempre hemos creído que la educación es un medio para superar nuestros propios medios de vida”, dice Aleida sentada en un chinchorro en su ranchería ubicada en Orroco, una de las comunidades más antiguas que existe en Maicao, a 50 minutos de Uribia.
Su padre fue el primero en construir una escuela para su comunidad y decidió usar el dinero de las regalías que recibía Orroco por la explotación de carbón en la zona para que los niños no tuvieran que caminar varios kilómetros bajo el sol a tomar clases. Por el valor que le daba a la educación la dejó partir para que se lograra profesionalizar.
“Éramos diez hermanos y prácticamente sorteaban quién tendría educación. Algunas tías no tenían hijos entonces nos rotaban. Yo era la niña más rotada de la comunidad y cuando tenía 9 años mi papá me dijo que prefería que me quedara con los alijunas (occidentales) a quedarme con la educación básica que se ofrecía aquí: “así ellos te manden vas a tener educación; aquí siempre vas a ser tú, nunca vas a progresar, yo quiero que tu estudies. Una hija me habló de una arijuna que quería una niña Wayuú porque los hijos se le casaron todos"... y me preguntó “¿te quieres ir con ella?”... Y yo sin pensarlo dije que sí”, recordó Aleida.
Aleida se fue para Barranquilla, se destacó entre sus compañeros por su desempeño académico y estudió Sociología lo que le ha permitido reconocer los valores de su comunidad y explicar teóricamente cómo son los Wayuu, sus costumbres, su cosmovisión y en ese orden de ideas potenciar las fortalezas de su comunidad.
Luego de 14 años de vivir lejos de su comunidad regresó convencida de que la dependencia de su pueblo a las ayudas estatales, algo con lo que no está de acuerdo, se puede cambiar con educación que sirva de base para un emprendimiento social. Ahora es consultora de la Fundación del Cerrejón en convenio con el programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas que entrega comida a las familias beneficiadas en La Guajira.
“Hoy sueño con más proyectos para la comunidad, empoderar más a la gente, la clave está en reconocer las cualidades de cada quien para que se vuelvan una fortaleza en sus respectivas comunidades”, nos dijo esperanzada.
Irys Aideth Curvelo (33 años) Clan Uliaana, cantante de Son Wayuu
Irys tiene el porte de una mujer determinada, lleva puesto su sombrero wayuu y su manta roja que ondea entre los vientos del desierto en un terreno baldío en Uribia. Se le aguan los ojos cuando habla de sus motivaciones: su familia y su raza.
Un día, cuando Irys tenía 15 años, se tuvo que esconder en el escenario donde se presentaba por primera vez en un concurso de talentos de Uribia. Como a su padre no le gustaba la idea de que se dedicara al canto, se tuvo que volar de su casa para poder cantar, y justo cuando estaba entonando “¡probablemente ya de miíte has olvidado!”, vio el carro de su papá y cantó lejos del público. Al llegar a la casa le esperaba un regaño, pero tenía el segundo lugar del concurso bajo el brazo.
Desde ahí su padre se convenció de que el talento de Iris se tendría que reconocer. Luego fue a otro concurso y quedó como la mejor voz de Uribia. En el 2004 partió con su esposo hacia Perú y Ecuador, y hace tres años volvió al lugar que la vio nacer. Luego de darle muchas vueltas decidió formar el primer grupo de vallenato conformado por mujeres Wayuu. Un reto desde todas las perspectivas.
Hace año y medio que formó Son Wayuu, grupo con el que ha logrado ganarse el respeto de los hombres del vallenato a punta de talento con la manta bien puesta. Tiene claro que no quiere proyectarse como cualquier agrupación vallenata, por eso se destaca su vestimenta sobre el escenario que da muestra del orgullo por sus raíces. Sus shows los comienzan interpretando el Jayeechi, su canto ancestral, y luego despega el viaje intercultural con la música como vehículo en donde cantan clásicos de la música colombiana en Wayuunaiki.
Con la tesis “netamente Wayuu y netamente talentoso”, Iris ha integrado una familia de artistas en Son Wayuu que ya se ha hecho reconocer tanto en su etnia como en importantes festivales nacionales de vallenato. Por ahora sus presentaciones están cargadas de versiones de otras canciones, pero están preparando material original en el que se plasme la influencia indígena que lleva en su sangre.
“Ahora tengo doble responsabilidad, siento que quiero ser un referente de mi cultura, de ser mujeres empoderadas. Mostrar quiénes son los Wayuu y dejar una huella plasmada, por eso le consulto mucho a mis viejos todo el tiempo sobre la cultura”, expresó Iris.
Alba Rosa Aguilar Fernández (20 años), comunicadora Social - Artesana
En el patio de su casa Alba Rosa saca varios ejemplares de la artesanía hecha por su familia y sienta sobre sus piernas a Juan, su hijo. Nos cuenta cómo logró con el trabajo de sus manos y la enseñanza de su madre lograr costearse una carrera profesional.
A los 10 años Alba hizo su primera mochila. Luego, en su etapa del encierro (que se da cuando la mujer Wayuu se desarrolla y tiene que pasar determinado tiempo sin mayor contacto más que el de su madre y su abuela mientras aprende a tejer y prepararse para la vida adulta entre la comunidad), hiló sus primeros chinchorros y hamacas.
La artesanía es una de las economías principales entre la comunidad Wayuu, pues es la única, entre las otras actividades como la cría de bovinos y la pesca, que no depende del clima el cual no suele favorecerlos. Es por eso que en la familia de Alba la elaboración de mochilas, hamacas y chinchorros es a otro costo. Mensualmente esta familia, que ya ha convertido sus tejidos en una empresa, produce hasta 500 mochilas. El trabajo de las manos de las mujeres y hombres Wayuu de esta casa ha llegado a latitudes tan lejanas como China y Estados Unidos.
Enlazar los hilos con las agujas y plasmar con sus instrumentos las imágenes y colores que ven en su ranchería, le sirvieron a Alba para iniciar sus estudios en Comunicación Social en Pamplona, Santander. Ya va en el 6to semestre y cada seis meses toma un bus que tarda 17 horas en pasar de la cultura occidental a la Wayuu.
En esa convivencia académica se ha encontrado a jóvenes de otras comunidades indígenas que según ella no mantienen sus raíces ni sus tradiciones. Sus padres dejaron de hablar la lengua y allí, desde una mínima proporción una etnia tiende a desaparecer.
“Si uno como joven no piensa que puede rescatar su propia cultura, las demás personas no lo van a hacer por uno. Si a uno no le da el interés de acercarse a su abuelo y preguntarle por las costumbres, nadie lo va a hacer”, afirmó Alba.
Alba quiere que la comunicación le sirva para mostrarle al mundo la esencia de sus raíces y desarrollar proyectos para visibilizar los talentos de su comunidad.
“Sueño con rescatar lo que se ha perdido, las costumbres no solo de mi cultura sino de las demás culturas indígenas que existen. Sí, se están perdiendo, pero se pueden recuperar”, concluyó.
El reto de la juventud wayuu
Ahora, el reto de los jóvenes para conservar las tradiciones de su cultura no es menor. Cerca de un 17 % de la población guajira es menor de los 34 años, según datos del Dane, lo que refleja que una quinta parte de los wayuus tiene en su poder el conservar y multiplicar sus saberes ancestrales, y así forjar una sangre en la que se hable con orgullo del encanto y la fuerza de los hijos de esta tierra seca. La tarea, aunque no es fácil, se está haciendo. Son ellos quienes poco a poco crean espacios para el aprendizaje y no se quedan en las creencias, llevando en la frente el poder de una cultura milenaria resistente al olvido y de una tierra donde el sol es premio y condena del desierto.
Así retrató nuestro videógrafo, Óscar Romero las historias de los jóvenes wayuu en video:
Juan Jaramillo, del equipo de producción de Radiónica, fue los oidos de este viaje al interior de esta cultura indígena y lo contó en esta crónica sonora. Escuche el audio completo que registramos al inicio.
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Agradecimientos especiales a todos quienes participaron en este recorrido, en especial a Olimpia Palmar por ser nuestros ojos en Uribia.
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