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Grama Arisca, por José Luis Aliaga Pereira

Servindi, 3 de octubre, 2021.- Esta semana compartimos el cuento Grama Arisca, texto que da nombre al libro del mismo nombre, de José Luis Aliaga Pereira (1959) natural de Sucre, provincia de Celendín, región Cajamarca, quién suele escribir con el seudónimo literario Palujo.

Precedemos al cuento algunas opiniones valorativas sobre la narrativa de José Luis Aliaga Pereira y que aparecieron impresas en un folleto de 30 páginas, que recoge los puntos de vista de varios lectores de a pie. Aquí, un compendio en el orden que aparecen.

Rodolfo Salazar Silva:

Sobre el título; Grama Arisca es sinónimo de hierba indómita, de eso se infiere que así como la grama es una hierba indestructible, los cuentos de este libro jamás serán destruidos por críticas adversas

 

Olindo Aliaga Rojas:

Capacidad de síntesis, ausencia de episodios que cortan y distraen al lector, lenguaje sencillo, estilo apropiado, diálogos animados pero cortos que no cansan ni languidecen, descripciones que no pecan de minuciosas, son las principales características que podemos percibir en los cuentos

 

Secundino Silva Urquía:

El gran personaje del libro es Sucre como pueblo; y los personajes de los cuentos, relatos y anécdotas son los sucrenses. Cuando se lee de modo continuo el conjunto de los textos da la sensación de estar leyendo una pequeña novela ambientada en Sucre y con personajes de allí. Así, partiendo de este espacio geográfico pequeño, la idiosincrasia, los dramas como el medio ambiente, las denuncias, el humor, la ironía se vuelven globales

 

Tito Zegarra Marín:

José Aliaga, como ya lo dijimos, desde hace algún tiempo viene transitando con pasos firmes por el arduo camino de la creación literaria, y lo hace sin desligarse del elemento humano y las necesidades que apremian a su pueblo, con conciencia crítica y lleno de esparanzas en el futuro

 

Carlos Reyes:

Se han impregnado en él, al parecer, los colores, y le dan vida diaria, se constituyen en el numen de su producción literaria valiosísima; como cajamarquino, tampoco sé como se podría vivir sin las formas, sin los sonidos, sin los aromas, que todavía palpitan en el alma con una infinita y trascendente continuidad

 

Lúcido Enrique Boy Palacios:

Con esta obra, nuestro amigo Palujo se inscribe dentro de la gran Literatura Peruana, caracterizada por Alberto Escobar como aquella que se compromete con los problemas de su sociedad y de su tiempo. El tema de la actual minería todavía es poco tocado por la narrativa, no obstante su dimensión conflictiva

 

Manuel Sánchez Aliaga:

Esto es lo que percibimos  en la pobra de Luis. Su narrativa apunta a hurgar, a través de sus personajes y aconteceres en todo lo que significa afán por reactivar los primigenios valores sociales y personales  valiéndose de hechos o de fantasías que nos llevan a decidirnos a ser un soldado más en la reivindicación de la convivencia social

 

Jorge Horna:

Si el título anuncia una innovación, un modo de sentir y asumir la escritura, los textos narrativos que lo conforman, sin ser exóticos o forzados, recogen la fibra vital del ser humano en su cotidiano y duro trajín. (...) nos muestran la insustancialidad del proceder personbal y social en contraparte a la nobleza y espontaneidad de la gente sencilla que sobrevive su existencia 

 

Jorge Wilson Izquierdo:

En todo conglomerado hay personajes irónicamente festivos pese a la latas que patean, en cierta forma son el soplo y la euforia mortecina de su acontecer; pero que, gracias a plumas acuciosas, desafían el anonimato. Tu encendedor, José Luis, seguirá iluminando el antro literario

 

Arturo Bolívar:

Pero los relatos están siempre, y aquí el nervio que los recorre e impulsa, ligados al compromiso con la vida, con la admiración y defensa de la naturaleza y, naturalmente, en ella, fundamentalmente con el hombre

 

Jorge Luis Roncal:

Con Grama Arisca José Luis ingresa, se inserta con derecho propio, en la riquísima vertiente particular de la narrativa cajamarquina y nacional; y lo hace rindiendo honor a una de las líneas centrales del gran relato cajamarquino, esa que aproxima dos elementos esenciales de la narrativa realista: por un lado aquel que construye palabra por palabra la identidad de un pueblo, que recupera la memoria histórica, social y humana de una comunidad; y por otro lado, hermanada con esta vertiente, aquel que apela a retratar un mundo, un localismo, un ambiente específico y a partir de allí otorgarle dimensión universal; como señalan los viejos maestros: "Pinta tu aldea y serás universal" 

 

Gútenberg Aliaga Zegarra:

En este singular libro se percibe el manejo elegante de la palabra, para llevarnos  al recuerdo de nuestras añejas costumbres, de nuestro modo de ser y de vivir.
Este libro ratifica la vocación inclusiva de José Luis, pues acoge diversas formas de narrar, cuya procedencia corresponde a diversos espacios en los que la gente de Sucre vive.

 

Jorge Chávez Silva:

Leer a José Luis, es adentrase en nuestro mundo, lleno de problemas y amenazas y debe reafirmar nuestra identidad de celendinos, despojados de querellas irredentas, producto del más recalcitrante chauvinismo, y debe conducirnos a la unión en la defensa de nuestra heredad, tal como lo podemos leer entre líneas en los cuentos de Grama Arisca, un libro irreverente y pleno de mordacidad crítica que enjuicia al dramatismo de la vida de nuestros pueblos

 

Grama Arisca

Por José Luis Aliaga Pereira

ANTE SUS OJOS iban creciendo árboles y casas; y, cuando, cerca, desde la primera curva de la carretera, dominaba los alrededores, en la hondonada se mostró el pueblo como en una maqueta. A Joselo le parecia familiar y desconocido a la vez. Algunas casas eran diferentes a las que había dejado; pero, para su tranquilidad, la mayoría lucían intactas, aunque otras eran sólo fantasmas, montones de tierra y grama. Creció en aquel lugar; echaba de menos a su gente en especial a su familia, y de todos ellos a su abuelo que a esa hora, seis de la tarde, se encontraría  "soplando su coca", como de costumbre.

Al bajar del ómnibus recordaba cuando el arribo del vehículo producía una conmoción en el pueblo: ¡un tropel de niños y jóvenes corrían detrás, y hasta coreaban el nombre del personaje que veían descender con sus maletas y bultos. Ahora llegan, junto a él, personas desconocidas, en su mayoría adultos, a los que nadie saludaba. A Joselo le dolió ser uno más de ellos. 

Con los nudillos de la mano tocó la puerta de su casa; ésta se abrió chirriando como la de una casa abandonada. Miró al fondo del alar, vió las sombras del techo y los pilares, frente a la bomba eléctrica que daba luz al patio. Todo parecía congelado en el tiempo.

Más allá, al costado de la puerta de la sala, bajo la ventana y en una vieja banca, sobresalía la figura del abuelo chacchando su coca. Frente a él, en el pilar de eucalipto, colgaba el espejo de siempre y la faja con la que fallaba su navaja de afeitar. A dos metros, en el pilar torcido, también de eucalipto, se encontraba el machete mocho dentro de su funda de cuero color marrón, como si nadie lo hubiera movido durante los años de su ausencia.

El abuelo, de pronto, paró las orejas como un zorro: — Ejé —dijo—. ¿Joselo? —preguntó—. ¡Sí, es mi Joselo! —exclamó emocionado; y, cuando el nieto estuvo cerca, tocó su cuerpo y cara con las palmas de sus manos, como si fuera un ciego; luego, se confundieron en un abrazo. 

Al instante apareció la abuela por la puerta de la cocina con su delantal de flores blancas oliendo a hierbas frescas; con los brazos extendidos le tomó la cabeza diciéndole:

— ¡Hijo, qué coincidencia, he preparado un buen locro, como te gusta! —lo miró de pies a cabeza y abrazándolo, agregó: — Pero mira, ¡cómo has adelgazado!

En el cuyero, junto al fogón de la cocina, chillaban alborotados los cuyes.

Joselo había conseguido trabajo de policía —poca oportunidad de empleo digno hay en la ciudad, peor aun, para alguien del interior de país. 

Esa noche, después del encuentro con sus abuelos, Joselo, sintió que algo no andaba bien, como si los años y la distancia hubieran desafilado los sentimientos.

Al día siguiente el abuelo se levantó muy temprano.

Joselo le preguntó: — ¿A dónde vas?

— A trabajar en la chacra —contestó el anciano—, en el campo no hay tiempo para el descanso.

— Te acompaño —dijo el nieto.

Era un caluroso día, pero bajo la sombra de los eucaliptos que bordeaba el río La Quintilla, a la altura del puente de doña Pasión, corría aire fresco. Al costado, la chacra se hallaba surcada con frondosas plantas de papas. En la parte superior de esa tierra, junto a una acequia, se veían los cimientos de la casa contigua, cubiertos de grama y de unos que otros "chiclayos" verdes sembrados de techo en trecho.

A través de los árboles se podía observar el cerro Lanchepata y el zig zag de su carretera. A la derecha, a doscientos metros de distancia, colegiales tardones corrían al escuchar la campana del colegio. Eran las ocho de la mañana. El abuelo, con sombrero de paja, y su nieto, trabajaban la chacra. El primero iba desyerbando las papas surco tras surco. De tiempo en tiempo lanzaba a un costado las piedras, las hojas y los tallos inservibles. El nieto los recogía sobre una manta de yute para luego vaciarla al borde de la chacra.

Tras un nuevo surco y aguzando la mirada, el nieto le seguía el paso queriendo sorprenderlo cansado, pero el abuelo era incansable y Joselo cada minuto lo admiraba más. Al abuelo no le era difícil terminar su faena, al final parecía como si recién comenzara. De repente colocaba contra su pierna la lampa para sacar su "talego" y su "poro". Eran diez minutos de "armada" en la que permanecía callado, mirando las ramas altas de los árboles, como queriendo divisar el futuro entre las hojas y el cielo infinito.

Joselo bostesíaba. Los mosquitos le impedían descansar. Con el pantalón arremangado, zapatillas y sin medias, era presa fácil. El abuelo, al verlo así, movía la cabeza de un lado a otro.

— Conozco de un líquido antimoscas —dijo el nieto.

— Eso de trabajar para los ricos te hace ocioso mira que meterte de policía —afirmó el abuelo a la vez que hacía sonar su "poro" en la espalda del dedo pulgar de su mano izquierda—. Tienes que ver la realidad de tu pueblo.

Joselo se sorprendió al escuchar las palabras, para él nuevas, en boca del abuelo.

— Mi trabajo es diferente, muy diferente — contestó. 

— Tú eres un cholo "trejo" —dijo el abuelo—; pero, si tus músculos no sirven para esto, ¿para qué sirven? —preguntó. 

— Tienes razón —dijo el nieto, más sorprendido aún por la pregunta—. "Las planchas", los abdominales, la preparación en la pista de combate, el correr tras campesinos, obreros y profesores que defienden sus derechos...—pensó Joselo—. No, no; para qué hablar de ello, no me entendería" —reflexionó. 

Ochenta y dos surcos entre grandes y pequeños, los mismos que sin mucho descanso y sin enojo eran terminados por el abuelo, quien después, silbando alegre, como si esto fuera poco, recogía su saco viejo y se sentaba al costado de una piedra grande.

Ha estado dura la chacra —dijo, mientras con su pañuelo amarillento secó el sudor de su cuello y cabeza cana—. ¡Vamos, regresemos a casa! —habló mirando la chacra de papas. Terminar su faena lo llenaba de orgullo y felicidad.

Nieto y abuelo retornaban a casa. A la altura del Jr. Dardanelos, cuando doblaban la esquina, Joselo escuchó un griterío que parecía provenir de la plaza de armas. El abuelo lo miró de reojo, pero no dijo nada. Más abajo, en una puerta grande, los recibía la abuela que sonreía haciéndose a un lado.

— ¡Hola vieja! —saludó el abuelo.

— Apúrate a tomar tu chocolate; tienes que ir a "mudar" los animales —le recordó la anciana sin darle mayor importancia.

Abuelo y nieto se asearon en el caño del patio de la casa.

Al terminar su chocolate, al abuelo, sin mediar palabra, enrumbó a la pampa "El verde" a "mudar" los animales.

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Ni la nube negra que avanzaba por el cerro Huashag, ni las primeras gotas de lluvia de aquella noche, fueron las causantes de la llegada de la tormenta; una serie de explosiones que estremecieron el lugar la anunciaron. Joselo las escucho con claridad. Fueron tres casi seguidas, a una distancia aproximada de 400 metros a la redonda. Su experiencia como policía lo hacía diferenciar de las producidas por fuegos artificiales. Preocupado, abrió la puerta de su cuarto y caminó con dirección a la habitación en la que dormían los abuelos.

— ¿Abuelo?, ¿abuela? —llamó. 

— ¿Sí? —respondió la abuela.

— ¿Escuchaste las explosiones?

La abuela entreabrio la puerta respondiendo que sí con movimientos de cabeza, a la pregunta de su nieto. Joselo ingresó a la habitación a pesar de la leve resistencia que le hiciera la anciana.

— ¿Y el abuelo? —pregunto—. ¿Dónde está el abuelo? ¿Dónde a dormido?

— Se ha quedado cuidando los animales.

— ¿Cómo?

— ¿Por qué  haces tantas preguntas? —dijo la abuela—. ¿Acaso no llegan las noticias de lo que aquí en Lima sucede?

Dos explosiones más hicieron retumbar las paredes de la casa. El nieto regresó a su cuarto desconcertado. "¿Cuidando los animales en la noche?" —se preguntó. Luego, un silencio largo y desesperante lo alarmó más. 

Joselo, recostado en su cama, con su pistola browning en las manos, permanecía como un felino, con los músculos preparados para el ataque.

De pronto sonó la puerta principal de la casa; alguien la abría. Joselo, cuidándose de no hacer ruido, aprovechó la rajaduras de la puerta para mirar al patio. Era el abuelo; caminaba rengueando, apoyándose en las paredes pero con rapidez increíble.

Afuera se escucharon gritos y disparos.

El nieto enfrentó al abuelo: —. ¿Que haces, qué estás haciendo? —le preguntó mientras escondía, bajo sus ropas, en el dorso de la cintura, el arma.

— ¿Es que no te has dado cuenta? ¿Qué clase de hijo tenemos? — preguntó el abuelo mirando a su esposa que en esos instantes abría, sin ningún temor, la puerta de su dormitorio.

— Sí,  algo he escuchado —respondió el nieto.

— Entonces —dijo el abuelo—, te pregunto: ¿qué vale más, las lagunas y humedales, que sacian la sed de nuestra provincia, o el oro que dicen se encuentra bajo su lecho?

— Por eso estoy aquí —afirmó Joselo, atento a lo que decía el abuelo, sin soltar la cacha nácar de su pistola.

— ¿Acaso vienes a meter las narices en contra nuestra? —el abuelo agrandó los ojos—. Hoy tus colegas, insultándonos, irrumpieron con sus armas, con bombas lacrimógenas apaleándonos cuando participábamos, con toda la comunidad, en una reunión pacifica; mañana ¿de qué otra cosa no serán capaces? —dijo el abuelo enseñando, al mismo tiempo, la herida sangrante de su muslo derecho. 

— ¡Yo no soy ningun metiche! —precisó el nieto en voz alta.

El abuelo miró a los ojos a Joselo: — Si no estás con nosotros —le advirtió—, es mejor que regreses por donde has venido.

— ¡Viejo, viejo, abuelo! —exclamó  el nieto sujetándolo del brazo y llamando a su lado a la anciana que los miraba queriendo intervenir. En esos momentos salió un sol mortecino. Fue disipandose la niebla mañanera. Un resplandor brillante se levantaba sobre los campos y las tejas rojas de las casas de Adobe.

 

 

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